viernes, 13 de junio de 2025

JESÚS MARCHAMALO, LA VIDA IMAGINADA: UNA EXISTENCIA ALREDEDOR DE LOS LIBROS

 


Hay muchas formas de celebrar un cumpleaños. Más de las que imaginamos, porque en esa efeméride es cuando, a veces, nos dejamos llevar y pedimos un deseo. Ese que no hemos contado a nadie y, que cuando se convierte en algo real y tangible, se escapa de nuestra vida imaginada. La exploración de ese territorio, mágico e incierto a la vez, nos lleva a recorrer espacios nunca visitados. Y de esa novedad que va, por ejemplo, del pasado al presente surgen nuevos mundos. A veces, mundos llenos de libros y sus consecuencias. Quizá, por todo ello, el periodista y escritor Jesús Marchamalo ha decidido publicar La vida imaginada en su sesenta y cinco cumpleaños. Una edad que no oculta y le sirve de excusa para dar a luz este libro de libros, porque de eso va este librito escrito por él mismo e ilustrado por Juan Vidaurre. Una experiencia a modo de viaje a lo largo y ancho de la literatura, en el que las anécdotas propias y ajenas (magnífica la de Machado, tal y como la cuenta Marchamalo) iluminan una senda de plagada de escritores y sus bibliotecas, lo que nos lleva a ser conscientes de los diferentes conceptos que pueden llegar a tener una biblioteca y los libros que la componen. Esa vida imaginada donde se tropiezan los préstamos, el desorden, las diferentes ubicaciones, las estanterías y sus estilos, e incluso, sí, el orden que se le dan a los libros y la pertenencia que éstos tienen como la mejor muestra de nuestra vinculación íntima y personal hacia ellos. Como en el resto de los libros de Marchamalo hay adjetivos, comas, puntos y aparte, y seguidos, y esos puntos suspensivos que proporcionan a su escritura ese modo tan personal y literario de contar la vida, los libros, y todo aquello que gira entorno a ellos. También hay en este auto-regalo recuerdos de infancia que no se olvidan, porque quizá, de eso vaya la vida en un punto determinado de la misma: de recordar aquello que fuimos. Recuerdos e historias propios que tan bien nos cuenta este periodista de la cultura y los libros que, además, nos sirven a sus lectores para traer a nuestra frágil memoria aquellos momentos que fuimos otros; una imagen de nosotros mismos que el paso del tiempo se encarga de ir borrando poco a poco. Por eso, gracias a él, nos damos cuenta de que los libros son una parte esencial de esa otra vida, la imaginada. 

En la estupenda edición de La vida imaginada, el bueno de Jesús, nos ofrece otro regalo: las ilustraciones de Juan Vidaurre en forma de hojas de papel envejecidas por el paso del tiempo, y a las que superpone sobre todo manos, pero también ruedas de cochecitos de bebé, tinteros, libretas… Hojas que, en ocasiones, toman diferentes formas: de casa o simplemente siluetas irregulares sobre las que el ilustrador madrileño dibuja figuras geométricas en forma de rombos, círculos, triángulos que conforman diferentes tetris imaginarios en combinación con las palabras sobre las que se depositan. Una magnífica compañía para esta vida imaginada que nos narra una existencia alrededor de los libros. Porque, sí, todavía nos queda esa última esperanza de volver a ver: «Estos días azules y este sol de la infancia». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de junio de 2025

JUAN MAYORGA, LOS YUGOSLAVOS EN EL TEATRO DE LA ABADÍA: LAS PALABRAS Y EL SILENCIO COMO LUGARES DONDE REENCONTRARSE

 


El proceso identitario no sólo se refleja en el cuerpo, también es una manera de estar en el mundo geográficamente. Ahora que está tan de moda romper con todo lo anterior, y las tradiciones de la clase que sean huelen a rancio, todavía existe esa necesidad de pertenencia a un lugar sin el cual no seríamos las mismas personas. Por mucho que nos cueste reconocerlo somos de donde hemos nacido por muchos kilómetros que nos alejemos de ese punto inicial que nos perseguirá el resto de nuestros días. Juan Mayorga, entre otros conceptos, nos habla de esa pertenencia física y de su importancia, porque no se trata de algo onírico, sino de un estigma real. Por ejemplo, Marta Pazos, en su versión de Orlando nos habla de otra forma de identidad que, en este caso es la física en su apartado personal, aunque también la podríamos trasladar a un margen más amplio si nos fijamos en el período de tiempo que se desarrolla. Ambos procesos identitarios marcan los márgenes de una realidad plural que, en Los Yugoslavos, está anclada en la palabra y el silencio como lugares donde reencontrarse. Palabras y silencios que ejercen como brújulas. Y, de ahí, es de donde nacen la voluntad y la fe de las palabras como manantiales cristalinos de nuevas vidas. Como se nos recuerda en la obra: «Las primeras palabras son las más importantes». Entonces, qué es lo más importante de todo esto, en esa posibilidad de búsqueda de uno mismo. O del lugar con el que soñamos al que pertenecemos. Aquí no nos valen los mapas como espacios geográficos que nos delimitan los silencios, porque todo se establece como un juego de contrarios que nos remite a esa amarga posibilidad que representa la desaparición de lo que una vez sentimos como nuestro. En este sentido, no es casual la elección del gentilicio que nombra a la obra de teatro: los yugoslavos. Un territorio que dejó de existir y sucumbirá cuando el último de los nacidos en esa patria muera. Entonces, todo, de nuevo, será víctima del olvido. De ahí, que en el texto de Mayorga los mapas surjan como metáforas de los desencuentros, de los lugares equivocados. De esos espacios a los que nunca llegaremos, aunque siempre haya un rayo de esperanza y, dentro de nuestras entrañas, un mapa surja dentro de otro mapa para convertirse en una nueva oportunidad. «Un mapa dentro de otro mapa», como se repite en varias ocasiones a lo largo de la obra. Una frase, como otras, que se asemeja a un eco que nos perfora los recuerdos y la conciencia. Quizá, porque como nos dice su autor: «Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros» formen parte del verdadero secreto que nos rodea y al que debemos de enfrentarnos para retar a la soledad, la tristeza, la depresión y, también, al amor como recurso infinito de la esperanza. 

