Soy abogado del turno de oficio, pero la
mayoría de las veces me parezco más a un penitente que lleva un cirio entre las
manos. Mi situación es tan caótica que últimamente paso más tiempo haciéndole
recados a mi novia, que atendiendo a pobres desamparados que no tienen para
pagarse un leguleyo en condiciones. Ellos siempre me dicen que son gajes del
oficio, pero yo pienso que lo mío sí es una faena, porque si supieran que ando
todo el día de aquí para allá como castigo por no aprobar las oposiciones a
Abogado del Estado que ella tan brillantemente ha sacado, dejarían de confiar
en mí al instante. Pero nunca pierdo la esperanza, y siempre estoy atento a
cualquier señal que el destino me envía para que mi mala fortuna actual cambie
de repente. Por ejemplo, ahora que me dirijo a la administración de loterías
más cercana con el boleto de la primitiva que hace unos días ella me mandó
sellar, pienso en qué haría si nuestro boleto tuviese los seis aciertos. Aunque
ésta es una costumbre que adoptamos mientras éramos unos pobres opositores, y
en ella sólo cabían acciones cargadas de buenos proyectos para nuestro próximo
futuro en común, últimamente desde que mi status ha ido perdiendo peso ante su
meloso protagonismo, cada vez que voy a hacer el humillante recado de comprobar
cómo la fortuna a mí todavía me resulta esquiva, no puedo reprimir hacer un
pacto con mi imaginación y otro con el diablo. Con la primera, me alío para
escuchar que el boleto tiene seis aciertos; y con el segundo, imagino la cara de
una joven y prometedora Abogada del Estado, cuando al sentirse estafada tiene
que dictar una orden de busca y captura contra su novio, consciente
de que ni sus armas jurídicas ni sus armas de mujer, han sido suficientes para
que yo siga permaneciendo a su lado.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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