
La caída de los dioses de Pandur es profundamente visual y estética, lo que supone un mérito a la hora de presentarnos esta derrota de la condición humana. Este planteamiento, proporciona a la historia que se nos cuenta, las virtudes y defectos de todo gran espectáculo, en donde ese fogonazo de luz y de lujo, es un magnífico espejo que nos refleja la aparente imposibilidad de tener más, porque como nos recuerda la gran pantalla: “los Essenbeck era una familia que lo tenía todo”. Entonces, ¿qué hay detrás de ese majestuoso TODO? Y es ahí, en ese terreno de las tinieblas del ser humano, donde Visconti se sumergió en su día, y donde Pandur nos muestra la fría destrucción de una familia que es la de todo un pueblo, y por ende, la de toda la humanidad, que impregnada de la brillantez totalitaria de los grandes escenarios públicos y privados, cae rendida ante el lujo de la sobre exposición de los grandes ideales. Esa ceguera universal, envuelta en el brillo del lujo y las lentejuelas, pasa inadvertida para todos, ciudadanos de a pie y mentes privilegiadas, que como una masa amorfa caen rendidos ante la pseudo magnificencia del Estado totalitario, para hacer certera la expresión de “la moral individual ha muerto”.
En ese terreno perfectamente abonado para que el odio nazca como arma política, hay un mundo paralelo de excesos, que como un bailarín a su pareja, marchan unidos a los grandes movimientos sociales, y así, la homosexualidad masculina o las relaciones incestuosas entre madre e hijo son un apoyo más del hedonismo que como un arma arrojadiza, Visconti emplea para remover las conciencias de la sociedad que le tocó vivir, porque su misión es la de marcar una “no” indiferencia. Del mismo modo, que Pandur de una forma brillante e inteligenteintroduce en la obra el personaje de Janek (Emilio Gavira) alter ego del propio Visconti y que Pandur emplea como hilo conductor de toda la obra, amén de servirle de homenaje al cineasta y al mundo del cine, que como un atrezo más, narra, dirige y nos acercar ese mundo del cabaret y music-hall (brillante sus dos interpretaciones musicales) como una demostración más del lujo y del hedonismo ya expuestos. En este sentido, Emilio Gavira, es sin duda, una pieza clave dentro de este montaje de la obra de Visconti, pues su sola presencia en el escenario hace que la misma se vuelva más cercana, sincera y verdadera, porque nos lleva al escenario todo el entramado que transcurre detrás de la escena. Un Emilio Gavira, que es acompañado por un buen elenco de actores (veteranos unos y nobeles otros) que ante la ausencia de largos textos, exponen sus dotes interpretativas de una forma muy gestual, y en donde las posturas, las miradas y ese movimiento ralentizado de sus brazos son un elemento más de la forma tan visual de ver la obra. Y hay que decir, que de ese esfuerzo, salen victoriosos ante el reto que Pandur les ha ofrecido, y en el que destacan la ceremonial y erguida postura de una Belén Rueda que se muestra magnífica en la escena final de la obra con una transformación que te arrastra y no te deja indiferente y que nos hace ver con luz y taquígrafos su más que prometedora progresión en el campo de la interpretación. Una Belén Rueda que tiene enfrente a su hijo, Pablo Rivero que defiende su papel de manera solvente, y lo mismo cabe decir de Manuel de Blas o el malvado Fernando Cayo.
En definitiva, Visconti y su mundo, que cargado de una poderosa carga política, Tomaz Pandur ha visto de una forma brillante, pues ha sabido rodearse para rendirle homenaje a este gran artista italiano, de una gran montaje, un espectacular escenario y un buen elenco de actores.
Postdata: no se pierdan antes de entrar a ver la obra, la exposición fotográfica de Aljosa Aleksej Rebolj titulada “Escultura de Tiempo”, sobre las imágenes de la obra.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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