lunes, 24 de noviembre de 2025

TEATRO TRIBUEÑE, LA GAVIOTA DE ANTÓN CHÉJOV DIRIGIDA POR IRINA KOUBERSKAYA: LA VERDAD DEL ARTE SOBRE LAS EMOCIONES

 


El margen de libertad creativa, por un lado, y de juicio de una época que va en contra de lo establecido, por otro, tan presentes en esta obra de teatro fueron, quizá, dos de los inconvenientes que llevaron al fracaso a su primera representación en el Teatro Aleksandrinski de San Petersburgo el 17 de octubre de 1896, donde llegó a ser abucheada por los espectadores. Un hecho que marcó tanto a Antón Chéjov como para no querer volver a escribir ninguna obra dramática más, lo que no ocurriría gracias a que Konstantin Stanislavski la dirigió en el Teatro de Arte de Moscú dos años más tarde y la reconvirtió en un clamoroso éxito. Una colaboración —Chéjov-Stanislavski— que se prolongó en el resto de la producción dramática de Chéjov y dio luz a nuevos conceptos dentro del arte de la dramaturgia como fueron la cuarta pared, el subtexto, o el realismo psicológico. Este teatro singular que representa La gaviota sobre ese otro gran teatro general que lo envuelve todo y que es el mundo, se nos presenta como una gran esfera cerrada en la que se desenvuelve la verdad del arte sobre las emociones. Emociones que van de la esperanza al desarraigo. De la vanidad al fracaso. O del amor a la tristeza. Emociones que sirven de excusa al gran escritor ruso para proponernos un viaje que se inicia en la decadencia del naturalismo y llega hasta un simbolismo que muchos años más tarde reinterpretarán grandes autores dramáticos como Samuel Beckett. En este sentido, Chéjov nos muestra a un coro de personajes que se relacionan entre sí a través de un ballet de palabras y movimientos con los que nos muestra de una forma, en apariencia superficial, sus sentimientos a través de sus pasiones o decepciones. Sentimientos tras los que se sumergen las sombras que se llevan tras de sí cada vez que entran y salen del escenario. Siendo esa aparente falta de claridad a la que implora Chéjov para que el espectador se planteé aquello que no se ve o se toca, pero sí se siente. La trama de esta obra, como las del resto de sus obras de teatro, se sustenta en los subtextos con los que juega el autor para, desde la vanidad unas veces (tan presente en los personajes de Irina y Trigorin), o la desesperación otras (véase a Treplev y Nina) hacer de sus dramas un gran teatro del mundo que, por otra parte, ya está presente en el Hamlet de Shakespeare y al que Irina y Trigorin hacen referencia en esta obra. La gaviota es múltiple no sólo en el gran elenco de sus personajes, sino también porque aborda otros muchos temas relacionados con la condición humana como es, por ejemplo, la insatisfacción del artista capaz por sí sola de llevarle al suicidio cuando ésta se precipita por el abismo del fracaso. Un fracaso con grandes matices existenciales en el personaje de Treplev que no sólo debe hacer frente a su soledad y aislamiento en la inmensidad del campo ruso, sino que también tiene que lidiar con la ausencia y el banal éxito de su madre. Treplev reclama amor y comprensión, pero nadie sabe dárselo, ni siquiera la joven Nina, víctima de sí misma y su equivocada percepción del éxito. En ellos dos, el arte sobre el arte, y el teatro en el teatro, se fusionan en un largo y trágico romance como pocas veces tendremos la ocasión de experimentarlo en directo. 

Irina Kouberskaya nos demuestra, una vez más, su profundo conocimiento sobre la obra de Chéjov, y su capacidad de análisis e inteligencia a la hora de versionar y dirigir los grandes clásicos del teatro. En esta ocasión, ha depositado su mirada hacia la compleja obra La gaviota, tan difícil de representar, y que tan bien ha sabido solventar al llevarla a las tablas con sus característicos toques de realismo mágico (las olas del lago en forma de grandes plásticos transparentes) y de matices apenas perceptibles para el espectador, pero tan importantes para levantar una obra teatral como esta, y que nos vienen dados por esa luz unidireccional que ejerce como faro en la penumbra en la que se desenvuelven los personajes, o a través de ese espacio sonoro tan sutil y característico de sus montajes. Irina Kouberskaya se reinventa a sí misma cada vez que asume el reto de representar una nueva obra que se convierte en única bajo su mirada. En La gaviota, según sus propias palabras, ha querido dar un margen de esperanza a los jóvenes que se ven desesperados por la falta de oportunidades y la supremacía que la sociedad actual expresa, y nos impone, a través de esa maldición que es la agonía de la prisa y la falta de un espacio para la reflexión. Un estudio del alma humana a la que Chéjov también da una última oportunidad, tal y como nos refleja Iréne Nèmirovsky en la La vida de Chéjov, donde asistimos, de una forma escrupulosa y seductora a los hechos más importantes de la biografía del «más humano de los hombres» como lo define la escritora ucraniana. En esa plasmación de las diferentes etapas por las que atraviesa la singular existencia de este médico, siempre preocupado por sus semejantes más desfavorecidos —una labor que antepuso a la de su faceta de escritor—, asistimos al retrato de un hombre tímido y sin embargo pasional, alegre con los suyos y sin embargo pesimista con su enfermedad, generoso con los demás y sin embargo pulcro con su forma de expresar sus sentimientos al gran público. Incomprendido. Adelantado a su tiempo. Siempre visionario de esa otra realidad que se sumerge bajo las aguas de la vida, Chéjov fue el representante de un mundo en descomposición; un mundo que aún tardará muchos años en recomponerse, si acaso alguna vez lo ha hecho. Un mundo que, en su caso, representa el arte que se alza sobre la vida. La propia y la ajena. Matices, todos ellos presentes en la adaptación que Irina Kouberskaya ha hecho suyos en esta magnífica versión de La gaviota, que se puede ver y disfrutar en el Teatro Tribueñe de Madrid. Una gaviota que primero representa la libertad y luego la dependencia, en una muestra más de la verdad del arte sobre las emociones. 

Ángel Silvelo Gabriel.

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