Dante Alighieri
narró en La Divina Comedia el descenso a los infiernos para representar
el fin del Medievo en su tránsito hacia el Renacimiento. La labor del bardo, en
ocasiones, es la de adelantarse a las grandes catástrofes de la Humanidad como
si fueran profetas de toda una civilización. En la actualidad, a falta de
dioses o santos a los que dirigir nuestras súplicas, sólo nos queda recurrir a
visionarios que se dedican a intuir y vigilar la gran hecatombe que día a día,
año a año, se cierne sobre nosotros sin que nos demos cuenta de ello. El paso
del siglo XX al XXI ha traído, sin duda, muchos cambios en la forma de ver e
interpretar el mundo; un mundo hipertecnificado que los científicos ya nos
avisan que cambiará de una forma radical en los próximos diez años. Quizá, por
todo ello, Michel Houllebecq se disfraza una vez más de profeta
en su última novela para retratar el final del mundo; un mundo dominado por los
hombres, un mundo adormecido por los sedantes, un mundo sin sexo. La muerte del
libido es también la de su especie (en este caso, los seres humanos), porque
aquellos que no se reproducen, mueren. Encorsetados por un buenismo ramplón y
rampante, asistimos sin pestañear a la mágica destrucción de una civilización
que no siente. Sentir se ha convertido en una proeza al alcance de muy pocos,
porque sentir sería aceptar la derrota y, en el mundo actual, la derrota no se
acepta. Aquellos que pierden también ganan, aunque sólo sea en la purgante
soledad del sofá un sábado por la noche. Anestesiados por la vanidad de las
redes sociales fluimos igual que residuos a lo largo de un río de aguas fecales
que esta vez no tienen un final de aguas azules. En esa imposibilidad de la
salvación es donde reside el fracaso de Florence-Claude Labrouste, el
protagonista de Serotonina, pues ya no hay un dios que nos asista
para salvarnos a nosotros mismos y a los demás. El mundo actual se resume a una
gigantesca concha de tortuga; una concha impermeable a la vida del prójimo.
Todo esto es, de alguna forma, lo que nos narra la parte menos visible de Serotonina,
la última novela escrita por Michel Houllebecq. Amado y denostado
a partes iguales. Gurú de la autodestrucción para algunos, y demonio de las
mentes bien pensantes para otros, en definitiva, el escritor francés es el enfant
terrible de las letras europeas que golpea sin cesar sobre aquello que a la
cultura occidental más le molesta: la política y el sexo. Más allá de lo obvio,
donde Houellebecq se comporta con grandes dosis de zafiedad y
machismo a la hora de afrontar sus relaciones con las mujeres, su última
novela, sin embargo, nos deja un gran espacio abierto; un espacio abierto para
la reflexión, sin importarle tener que transvestirse y contonearse como una escort
con forma de demonio, si con ello, consigue sacar de su modorra a sus lectores.
Dicen que en el riesgo está la ganancia y Houellebecq parece
tenerlo claro, porque apunta, dispara y acierta en el centro de la diana. En
este caso, la diana no es otra que la prostituida Unión Europea y su gran
contingente de burócratas. Instrumentos de un mal que nos vigila, acecha y
destruye.
Serotonina es
también la desesperanza en el amor y en el propio individuo. Su protagonista
tiene todo al alcance de su mano y, sin embargo, renuncia a ese todo, incluso a
sí mismo. El miedo a ser feliz es el antídoto con el que naufraga en su propia
derrota. La hondura de la soledad del hombre en un mundo superpoblado, le lleva
a Florence-Claude a huir lejos de París, de la civilización y de los
otros. El refugio anhelado se transforma en la búsqueda de la libertad; una
libertad que él cree que encontrará en la juventud a través de un amigo
universitario que, como él, huyó de la gran urbe. No obstante, esa huida no es
nada placentera, porque está vigilada y condenada por unas instituciones, las
europeas, que son expertas en globalizar vidas y derrotas, fracasos y muertes,
como quien da limosnas a los pobres a la salida de una gran iglesia. En estas
conjeturas de lo incierto el protagonista de Serotonina y su
amigo Aymeric no son más que dos claros ejemplos de lo ineficaz que
resulta reivindicar ese otro mundo en el que todavía tenía sentido formar una
familia o cultivar tu propia tierra. Ya no hay campos que sembrar ni mujeres a
las que amar, pues todo se ha transformado en un paisaje oscuro; un paisaje con
una densa niebla que no nos deja ver más allá de nuestros propios pies. Sin
embargo, levantar la mirada y observar el horizonte es un acto heroico para el
que ya no están preparados nuestros corazones, pues éstos hace tiempo que se
pararon en las inciertas alegorías que reinan sobre la perturbación de las
emociones. Justo, allí, donde nos hemos quedado a esperar más allá de toda
esperanza.
Ángel Silvelo Gabriel.
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