viernes, 13 de junio de 2025

JESÚS MARCHAMALO, LA VIDA IMAGINADA: UNA EXISTENCIA ALREDEDOR DE LOS LIBROS

 


Hay muchas formas de celebrar un cumpleaños. Más de las que imaginamos, porque en esa efeméride es cuando, a veces, nos dejamos llevar y pedimos un deseo. Ese que no hemos contado a nadie y, que cuando se convierte en algo real y tangible, se escapa de nuestra vida imaginada. La exploración de ese territorio, mágico e incierto a la vez, nos lleva a recorrer espacios nunca visitados. Y de esa novedad que va, por ejemplo, del pasado al presente surgen nuevos mundos. A veces, mundos llenos de libros y sus consecuencias. Quizá, por todo ello, el periodista y escritor Jesús Marchamalo ha decidido publicar La vida imaginada en su sesenta y cinco cumpleaños. Una edad que no oculta y le sirve de excusa para dar a luz este libro de libros, porque de eso va este librito escrito por él mismo e ilustrado por Juan Vidaurre. Una experiencia a modo de viaje a lo largo y ancho de la literatura, en el que las anécdotas propias y ajenas (magnífica la de Machado, tal y como la cuenta Marchamalo) iluminan una senda de plagada de escritores y sus bibliotecas, lo que nos lleva a ser conscientes de los diferentes conceptos que pueden llegar a tener una biblioteca y los libros que la componen. Esa vida imaginada donde se tropiezan los préstamos, el desorden, las diferentes ubicaciones, las estanterías y sus estilos, e incluso, sí, el orden que se le dan a los libros y la pertenencia que éstos tienen como la mejor muestra de nuestra vinculación íntima y personal hacia ellos. Como en el resto de los libros de Marchamalo hay adjetivos, comas, puntos y aparte, y seguidos, y esos puntos suspensivos que proporcionan a su escritura ese modo tan personal y literario de contar la vida, los libros, y todo aquello que gira entorno a ellos. También hay en este auto-regalo recuerdos de infancia que no se olvidan, porque quizá, de eso vaya la vida en un punto determinado de la misma: de recordar aquello que fuimos. Recuerdos e historias propios que tan bien nos cuenta este periodista de la cultura y los libros que, además, nos sirven a sus lectores para traer a nuestra frágil memoria aquellos momentos que fuimos otros; una imagen de nosotros mismos que el paso del tiempo se encarga de ir borrando poco a poco. Por eso, gracias a él, nos damos cuenta de que los libros son una parte esencial de esa otra vida, la imaginada. 

En la estupenda edición de La vida imaginada, el bueno de Jesús, nos ofrece otro regalo: las ilustraciones de Juan Vidaurre en forma de hojas de papel envejecidas por el paso del tiempo, y a las que superpone sobre todo manos, pero también ruedas de cochecitos de bebé, tinteros, libretas… Hojas que, en ocasiones, toman diferentes formas: de casa o simplemente siluetas irregulares sobre las que el ilustrador madrileño dibuja figuras geométricas en forma de rombos, círculos, triángulos que conforman diferentes tetris imaginarios en combinación con las palabras sobre las que se depositan. Una magnífica compañía para esta vida imaginada que nos narra una existencia alrededor de los libros. Porque, sí, todavía nos queda esa última esperanza de volver a ver: «Estos días azules y este sol de la infancia». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de junio de 2025

JUAN MAYORGA, LOS YUGOSLAVOS EN EL TEATRO DE LA ABADÍA: LAS PALABRAS Y EL SILENCIO COMO LUGARES DONDE REENCONTRARSE

 