En este entramado de huidas, búsquedas y desencuentros, el escenario juega un papel fundamental. Dividido en dos plantas y tres espacios, el bar, la casa y, sobre todo, la planta superior a modo de ventana traslúcida en la que los personajes de la obra dibujan, leen o simplemente se esconden y que surge como una ventana de todos los sentimientos que escondemos. En este sentido, Luis Bermejo (Gerardo), Javier Gutiérrez (Martín), Natalia Hernández (Ángela) y Alba Planas (Cris), suben y bajan, se esconden y pierden para volver a aparecer en una coreografía sin par, por lo que esta tiene de introductoria en cada una de las escenas. Algo que alcanza su clímax en los cortes del texto que se producen a lo largo de la representación y nos dejan en suspense, y que tan bien interpreta un Javier Fernández pletórico, por lo que tiene de eje fundamental en el desarrollo de la obra. Interludios verbales que nos remiten a esta otra frase: «Siempre es mejor callar que decir mentiras», en lo que podríamos definir como esa otra ventana que nos remite al silencio y a la confrontación de la realidad con los sueños cuando se nos recuerda que: «Si has llegado al lugar que buscas nunca es como esperabas». Y que nos recuerda a esa infinita espera que se produce en la obra Esperando a Godot, donde la esperanza, al final, es la mejor arma para hacer frente a la vida, porque ese lugar que tanto buscamos quizá no exista y, que en Los yugoslavos viene dado en la frase: «Deberíamos haber ido a los yugoslavos. Allí se juega a cualquier hora. Y se juega de verdad. Mientras las mujeres bailan». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 19 de mayo de 2025

CASA DE MUÑECAS, DIRIGIDA POR LAUTARO PEROTTI EN EL TEATRO FERNANDO FERNÁN GÓMEZ DE MADRID: SIN NOTICIAS DE IBSEN

 




Ibsen planteó su obra dramática de una forma contestataria frente a la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y, uno de los conflictos que planteó en ella, fue el de dar a la mujer la posibilidad de ser ella misma a la hora de decidir acerca de su vida y de caminar por una senda de libertad impensable en el siglo XIX. El tiempo pasa, pues hace casi ciento cincuenta años que se estrenó su famosa obra de teatro Casa de muñecas y, sin embargo, las oscilaciones vitales de las mujeres persisten en un mundo cada vez más igualitario, pero al que todavía le quedan muchas barreras que derribar. En esta ocasión, bajo una versión actualizada de Eduardo Galán, Lautaro Perotti asume la dirección de esta moderna Casa de muñecas que intenta acercarla a un público más actual. Una decisión que, sin embargo, fracasa. En primer lugar, por la desdramatización que lleva consigo, y también, por la falta de acierto a la hora de elegir a los actores que dan vida a unos personajes a medio camino entre la falta de credibilidad de las situaciones que nos plantean y su inocua interpretación, tan desdramatizada como la propia versión que se nos ofrece. Eso, por no hablar de una solución escénica que se nos antoja equivocada por lo frenética que resulta su propuesta y la nula necesidad de la misma a la hora de sugerirnos diferentes espacios, lo que ahonda en su carácter turbador. 

La supuesta actualización del texto y propuesta escénica se viene abajo nada más ver el público asistente, en su mayoría con una edad superior a los cincuenta años y una media cercana a los setenta. De ahí, que tampoco parezca tan necesario el léxico que se ha elegido que resulta cuando menos desmotivador y, más, en la voz apagada de una María León que nunca parece al borde del precipicio que se le presupone, y que alcanza sus cotas más bajas en los soliloquios que afronta sola delante de un escenario a oscuras salvo por la luz que la ilumina. Una característica que también arrastra Santi Marín en su papel de marido traicionado, o el resto de los actores que en la mayoría de los casos parecen más preocupados en su papel de tramoyistas moviendo los paneles móviles de la escenografía que en su labor dramática. De ahí, que el espectador salga con esa sensación de tiempo perdido si no fuese porque la oscuridad de un teatro siempre nos ofrece la posibilidad de resarcirnos de las mentiras del mundo que dejamos atrás durante el tiempo que asistimos a la representación; o por la inercia que el mismo tiene de ofrecernos la mágica posibilidad de soñar con lo imposible, cuando aquello que nos es ofrecido nos deja sin palabras. Un anhelo que, en esta ocasión, sólo nos ha producido turbación, desapego, y sin noticias de Ibsen. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 7 de mayo de 2025

ORLANDO, DIRIGIDA POR MARTA PAZOS EN EL TEATRO MARÍA GUERRERO DE MADRID: LA LIBERTAD QUE DUDA HASTA DE LA BELLEZA

 


Blanco sobre blanco, verde sobre verde, incluso negro sobre negro. Todo se expande sobre un imaginario tablero de ajedrez que se retroalimenta de sabias palabras sobre la juventud, el deseo o el amor. En ese suelo sin fondo es donde la libertad es expresada bajo la fervorosa manifestación de la belleza. Una belleza única; una belleza que se apropia de nuestros sentidos como el mejor de los láudanos. Luces. Colores. Sonidos. Danzas. Todos juntos crean nuevos espacios donde caemos rendidos sin más. Orlando, atravesado/a por las palabras de una Virginia Woolf ausente y presente a la vez. Sus palabras y el sentido que les dio en esta obra literaria —, ahora convertida en onírica y teatral— atravesaron las fronteras del tiempo sin llegar a formularse el poder de sus principios. Este viaje a lo largo del tiempo y la belleza por la belleza nos muestra la pálida e inmaculada plática de unos personajes que se hablan, que nos hablan, que bailan o patinan, o se quedan en silencio. Y, sí, todo gira alrededor del tiempo y su importancia, a la exploración de la identidad del individuo y su propio cuerpo. Territorio político, como expresa la directora de esta obra (Marta Pazos). Un periplo que también nos habla del amor a la literatura, una enfermedad que Orlando padecía en las manos de una Virginia Woolf que se diluye en esta gran metáfora sobre la libertad y la muerte, igual que si estuviese sumergida tras el escenario en el caudal de agua que se la llevó. Quizá, no haya una mayor expresión de la libertad que duda hasta de la belleza, que cuando Orlando (Laia Manzanares) toma la palabra, o sobre el escenario llueven libros, o Virginia Woolf (Abril Zamora) nos recita pasajes de la novela vestida de libro. Palabras, unas y otras, que se expanden sobre hojas escritas y hojas en blanco que simbolizan la gran capacidad de expresión que éstas generan y, que en la obra de teatro concebida por Marta Pazos y Gabriel Calderón, desemboca en una ópera visual y estética como símbolo de aquello que puede llegar a significar y hacernos sentir una obra de arte, pues eso es Orlando, una obra de arte con mayúscula que, en sí misma, camina con paso firme por las turbulencias de la vida que nos rodea. Espacios soñados y nunca llegados a expresar que atrapan nuestros anhelos oníricos, por lo que tienen de inesperados y bellos. Sueños bañados por la gran música de Hugo Torres que, en ocasiones, tanto nos recuerda a la que está presente en las estéticas e inigualables películas de Peter Greenaway, de la que también es partícipe el vestuario único, atrevido e inusual, pero inmensamente mágico, de Agustín Petronio, y que, junto a la iluminación de Nuno Meira, hacen de esta obra de teatro un espacio multidimensional y sensitivo que, a su vez, manifiesta su valía a través de sus coreografías, configurando de este modo su naturaleza de espectáculo total. 

