Suponemos que Angélica Liddell habrá dado el sí quiero al Ministro de Cultura, cuando éste, le haya comunicado que es la acreedora del Premio Nacional de Teatro 2025. Ni lo sabemos ni lo sabremos, pues encerrada en su torre de marfil apenas concede entrevistas. Nunca lee ni críticas ni reseñas de sus trabajos. Ni falta que le hace. Ella siempre está contra todo. Contra el mundo. Contra el gremio de los artistas y la cultura de su país que, a su pesar, es España. Y, también, contra sí misma y sus diablos y fantasmas. Ahí reside su alma, aislada en un sufrimiento mágico y telúrico que la posee y que ella expulsa sobre los escenarios. Nada escapa a su radar creativo. La comida, la sociedad, todo el feísmo que creamos y nos abstenemos de ver…, y la muerte. Por supuesto, la muerte: la de sus padres, la del torero, la de una religión que ya no la santifica por mucho que se acerque a ella para humillarla y a veces redimirla. Parece, que el premio viene dado a cuenta de que ha inaugurado el prestigioso Festival de Aviñón. Parece que nadie recuerda que junto a Fernando Arrabal es la dramaturga española viva más representada en todo el mundo. Parece que nadie reconoce el riesgo y la valentía con la que asume cada una de sus representaciones. Obsesivas y concéntricas si se quiere, pero únicas, por ser la única que se atreve a desmontar tabúes, prejuicios y aburguesamientos de quienes asisten a sus representaciones. Su poder de provocación es único, como único también es el grito que nos invade cada vez que nos lanza sus interminables monólogos llenos de ira. Monólogos dirigidos al personal que va a verla, y cuya última intención es la de sumir al espectador en una clara incomodidad. En este sentido, son muchos los que abandonan las salas de teatro ante tan maña falta de escrúpulos. Ella provoca, sí, y también quiere que sus heridas sean compartidas por quienes van a verla, o soportarla según se mire.
Angélica Liddell es una aventurera de la perfomance que se regocija en el vestuario, la puesta en escena, la música y las pantallas que proyectan imágenes y palabras que convierten a sus espectáculos es tridimensionales, por acaparar estos todos y cada uno de nuestros sentidos. Su lema, en ocasiones, es el más es más a la hora de reivindicar su lugar en el mundo. Una postura que ella basa en unos postulados alejados de la normalidad diaria que nos consume. Ella es nuestra profeta. Nuestra gurú de los destierros no reclamados, y de los que también somos víctimas cuando permanecemos en silencio. Allá donde queramos ir ya ha llegado ella. Desclasada. Mancha de sangre y desvirtuada por la simbología de sus sueños. Ella sueña y nos conduce a sus pesadillas. Vestida de negro. De blanco. Desnuda, porque nada escapa a la enfant terrible de la escena española que por fin ha sido reconocida como se debe en su tierra.
Ángel Silvelo Gabriel.
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