Bajo ese halo de misterio que
custodia a su obra, el artista callejero de Bristol se hace un sitio en la
oscuridad de los pabellones de Ifema de Madrid con una exposición no autorizada
que busca vender los 17 millones de euros de lo allí expuesto. Una oscuridad,
la del montaje, que se acentúa en los negros paneles que dividen las diferentes
estancias de la exposición; una oscuridad acentuada por esa luz monofocal —que
al cabo de un tiempo nuestra vista rechaza— y que incide en cada una de las
obras que, a modo de latas de sopa campbell del siglo XXI, se van haciendo
sitio en el imaginario colectivo de los numerosos visitantes que se asoman a
esta retrospectiva en su mayoría serigrafiada —pieza 245 de 600, por ejemplo—
de la obra de Banksy. Una muestra que cae en la levedad del ¿y tú
qué?, con el que el inglés parece dirigirse a todo aquel que se acerque a su
obra; una levedad que en sí misma hace interminable una exposición demasiado
larga y expansiva en contra del alma de su arte, siempre fugitivo y a la huida.
En la sociedad actual no hace falta una repetición tan alevosa de una misma
idea, salvo que esa idea se nos quiera vender empaquetada, tal y como ocurre en
esta muestra donde todo lo expuesto está al alcance de cualquier rico snob
que quiera contar con una serigrafía del artista en su poder. En esa ideología
tan proclive en la actualidad del aquí y ahora, donde todo se mancha tan pronto
como se borra, lo mejor, sin duda, es el vídeo montaje que antecede a las
serigrafías y demás etcéteras que se nos ofrecen a continuación, pues las
imágenes del street art, cobran vida cuando están entremezcladas de una
forma perfecta con el trip-hop, el rap y las mil y una formas de expresión de
los ritmos callejeros fusionadas con música electrónica, logrando hacerse
deudoras del sincopado ajetreo de una vida sin más límites que el de la
imaginación. Ahí es donde las composiciones callejeras adquieren su máxima
expresión y capacidad de comunicación, pues nos hablan con la grandeza del
lugar elegido para ser pintadas y de la inmediatez con la que fueron
ejecutadas. Imágenes pop que recrean mensajes satíricos que intentan sacar de
su adormilamiento a la sociedad sobre las que son representadas. Ese, quizá,
sea también uno de los mayores aciertos de una exposición demasiado amplia,
donde su mayor acicate de interacción con los espectadores se basa en las
grandes dimensiones de unas fotografías que tratan de hacernos ver y sentir la
verdadera medida de una propuesta visual que busca la provocación dentro de un
mundo del arte que, lejos de ser extraño, forma parte —una parte muy importante
de millones de euros— del establishment artístico actual —casas de
subastas de por medio—. Esa discordancia entre artista, obra y propuesta, sin
embargo, no parece importar al gran número de seguidores de Banksy
que, como él, parece preguntar al prójimo eso de: ¿y tú que?, como mejor forma
de expresión o rebeldía ante todo aquello inventado o instalado en los museos
del mundo. Este academicismo de callejón, es también la protesta visual de unas
generaciones que se conforman con el gesto más que con la profundidad del
mensaje, o con la inmediatez del rasgo más que con la capacidad o incapacidad
de la obra a la hora de estremecernos. En este sentido, el mensaje visual de
las obras de Banksy surten el efecto buscado, pues sacan del
misterio aquello que obviamos en nuestro día a día, sobre todo, porque no forma
parte de nuestros teléfonos móviles eso de mirar alrededor y ver qué es lo que
sucede, algo que este street art sí que cumple, pues es reproducido una
y mil veces en las redes sociales con el simple afán de notoriedad colectiva
que, sin embargo, no cubre con firmeza la pared de rebeldía que el de Bristol
nos arremeda en cada una de sus propuestas, por más que olvide que él es uno
más dentro del sistema. Un sistema que, al menos, le permite formular con
levedad ese interrogante del: ¿y tú que?, aunque al instante sólo se convierta
en un archivo más de nuestro smartphone.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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