Orlando, dirigida por Marta Pazos «en una larga carta de amor» y, también, una biografía del mundo a lo largo del tiempo, donde la memoria mete y saca la aguja de la vida para unir, pero, sobre todo, para romper con los límites establecidos, porque como se nos recuerda en la obra: «La belleza y la verdad no se llevan bien». Una afirmación que nos lleva a plantearnos la diferencia entre el tiempo físico y su espacio temporal, y el tiempo del alma y su naturaleza inabarcable. Quizá, porque como también se nos dice: «El dueño de las palabras es quien las escucha». De ese lado receptivo es del que nace el deseo de ser otro, y de expresar sin miedo aquello que nos oprime con el propósito de alcanzar nuestro objetivo. Una meta que no es otra que la identificación con uno mismo y el desarrollo de una felicidad que lleva implícita la lucha por ser quien queremos ser y no quien nos imponen. De ahí, quizá provenga la frase: «El cuerpo como castillo, el cuerpo como jardín, el cuerpo como laberinto, el cuerpo como roble, el cuerpo como teatro», que Marta Pazos expresa acerca de esta obra y su indudable conexión con la naturaleza. 

Un comentario aparte merece la maravillosa escenografía de Blanca Añón, en la que las puertas simbolizan como nadie el paso del tiempo y la transformación que éste nos genera. Puertas que se abren y se cierran y se vuelven a abrir y cerrar para dar paso a este sueño donde hasta la libertad duda de la belleza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 22 de abril de 2025

PAOLO SORRENTINO, PARTHENOPE: UNA ENFERMEDAD LLAMADA NÁPOLES

 


¿Por qué necesitamos la belleza para sobrevivir? ¿De qué está hecha? ¿Cuál es su génesis? ¿De dónde procede esa mirada que nos deslumbra? Su búsqueda puede llegar a ser una enfermedad. Silenciosa. Abrupta. Incompresible. Fanática por su propensión a la locura. Espacio donde las fronteras de lo lícito son sólo oníricas. ¿Qué existe lejos de ella? Lejos de ella queda el mundo. Aquel que nos produce hastío y hartazgo. ¿Qué queda entonces tras la belleza? La nada, porque esa es la mayor muestra de esta enfermedad, una claudicación. Una claudicación que, en el caso de Parthenope, la última película de Paolo Sorrentino lleva el nombre de Nápoles. Ciudad azul. Lúdica. Luminosa y acuática, como la figura mitológica de la sirena que le da nombre a este film. Parthenope, es un mito, y una mujer nacida en el mar. Un todo que, en el caso de la belleza hecha mujer, para el director napolitano está encarnada en la actriz Celeste Dalla Porta. En este incandescente delirio de imágenes hay una pregunta que se repite: «¿En qué piensas?». A la que su protagonista responde, por fin, tras muchas veces planteada: «En todo lo demás». Ese todo lo demás, una vez vista esta historia podríamos decir que es un todo, porque abarca tanto la vida como la muerte, el deseo, el amor y la belleza. Parthenope es un artefacto fílmico que nos recuerda en ocasiones a la exuberante puesta en escena de un inconmensurable Fellini, pues sólo hace falta ver cómo se inicia ese film a través de una visión única de Nápoles desde una embarcación que se acerca a la ciudad. O mediante la carroza que se convierte en un fortín del deseo; o en ese recorrido nocturno donde se concitan personas bellos y monstruosos a la vez. Paseos nocturnos que, sin embargo, no llegan a esa máxima expresión estética que sí se alcanza en La grande bellezza y los paseos de Jep Gambardella por una Roma única y solitaria. 

Parthenope es una película ensimismada en bellas imágenes que se abaten sobre una inexistente estructura narrativa. La imagen se impone a la palabra en demasiadas ocasiones, lo que propicia el despiste o el vacío de lo inexpresivo. Sorrentino lo deja todo en manos de la mirada y la belleza mediterránea de su protagonista: Celesta Dalla Porta. Mujer nacida del mar y metáfora de una ciudad, Nápoles, que naufraga en una intensidad que se pierde en sus entrañas, y que como dice uno de sus personajes: «Es una ciudad donde se vive y se muere por motivos banales». Una banalidad que, a veces, se apodera de esta historia a medio camino entre la fantasía y el deseo. A pesar de que, Gary Oldman, el actor que da vida al escritor norteamericano John Cheever nos diga: «Tú puedes decirlo todo sin decir una palabra». Un andamio literario que no siempre soporta el espacio fílmico. Esa melancólica desidia es a la que se abandona Paolo Sorrentino cuando busca la belleza a través de los recuerdos y el feedback que éstos le producen. Memoria excesiva, en ocasiones, que se neutraliza con el contrapunto que supone en sí misma la antropología y su hallazgo. Esencia del mundo y del ser humano a la que se abandona Celeste, una vez que deja de lado la facilidad de una vida entregada a la belleza corporal y al deseo vacuo. Esa búsqueda, al principio inocente, de la esencia de la vida, le lleva al director italiano a crear y recrearse en un personaje protagonista inmerso en una distante frialdad que trata de romper con una visión hedonista de la belleza humana que, sin embargo, no llega a seducirnos como debería hacerlo dada la voluptuosidad de la propuesta. 