El proceso identitario no sólo se refleja en el cuerpo, también es una manera de estar en el mundo geográficamente. Ahora que está tan de moda romper con todo lo anterior, y las tradiciones de la clase que sean huelen a rancio, todavía existe esa necesidad de pertenencia a un lugar sin el cual no seríamos las mismas personas. Por mucho que nos cueste reconocerlo somos de donde hemos nacido por muchos kilómetros que nos alejemos de ese punto inicial que nos perseguirá el resto de nuestros días. Juan Mayorga, entre otros conceptos, nos habla de esa pertenencia física y de su importancia, porque no se trata de algo onírico, sino de un estigma real. Por ejemplo, Marta Pazos, en su versión de Orlando nos habla de otra forma de identidad que, en este caso es la física en su apartado personal, aunque también la podríamos trasladar a un margen más amplio si nos fijamos en el período de tiempo que se desarrolla. Ambos procesos identitarios marcan los márgenes de una realidad plural que, en Los Yugoslavos, está anclada en la palabra y el silencio como lugares donde reencontrarse. Palabras y silencios que ejercen como brújulas. Y, de ahí, es de donde nacen la voluntad y la fe de las palabras como manantiales cristalinos de nuevas vidas. Como se nos recuerda en la obra: «Las primeras palabras son las más importantes». Entonces, qué es lo más importante de todo esto, en esa posibilidad de búsqueda de uno mismo. O del lugar con el que soñamos al que pertenecemos. Aquí no nos valen los mapas como espacios geográficos que nos delimitan los silencios, porque todo se establece como un juego de contrarios que nos remite a esa amarga posibilidad que representa la desaparición de lo que una vez sentimos como nuestro. En este sentido, no es casual la elección del gentilicio que nombra a la obra de teatro: los yugoslavos. Un territorio que dejó de existir y sucumbirá cuando el último de los nacidos en esa patria muera. Entonces, todo, de nuevo, será víctima del olvido. De ahí, que en el texto de Mayorga los mapas surjan como metáforas de los desencuentros, de los lugares equivocados. De esos espacios a los que nunca llegaremos, aunque siempre haya un rayo de esperanza y, dentro de nuestras entrañas, un mapa surja dentro de otro mapa para convertirse en una nueva oportunidad. «Un mapa dentro de otro mapa», como se repite en varias ocasiones a lo largo de la obra. Una frase, como otras, que se asemeja a un eco que nos perfora los recuerdos y la conciencia. Quizá, porque como nos dice su autor: «Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros» formen parte del verdadero secreto que nos rodea y al que debemos de enfrentarnos para retar a la soledad, la tristeza, la depresión y, también, al amor como recurso infinito de la esperanza. 

En este entramado de huidas, búsquedas y desencuentros, el escenario juega un papel fundamental. Dividido en dos plantas y tres espacios, el bar, la casa y, sobre todo, la planta superior a modo de ventana traslúcida en la que los personajes de la obra dibujan, leen o simplemente se esconden y que surge como una ventana de todos los sentimientos que escondemos. En este sentido, Luis Bermejo (Gerardo), Javier Gutiérrez (Martín), Natalia Hernández (Ángela) y Alba Planas (Cris), suben y bajan, se esconden y pierden para volver a aparecer en una coreografía sin par, por lo que esta tiene de introductoria en cada una de las escenas. Algo que alcanza su clímax en los cortes del texto que se producen a lo largo de la representación y nos dejan en suspense, y que tan bien interpreta un Javier Fernández pletórico, por lo que tiene de eje fundamental en el desarrollo de la obra. Interludios verbales que nos remiten a esta otra frase: «Siempre es mejor callar que decir mentiras», en lo que podríamos definir como esa otra ventana que nos remite al silencio y a la confrontación de la realidad con los sueños cuando se nos recuerda que: «Si has llegado al lugar que buscas nunca es como esperabas». Y que nos recuerda a esa infinita espera que se produce en la obra Esperando a Godot, donde la esperanza, al final, es la mejor arma para hacer frente a la vida, porque ese lugar que tanto buscamos quizá no exista y, que en Los yugoslavos viene dado en la frase: «Deberíamos haber ido a los yugoslavos. Allí se juega a cualquier hora. Y se juega de verdad. Mientras las mujeres bailan». 

Ángel Silvelo Gabriel.