Hay varias formas de reconstruir el mundo. Una de ellas es a través de la literatura como fuente de indagación, introspección y trascendencia. En este sentido, nada es ajeno a esta nueva aventura literaria de Vicente Valero. Su curiosidad, su forma de mirar, contar y acercarnos a la región italiana de la Umbría y su época de mayor esplendor: El tiempo de los lirios. Época que marcó el nacimiento de una nueva era, y que él nos muestra en el periplo que emprende por sus ciudades y pueblos a lo largo de quince días. Y lo hace párrafo a párrafo, palabra a palabra a lo largo y ancho de un universo nuevo, pues nueva y única es su forma de seguir la huella de ese personaje disidente en la fe y amigo de los animales y la pobreza que es San Francisco de Asís. De ahí parte Valero para, a través de un clásico cuaderno de viajes, narrarnos no sólo una vida sino todo el compendio de una sociedad que se abre a la luz tras una etapa de tinieblas. Y el escritor ibicenco nos lo dibuja, igual que si fuera uno de los múltiples frescos que describe, con una precisión documental y estilística extraordinaria, por lo ambiciosa y bien documentada que está. En este libro nada queda al libre albedrío, ni la pintura, ni la escultura, ni la literatura o el cine, la música, y cómo no, la fe. De todo ello surge un lema: la importancia de la contemplación y el silencio, ambos elementos ausentes en una sociedad actual gobernada por la estupidez de los selfies y el retrato banal del paisaje que los rodea. Una banalidad a la que escritor contrapone un estilo narrativo sobrio sin olvidar su esencia poética donde el menos es más a la hora de dotar a sus textos de una naturaleza única.
El tiempo de los lirios representa la importancia del viaje como instrumento esencial que nos sirve de descubrimiento, asombro y divulgador de cultura. Elementos que obviamos en nuestro día a día, y que siempre se encuentran a nuestro lado, pues sólo hace falta pararse a mirar aquello que nos rodea para encontrar algo que nadie antes ha visto y, como si fuésemos unos plateros, sacarle el brillo que merece para, porque como dijo Cézanne: «Ver es pensar». A través de este compendio de sabiduría Valero nos abre la puerta y la mirada hacia esa búsqueda de la belleza que es única, por ser la expresión de lo que el ser humano es capaz de alcanzar cuando se propone conquistar las metas más altas en cuanto a su percepción estética, mística o existencial. Hay algo mágico, por inusual, en las jornadas de este viaje, porque nada más comenzar a leer sus páginas somos conscientes que estamos ante una flor en primavera: hermosa, esbelta y llena de luz. Una flor que se abre con la luz que nos invita a sumergimos en un mundo, el espiritual, que no para en su ambición de indagar por las entrañas del alma de los personajes a los que se acerca, pero tampoco en lo que respecta a su mirada hacia la naturaleza, porque el paisaje se nos presenta como un corolario infinito que abarca la totalidad del cuadro que se nos muestra. Lienzo que maneja los tiempos del viajero y, de aquello que observa y ve, de una forma pulcra, casi monástica, como son sus acotaciones culinarias o sus referencias a las vías por donde se desplaza para visitar localidades, iglesias o museos locales a los que nadie va salvo aquel que conoce los tesoros que guardan y exhiben. Luz, una vez más, sobra la oscuridad que nos gobierna y padecemos. Una nueva Edad Media, en este caso tiranizada por la tecnología, que cada vez más nos aleja de lo que somos: personas. Almas que, en cualquier caso, necesitan de la importancia de contemplación y el silencio.
Ángel Silvelo Gabriel.
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