De ese hedonismo y frialdad nace un retrato, por momentos mágico, de Nápoles, aunque a veces caiga en la reiteración que la sumerge en el abismo, para más tarde renacer cuando creemos que todo está perdido. Y, todo ello, gracias a la luz de una ciudad y a un mar infinito en el que se recrea la cámara de un Sorrentino enfermo de la belleza de la ciudad que le vio nacer. Como dice uno de sus personajes: «Es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Una recurrente infelicidad que también le lleva a manifestar a Parthenope: «Como imposible es ser feliz siendo la mujer más hermosa del mundo». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 14 de abril de 2025

MARIO VARGAS LLOSA (1936-2025): UNA VIDA DEDICADA A LA LITERATURA

 




«Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer», manifestó en muchas ocasiones el escritor peruano, entre otras, en el discurso que ofreció en Estocolmo cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2010. Hasta llegar a ese momento, el transcurso de los días le llevó de lectura en lectura, de libro en libro, de autor en autor, a ser el literato que acabó siendo, pues él mismo se definió como lector antes que escritor. Y, entre sus muchas lecturas, que comenzaron con los libros de aventuras de Emilio Salgari o Julio Verne, recaló en Flaubert. Lo hizo, de la mano de Madame Bovary, una novela que leyó en infinidad de ocasiones, pues nunca supo zafarse de su encanto. Una loa a medio camino entre la admiración y el fetichismo literario que siempre quiso reflejar a lo largo de su obra desde sus inicios en su Perú natal, cuando escribió esas pequeñas obras maestras como son las novelas complementarias Los cachorros y La ciudad y los perros. 

La escritura a través del periodismo, las novelas, el ensayo y el teatro, fueron el manantial de una vida dedicada a la literatura. Una vida literaria que él reconoció que le fue propicia, gracias, entre otras cosas, a su tenacidad, al halago de los suyos, y a esa pizca de suerte tan necesaria en toda larga carrera que se precie. Un empeño que se fraguó en la adversidad, como el de tanto otros, desde sus difíciles inicios en París, donde lo pasó muy mal junto a su primera mujer, y donde tuvo que desempeñar múltiples oficios para poder subsistir, aunque de alguna manera, de ahí surgiese el germen que más tarde se convirtió en el boom latinoamericano junto a Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, entre otros. Un boom que, desde Barcelona y la agencia literaria de Carmen Balcells se extendió al resto del mundo. De ese amor a la literatura también surgió el miedo a los totalitarismos y su lucha en aras de ganar una libertad colectiva y personal que fuese capaz de cambiar el mundo. Él, sin duda, lo entendió así, y lo dejó plasmado en su obra literaria y ensayística, e incluso en el final de su discurso del Nobel: «Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.» De ese imposible plagado de recuerdos de su Perú natal, adolescente y de primera juventud, a su deambular por el resto de mundo se debe la mirada universal de un escritor universal. Un escribidor sumergido y encadenado a esa hechicería plagada de mentiras propias y ajenas. De ilusiones nunca confesadas, pero sí escritas en un folio en blanco; o de los sueños que, compaginados con la realidad que le tocó vivir, caminaron de la mano a la hora de descubrir esas otras vidas, esos otros amores o desilusiones, o esos secretos nunca confesados que le llevaron a seducir al mundo con la mano firme de quien cree que en los hechos de aprender a leer y escribir se encuentran la esencia de la vida, pues ambos, son los vehículos posibilitadores para dinamizar el cambio de aquello que consideramos como imposible y, de algún modo, ser capaces de hacerlo posible. Siendo éste, sin duda, el espíritu transformador de la literatura en su más amplio sentido. Una posibilidad que Vargas Llosa exploró a lo largo de sus lecturas y sus escrituras, pues no en vano su vida ha sido una vida dedicada a la literatura. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 8 de abril de 2025

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, EL GATOPARDO: EL PODER DE LO TRASCENDENTE SOBRE LO COTIDIANO, O VICEVERSA


 

La vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El Gatopardo, Lampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano. 

La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos. Acontecimientos y vidas que dan luz a una época a la que Lampedusa dota de una universalidad pasmosa, por lo que ésta tiene de alumbradora en el futuro de la Historia, como se refleja en este diálogo entre Don Fabrizio el padre Pirrone: «No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar. A la santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no». Acontecimientos y vidas que nos introducen en el corazón, e incluso en el alma de un tiempo, donde el tiempo, no era el dueño del mundo, y donde el descubrimiento de las oportunidades que proporciona siempre el cambio son medidas con la desazón de una falta de principios que puedan ser establecidos más allá del hecho revolucionario en sí. Lampedusa es consciente de todo ello y deja la posteridad al servicio de un libre albedrío alejado de sus personajes que, como buenos vividores de su tiempo, acabarán perdidos en la inmensidad de la nada. Una nada que no admite la eternidad de la santa Iglesia, pero que muchos de ellos desconocen. Fe frente a razón, del mismo modo que las sombras de la vida se depositan sobre el poder de lo trascendente sobre lo cotidiano, o viceversa. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 7 de abril de 2025

ABEL AZCONA, MADRE E HIJO. PERFOMANCE EN LA SALA DE COLUMNA DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES: UNA MADRE Y SU HIJO; UN HIJO Y SU MADRE

 


¿Qué mejor forma de celebrar tu trigésimo séptimo cumpleaños que conociendo a tu madre? Esa fantástica idea fue la que se le ocurrió a Abel Azcona el pasado 1 de abril en una sala de columnas del Círculo de Bellas Artes repleta de amigos y desconocidos ávidos de nuevas experiencias como esas. Una forma de celebrar, en principio, privada, que invade el espacio público. Espacio público, eso sí, como sinónimo de político y militante. Político por el resplandor woke que inundó de buenismo el espacio para tal representación. Y militante, por la exposición del dolor, el abuso físico, el acoso y sus múltiples perfomances que nos acercaron hasta la figura del superviviente que nos exhibió un Azcona, primero sentado mientras nos introdujo en su perfomance, y luego de pie antes de dar entrada a su madre. Porque la celebración de su cumpleaños iba de eso: «Vengo a encontrar a la madre que ha venido a buscarme». Un acto que, sin embargo, tenía truco, porque ese uno de abril, la fecha de su trigésimo-séptima onomástica, era la condición que él mismo le había propuesto a su primogénita para conocerla físicamente. No así, a través del WhatsApp y sus emoticonos cargados de retóricos mimos en forma de piolines, flores o corazoncitos rojos. 

Tal acto de amor estuvo rodeado de una gran expectación por lo que tenía de sobresaliente el primer encuentro de una madre y su hijo; un encuentro entre un hijo y su madre que quedó plasmado en un interminable suspenso de 45 minutos, que fueron los que permanecieron ambos en silencio sobre el estrado, a modo de escenario, a la espera de que en algún momento dado se rompiera ese silencio. Un silencio que, sin duda, implicó que fuese el propio espectador el que se lo tuviera que imaginar todo, salvo aquellos amiguis que lloraban desconsoladamente y llenaban las primeras filas del improvisado patio de butacas—hasta la kamikaze Angélica Liddell fue presa de tal desesperación— ante tal muestra de ternura —que sin duda la hubo—. Lo que corrobora, una vez más, que la auto-ficción está más de moda que nunca, sobre todo, si la misma va de un personaje conocido o famoso —España, la mayor de las veces, no pasa de ser un corral de cotillas, y el mundo cultural es una buena muestra de ello—. 

