Zweig, buen lector,
mal deportista y estudiante —como nos apunta Jesús Marchamalo en La
tinta violeta, la última entrega de la colección sobre autores
universales que comparte con el ilustrador Antonio Santos y
publica Nórdica libros. Zweig— fue, por encima de todo, un
hombre que siempre persiguió la libertad. Un mal estudiante que, sin embargo,
llegó a ser un autor admirado y de éxito en vida. Un autor, que es cierto que
vio recompensado su esfuerzo a nivel internacional, pero también, que sacrificó
buena parte de su existencia a la escritura. Una escritura que él cultivó como
ejercicio de generosidad, pues no en vano, él lo sacrificó todo en pos de su
pensamiento. En su obra, como en su vida, la lucha del individuo frente al
Estado y los totalitarismos fue una rebelión interior a la que él aportó
inteligencia y análisis; inteligencia y análisis con los que buscó dar al resto
de la humanidad la oportunidad de salvarse de ese yugo acosador que fueron los
totalitarismos. Para él, Europa era el último baluarte donde el individualismo
en general y su individualismo en particular, eran la máxima expresión de la
libertad, el respeto hacia los demás y la manifestación más pura de la cultura
y del pensamiento libres. Una forma de pensar y vivir que él expresó tanto a
través de la escritura como del coleccionismo, lo que le llevó a adquirir
infinidad de objetos, partituras, manuscritos y originales de aquellos autores
que él consideraba únicos y cercanos a la esencia de la que surge la creación.
Una creación que, como una luz, Marchamalo vierte sobre su texto
en Stefan Zweig, La tinta violeta. Una vez más, el periodista y
escritor madrileño vuelca su buen hacer literario sobre una de las grandes
figuras de la literatura, y lo hace con esa genialidad de la frase concisa, el
verbo voraz, los adjetivos únicos e inclasificables, adjetivos solo separados
por sabias comas; comas reveladoras de un ritmo frenético y apaciguado a la
vez, comas que, como partituras de una melodía, nos introducen en un profundo
éxtasis de palabras del que es muy difícil salir. Este arte en movimiento, en
el que tan bien se maneja Jesús Marchamalo, tiene su complemento
y su visualización en las magníficas ilustraciones de un Antonio Santos
en estado de gracia —vean si no, su magnífico retrato de Zweig, digno
del mejor de los coleccionistas—. La profundidad del mensaje y su contraste en
blanco y negro en imágenes, son una muestra más de la simbiosis de esta extraña
pareja. Una extraña pareja que, con el tiempo —ya van seis volúmenes con éste
de la colección iniciada con Pío Baroja—, se han convertido en
inseparables, y no solo eso, sino también, en una magnífica muestra de lo que
se puede conseguir con un texto dinámico y lírico, y unas ilustraciones
impactantes y demoledoras como pocas.
Stefan Zweig, La tinta
violeta es una extraordinaria semblanza del escritor austriaco que nos
revela la buena faceta de periodista de Jesús Marchamalo, pues éste
sabe apoderarse de esas anécdotas que hacen de sus retratos literarios un
reflejo singular y único del personaje que nos muestra. Este librito,
como lo tildan sus autores, es una certera mezcla de los elementos de una vida
que, en sus inicios, fue feliz y muy prolífica, viajera y reconocida como pocas
y, que en su última parte, devino en una huida de sí mismo y del miedo a perder
la libertad propia y ajena; una pérdida de la libertad individual y colectiva
de un mundo que se transformó en oscura noche. Un mundo que le llevó a
refugiarse en un lugar donde solo cabían él y el terror a perder su esencia.
Ese miedo metafórico a la noche fue el que le llevó al suicidio. Suicidio
ordenado y muy bien pensado. No obstante, antes de marcharse, dejó escrito en una
nota: «Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado
impaciente, me voy de aquí antes que ellos». Una sentencia no exenta del
reconocimiento de la derrota, pero también, de la fuerza de los héroes, pues no
en vano, él fue bautizado como: “El peluquero de los héroes”.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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