Al otro lado de esa invasión del espacio privado o más íntimo, por pudoroso, sobre lo público, hubo una declaración del propio Azcona que lo hizo más patente si cabe: «Me muevo mejor entre las personas que me han hecho daño». En ese espacio de solemne silencio a uno le dio por romper esa cacofonía del buenismo que dilapidó el dolor y el sufrimiento propio, y que nos fue expuesto sin más contemplaciones que unas grandes dosis de ternura que lo recubriesen para no salir manchados de sangre. Para romper esa cacofonía que ya está presente en los nombres de los protagonistas; de una parte, el Abel del hijo; y de otra, el Isabel que comparten sus madres biológica y adoptiva, a uno le dio por pensar en ese más allá que también se produjo en ese primer contacto físico del hijo con la madre. Una especie de nacimiento cárnico por la similitud con la que lo contemplamos desde la distancia, y que es fácilmente asimilable a esa liturgia que en sí misma tuvo la puesta en escena de tal acto. Una puesta en escena donde el perdón y la religión se fusionaron en el movimiento y contacto de las manos entre madre e hijo. Donde ella se asemejaba, sin mucha dificultad para adivinarlo, a una Madonna con su hijo en brazos, lo que corrobora la expresión del hijo cuando manifestó que: «Me he acercado más al arte». 

Una madre y un hijo que, en su intensa quietud sobre el escenario, nos recordaron a los montajes del video-artista Bill Viola, por esa capacidad que muchas veces tienen el estatismo y el silencio, que esta vez, hasta incluso fue privado de una banda sonora que lo acompañase o lo recogiese un poco más, si cabe. Dolor y sufrimiento. Loas a la esperanza y a la resurrección que de alguna forma se produjeron sobre el escenario. Posibilidad de transformación, eso sí, silenciosa. Quizá, porque haya que esperar a próximas perfomances donde Azcona ya sí, recurra a la palabra para trasladarnos sus experiencias sobre la auto-ficción y la vida.

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 25 de marzo de 2025

LA MÚSICA DE MARGUERITE DURAS, DIRIGIDA POR MAGÜI MIRA: NAVEGANDO LEJOS DEL AMOR


 

Igual que las tempestades se tornan en calma, el amor se diluye entre los recuerdos que nos proporciona el paso del tiempo. Exigua mirilla de la verdad que nada más que nos deja ver un plano corto que lo enfoca todo en una única imagen. Los antiguos amantes, así, se pierden en la plenitud de un presente que no comparten. Y lo dejan todo en manos de las exiguas muecas de un pasado borroso e inapetente. En este sentido, Marguerite Duras siempre ha apostado su talento literario a la plenitud de las palabras. Exiguas, a veces, o llenas de silencios como en su novela El parque; o cargadas de un deseo incontrolable, por febril, iniciático y hasta atávico como el que nos relata por segunda vez en El amante de la China del Norte, tras haberlo abordado también en su novela El amante. Palabras que van y vienen a lo largo del tiempo y, que, en el caso de La música, se nos presentan como naos que van navegando lejos del amor. Un amor ralentizado, que no olvidado, por Anne-Marie (Ana Duato) y, sobre todo, por Michel (Darío Grandinetti) que, tras la necesidad de volver a verse después de dos años —en lo que en principio es la última escena que compartirán en sus vidas— deambulan tras la distancia que las palabras producidas por su larga ausencia les deja; una distancia sin otra posibilidad que la de abordar el pasado, porque ambos hablan en pasado. De un tiempo que ahora les provoca la nostalgia del amor ausente de sus vidas y que un día compartieron hasta que se fragmentó sin remedio, porque como se dicen el uno al otro: «El tiempo se pierde siempre; o nada está más acabado que las cosas que terminan». De ahí que no haya una posibilidad real de una unión tan siquiera temporal o efímera como la que se han dado al querer compartir una noche final juntos en una habitación de hotel. Quizá, porque no haya nada más solitario para el amor que una habitación de hotel, repleta de silencios anónimos y de objetos igualmente anónimos que no son capaces de visualizar como propios. De ahí que, el uno y la otra, naufraguen en lo que su directora, Magüi Mira, ha dado en llamar como «una partitura de emociones» que, en el caso, de Anne-Marie y Michel se transforma en una coreografía distante y fría de sus cuerpos que no logran traspasar la barrera de un pequeño esbozo de la pasión, para a partir de ahí, deambular en otro lenguaje: el de los gestos y, quizá, los símbolos. Lo que nos lleva a asistir a un discurso más intelectual que pasional, y a que, por decisión de su directora, los protagonistas de esta versión sean dos personas mayores de cincuenta años, en detrimento de los treintañeros de la obra original. Aquí, sin duda, es donde la barrera del tiempo juega un papel primordial, porque al situarlos lejos de la juventud, cuando resplandecen los recuerdos lo hacen de una forma menos abrupta y más calmada, aunque bien es verdad que no por ello más cierta o incierta, tal y como sucede cuando la posesión de él sobre ella es manifestada como un símbolo de poder infinito cuyo objeto final es el de la muerte de la persona amada, lo que de repente le convierte en un dios del olimpo ataviado de un poder infinito que, él, como hombre, sólo puede expresar a través de la palabra y no de la acción por  mucho que la concepción del amor tenga de posibilitador de una incansable repetición. La que ellos han querido compartir de nuevo, a pesar del engrosamiento de una realidad que no les deja romper con su presente, y que se traduce en un eco repetido en distintas ocasiones a lo largo de la obra: «¿Entonces qué hacemos con los muebles?», donde los muebles son la metáfora de aquello que ahora les queda en común. Objetos y no sentimientos que serán olvidados en el desván de sus respectivas memorias. 

La música, es una obra de teatro que se nos presenta como una partitura interminable del amor, a la que su directora ha querido darle un tono pausado, incluso desapasionado, salvo raras excepciones; una obra en la que no se visualiza de una forma clara la química actoral entre Darío Grandinetti y Ana Duato, quizá, porque él llevaba diez años sin pisar las tablas de un teatro y ella mucho tiempo más. Se sienten tan temerosos de sí mismos que, muchas veces, sus diálogos apenas son perceptibles para los espectadores que se encuentran algo más alejados del escenario, lo que marca una distancia insalvable entre la obra y los espectadores como si ambos, esta vez sí, estuviesen navegando lejos del tiempo y el espacio que nos proporciona el amor.

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de marzo de 2025

LA HABITACIÓN ROJA, CREAR: UN CANTO A LA VIDA



 

Hay historias que llegan para quedarse. Hechos en nuestras vidas que nos dejan una huella indeleble en el corazón y nos acompañarán hasta el final de nuestros días. Experiencias que son un todo, porque sin ellas no seríamos lo que somos: ese amasijo de huesos que, en el fondo, están dominados por el alma. Una materia intangible que es lo que nos convierte en personas. De esa materia que ni se ve ni se toca, está hecho este último álbum de La Habitación Roja, Crear. Un disco que, sin duda, está y estará entre los mejores de su carrera por su verdad, dignidad y acierto a la hora de cantar a la vida, porque eso es Crear: un canto a la vida con sus luces y sus sombras; un canto en el que se juntan el amor y la pérdida, la juventud y su melancolía, el destino y los finales. A este LP, por si fuera poco, le acompañan unas melodías que nacen lentas y van in crescendo hasta límites tan insospechados como inimaginables, porque recorren unas sendas magníficamente acompasadas entre letra y música, lo que las convierten en salmos de espiritualidad que en la voz de Jorge Martí alcanzan cotas líricas de gran calado. Una profundidad que es la pura esencia de Crear, por ser éste un compendio de temas que nos hablan del útero del que procedemos. Del milagro de la vida que se abre paso el día que nacemos, y de la posibilidad de llegar al cambiar el mundo. Una transformación en forma de canciones, letras y músicas que nos salvan o nos dan un poco de luz cuando las escuchamos por primera vez y las volvemos a retomar una y otra vez, pues en cada audición van saliendo y sobresaliendo nuevos matices en letra y música. No cabe mayor apuesta hacia este disco que la de su primera canción, Crear siempre es mejor que destruir, tal y como hicieron en el inicio de su concierto en la sala But de Madrid. Arropados por una pantalla llena de un mar azul que era la mejor banda de imágenes para una gran canción, cuyos estribillos: «Crear siempre es mejor que destruir […] Crear te ayudará a creer en ti» son el leitmotiv de un sinfín de intenciones existenciales que traspasan la barrera de la música. Unos temas que, como en el caso de El Duelo nos recuerda en sus inicios a la atmósfera musical de grupos como The Cure y que continua con una gran proyección de guitarras y unos teclados cada vez más presentes en las composiciones del grupo. A los que hay que añadir la voz de Jorge que va en busca del amor en sus múltiples variantes, lo que de alguna forma le diferencia de su querido Ricardo Lezón, por la multiplicidad y variantes que nos ofrece en este disco de relaciones humanas que van desde las maternofiliales a las gobernadas por apasionadas despedidas, o las que recorren la melancolía de una juventud que se afana en la búsqueda del ayer: «ayer me quedaba mañana y hoy solo me queda el ayer» presente en la canción Las olas, sin duda el tema más nostálgico de un disco que escarba en las reminiscencias de nuestro pasado y, que en el caso de esta canción, tiene un preponderante matiz mediterráneo por la luz que desprenden su melodía y su letra. Una simbiosis que se traslada a la intensa comunión que el grupo tiene con sus seguidores y que, como pudimos comprobar el pasado 22 de febrero en Madrid, alcanzó su zénit, una vez más, cuando interpretaron su hit Ayer; una canción que por sí sola vale toda una noche alrededor de este grupo valenciano, capaz, como pocos, de ponerte el corazón en un puño. Verdad, dignidad, profesionalidad y una gran capa de magnetismo que engendran grandes momentos en sus directos siempre álgidos y únicos. 

Crear si por algo se caracteriza es por el alto nivel musical de todas las composiciones, donde cada uno tendrá sus temas favoritos, pero sin que el resto pierda un ápice de protagonismo, pues en cada uno de ellos hay matices que los singularizan del resto. Un ejemplo de ello son Los seres queridos, con una gran carga emocional, a la que no le falta Svalbard, que se caracteriza por la fuerza y el ritmo alto de sus guitarras. Y, que alcanza sus mejores sensaciones, en La calle de la soledad, un corte en el que se aúnan el amor, la fragilidad y la fuerza, todas ellas capitaneadas por unos riffs de guitarras y vaivenes rítmicos que explosionan en unos versos que funcionan a la perfección con la música: «Aquellas cartas que me mandabas, cuando las cartas eran ventanas». Ventanas que se abren en un canto a la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de marzo de 2025

EL GATOPARDO, SERIE DE NETFLIX CREADA POR RICHARD WARLOW: UN VIAJE A LA LUZ DEL PASADO



 

«Roma o norte» se puede leer en la gigantesca peana sobre la que se sustenta la estatua ecuestre de Garibaldi en la cima del Gianicolo en Roma, donde a las doce del mediodía se sigue lanzando una salva como recordatorio de su gran hazaña: la unificación de Italia. Una expresión que podemos utilizar como punto de partida de la serie El Gatopardo, porque nadie mejor que ésta puede hacer de testigo del paso del tiempo y de la conocida frase pronunciada por Tancredi: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Una sentencia que, en sí misma, es la mejor muestra del inmovilismo que rodea tanto a la vida privada como pública de los acontecimientos y los personajes de este serial italiano. Más allá de su trascendencia en la magna obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y del magnífico soporte estético, ideológico y literario que posee en su novela, el inmovilismo que se nos muestra en la serie de Netflix, bajo la creación de Richard Warlow, es una pose sobre todo estética, por lo que tiene de poderosa la luz con la que están filmados sus jardines, sus flores, su vegetación, sus palazzos, o incluso el mar (apenas perceptible en la serie) de la costa siciliana. A la que hay que añadir el poder de la melancolía que ésta tiene sobre los acontecimientos y los personajes de una trama que está retratada de una forma más amplia que en la película de Visconti gracias a su formato de seis episodios, y a sus casi seis horas de duración en total. No obstante, no es toda una búsqueda de la belleza lo que surge de esta adaptación de El Gatopardo, sino también la recreación de unos sucesos que a día de hoy se nos muestran de una actualidad aplastantes, porque sentencias como la que pronuncia Tancred, nos dan la medida de la maldición a la que estamos abocados: la del fracaso y la deslealtad. Quizá, nadie mejor que el propio Don Fabrizio, magníficamente interpretado por Kim Rossi Stuart, para delatarnos, con la transformación de su mirada, el declive de una forma de ser y estar en el mundo que, accede a la adaptación de los nuevos cambios sociales y políticos, pero no así a implantarlos en su propia vida. Esa distancia entre lo público y lo privado es una muestra más de la ampulosa hipocresía que nos gobierna. Si bien es cierto que frente a ella se erige la dignidad por mantener el futuro y la estirpe de toda una familia que, a su vez, representa muy bien el propio Don Fabrizio que, junto a su hija Concceta —Benedetta Porcaroli, conforman esa doble virtud que cae en las tentaciones y se levanta gracias a la fuerza de una responsabilidad que no se aprende en el día a día, sino que se lleva en la propia sangre. Existencias, todas ellas, gobernadas por el cambio y la premura que, tras ese tul de revolución y pasión que las envuielve, la serie nos presenta en una concatenación de sensaciones estéticas y vitales que nos recuerdan la belleza de Italia y de su luz que, en el caso de Sicilia, es un paradigma de un encanto incomparable. Una hermosura que, va desde la forma en la que se nos presenta la villa donde viven el príncipe de Salina, Don Fabrizio, y su familia, hasta el interior de sus majestuosos salones, y de unas habitaciones apenas disimuladas por un luz siempre omnipresente, y cuya calidez se deposita sobre los rostros de unos personajes que se mueven alrededor de un entorno, en el que la dejadez y la melancolía, son sus mejores virtudes. Pues de esa melancolía, a la que acompaña la pérdida de una forma de ver y vivir la vida, surge esta serie que, en sus seis episodios nos retrata la Italia decimonónica que se encamina hacia una única patria italiana —la que ahora conocemos— y que acabará con la adhesión del Estado Pontificio de Roma el 20 de septiembre de 1870. Punto final del largo proceso de unificación italiana conocido como el Risorgimento. En esas turbulencias revolucionarias, se basará su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, para mostrarnos el desmoronamiento de una época que, en el caso de esta serie, nos es mostrado bajo el influjo de un viaje hacia la luz del pasado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 6 de marzo de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL ÚLTIMO ENCUENTRO: LA PASIÓN, EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD


 

La pasión, esa aliada del deseo y la aventura. De la posesión y la envidia. De la traición y la culpa. Hay ocasiones, en la vida, que el río subterráneo que la recorre no es capaz de contener la furia del destino. Como se nos dice en esta novela: «… es la mayor tragedia con la que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano.» Ese es, sin duda, el sentir de los protagonistas de esta historia donde se dan la mano la pasión el amor y la búsqueda de la verdad. Y, donde la falsa apariencia de sus anhelos, más tarde, se revolverá en su contra bajo el prisma de una amistad que en el fondo no es tal, por estar ésta dañada por la sombra de la deslealtad. El amor, y todo lo que éste engendra, en la novela, es advertido como un mal mayor que a medida que pasa el tiempo se hace soportable por la ayuda de los recuerdos de una memoria que se encarga de aminorar o falsear bajo el prisma de la mentira que nos acoge cuando la vida se apaga y se encamina hacia la muerte. Sándor Márai, en El último encuentro se regodea de un profundo monólogo con el que el general Hendrick nos va desgranando las entrañas del alma humana. Una vida que, al escritor húngaro, le sirve de ejemplo de todas aquellas existencias marcadas por el engaño y un falso destino falso que acaba abocado al silencio. En este sentido, los largos parlamentos de Hendrick se refugian en los silencios que los acogen a él, a su esposa Krisztina y, al amigo de ambos, Konrad. Un silencio que el escritor húngaro confronta con el símil de la llama del fuego de la pasión y las cenizas que ésta genera. Todo ello, servido en un juego de declaraciones y secretos que se hallan muy cercanos al lenguaje del teatro. 

Sándor Márai nos recuerda a Iréne Némirovsky cuando nos habla del orgullo, el honor y el deseo y, hasta la forma de reaccionar de su protagonista, nos lleva a las de los personajes de la escritora ucraniana. Unos y otros víctimas de esa sangre caliente que recorre sus cuerpos por más que aparenten frialdad. Un volcán de sentimientos que al final les pasará factura por más que no lo admitan o declaren. En este sentido, tras una magnífica primera parte, donde se nos muestra el inicio de la amistad entre Hendrick y Konrad, asistimos a una segunda en la que Márai extiende demasiado su argumento sin llegar a una conclusión concreta, por más que su prosa esté poseída por la melancolía y un estilo literario inconmensurable lleno de detalles literarios de gran altura. Sin embargo, esa amplitud de ideas y secuencias de imágenes y hechos deberían estar más justificados. Baste resaltar el largo monólogo del protagonista acerca de la caza, tras el cual se llega a un desenlace que sólo es el inicio del siguiente en el capítulo que va a continuación (como si fuera un acto más de una obra de teatro). Es cierto que, el poder que tienen la venganza y los recuerdos que ésta genera, están sublimados hasta el límite, y que el propio Márai trata de dejarnos una buena muestra de ello, lo que no es óbice para pensar que podría haber recortado esta novela. Bien es cierto que habría que recordar que la novela está ambientada en el año 1941, en plena Segunda Guerra Mundial y que, el sentimiento de un europeísta como él no debería pasar por el más plácido de los estados, ya que, como le ocurrió a Stefan Zweig, nunca se fio del poder devastador de los totalitarismos. Quizá, sea en esa entelequia donde se refugie el último sentido de esta novela, donde la traición de los más cercanos puede llegar a representar la traición de todo un pueblo, el europeo, en este caso, que nunca quiso ver las señales de alarma y peligro que le acechaban. Sea como fuere Sándor Márai nos deja un fiel retrato de las incertidumbres que rodean al alma humana. Sombras en las que la deslealtad y la traición aún son capaces de dejar un espacio a la expiación de la culpa. Una culpa que recorre la pasión, el amor y la búsqueda de la verdad, por más que llegado un cierto momento de nuestras vidas, la verdad ya no tenga más sentido que el descanso de los mártires.  

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 2 de marzo de 2025

CUENTO DE INVIERNO, DIRIGIDA POR JUAN CARLOS CORAZZA: LAS SOMBRAS DE LA VERDAD

 


El tiempo, como muy bien se nos recuerda al inicio, es ese motor que todo lo puede, e incluso perdona. El tiempo y su capacidad para redimir la locura y la venganza. El tiempo y su tránsito hacia el perdón, la rectificación o la dicha. Axiomas, todos ellos, que caracterizan esta adaptación de una de las obras tardías de Shakespeare, en las que abandona ese misterio que reinaba su producción teatral inicial. Un misterio que años más tarde también compartió con él John Keats, el poeta de la melancolía inalcanzable. Una melancolía que también hace acto de presencia en la última parte de este Cuento de invierno, donde a través de la redención de la culpa se busca la felicidad. Algo que podríamos considerar como inaudito tras el primer acto cargado por los celos, una lealtad mal interpretada —o al menos oscura— que le sirven al dramaturgo inglés para explorar la locura y la venganza: «Mi vida vale lo mismo que tus fantasías». Hay en esta carga dramática inicial una intención de arrastrar al público hacia una clásica tragedia cargada de oráculos, dioses mitológicos y personajes intrigantes que se mueven entre bambalinas para demostrarnos sus artimañas a favor o en contra del restablecimiento de una juiciosa verdad que se ve aplastada por los celos. A esa búsqueda de la verdad, nos ayudarán a vislumbrarla un elenco de actores muy equilibrado, y con una puesta en escena sencilla basada en la labor coral de todos ellos. Un equilibrio que demuestra las grandes dotes de dirección de Juan Carlos Corazza, que nos dice que: «El teatro de Shakespeare siempre es noble, hace bien al público». Y, bajo esa premisa, Espacio Teatro Zafra, ha inaugurado su andadura en la cartelera teatral madrileña con este comedia o romance tardío como lo han calificado los críticos. Un Cuento de invierno que, en este caso, descansa sobre el gran protagonismo que en el mismo desarrollan las mujeres —de ahí, quizá, devenga su mayor punto de actualidad—. Su director, en este sentido, visualiza muy bien esa carga de libertad que representan las actrices de la obra. De todas ellas, destacan tanto Alicia Borrachero como Laura Ledesma y Laura Calvo. Tres mujeres que nos irán introduciendo en una sucesión de intrigas y malentendidos que nos llevarán desde el sigilo al tormento, o de la codicia al engaño. Entre, todo ellos, sobresale el magnífico efecto de la elipsis de los actos finales, en los que las danzas, romerías y bailes nos traerán, al final, algo de luz a la tragedia. De esa nobleza de la que nos habla su director es de la que se beneficia una parte final de la obra que, como un cuento de los de toda la vida, explora la magnificencia del perdón, la virtud y la luz que se abre paso entre las sombras de la verdad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 24 de febrero de 2025

LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ DE CARLOS ARNICHES BAJO LA DIRECCIÓN DE JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE: EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD


 

El amor y la búsqueda de la felicidad frente a la chanza, el embuste, o el engaño como patrimonio de esa vida que, al primero que se le precita encima, es al que la patrocina. Siempre se dice que la mentira tiene las patas muy cortas, y a eso es a lo que asistimos en esta magnífica reposición de La señorita de Trevélez de Carlos Arniches en versión de Ignacio García May y dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Lo primero que hay que decir de esta nueva puesta en escena es el gran homenaje que Pérez de la Fuente hace al teatro español con mayúsculas. Un reconocimiento que ya está implícito en la antesala de la función con el más que acertado holograma de Fernando Fernán Gómez que, aparte de dar nombre al Centro Cultural de la Villa de Madrid, con su presencia, nos recuerda a ese genio tan particular como entrañable que fue. A este recordatorio, hay que añadir la mención que se hace a lo largo del texto —un texto con un lenguaje vivaz, elocuente, arrollador, a veces, inteligente siempre, por lo que tiene de actual la versión de Ignacio García May, con frases absolutamente geniales: «Cuando hay que ocultar algo, nada mejor que la prensa», lo que se reafirma con el nombre de los periódicos, «La Voz, El Baluarte, La Muralla» — de autores como El Arcipreste de Hita, José Zorrilla, Tamayo y Baus o, allende de nuestras fronteras, del propio Hamlet: «Volved a Hamlet, volved a Hamlet», como nos recuerda uno de los actores. A lo que hay sumar la extraordinaria dirección de actores de Pérez de la Fuente, a través de unas perfectas y coordinadas coreografías, entradas y salidas de actores, fiestas o bailes, que nos hablan de su gran capacidad a la hora de transmitirnos el don del ritmo consecuente con un texto actual y único. Una más que notable manifestación de ese TEATRO TOTAL, al que asistimos a lo largo de la obra que, por no obviar, no olvida ni al público asistente a través de la interacción de los actores con el patio de butacas. En esta plenitud teatral hay que resaltar también la espectacular escenografía de Ana Garay con tintes tan acertados y cómicos como son los balcones móviles que acompañan a los actores, y el diseño de vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, con detalles tan únicos como expresivos —no se pierdan los majestuosos alfileres de las chaquetas de los actores—. Un elenco actoral que, su director, ha sabido elegir y unir con un acierto encomiable, pues desde el primero al último de ellos/as, está a gran altura a la hora de dar vida a sus personajes. Si Daniel Albaladejo como D. Gonzalo está inconmensurable, Silvia de Pé como Flora de Trevélez está aún mejor, si cabe tal calificativo. Lo mismo se puede decir de Daniel Diges como Numeriano, o Críspulo Cabezas como Tito Guiloya, y del resto del reparto que, con gran acierto, dan vida a esta obra de Carlos Arniches que se nos presenta más actual que nunca con ese doble sentido de las palabras, o el aguijón directo ante la realidad de un país como el nuestro: «Tapamos una mentira con otra más gorda, como el Gobierno de la Nación». ¿Acaso cabe más verdad en una sola frase? O esta otra: «Se mata con libros y no con armas». 

Además de todo lo dicho, La señorita de Trevélez es, ante todo, la representación del amor como fuente de virtud y sumidero de desdichas que surge como gran homenaje al teatro, pues es el amor el que desde un inicio, con la introducción del Don Juan Tenorio, hasta el final, cuando se descubre la chanza o enredo de la obra, el que mueve entre bambalinas no sólo la acción, sino también el alma de la obra, porque como muy bien se nos recuerda a lo largo de la misma y al final: «La felicidad es un pájaro azul que se posa en un minuto de nuestra vida y que cuando remonta el vuelo, Dios sabe en qué otro minuto se volverá a posar». Bendito pájaro azul que representa al amor y la búsqueda de la felicidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 21 de febrero de 2025

TERESA URCELAY, EL PERRO Y EL CORDERO: AULLIDOS DE UN CORAZÓN SALVAJE

 


Heridas y sus hallazgos. Grietas y la esperanza que tras ellas haya algo de luz. Preguntas que buscan respuestas tras el color púrpura de unas trenzas doradas recién cortadas. Caminos y sendas que narran las pérdidas que transitan de la niñez a la adolescencia, y de esa insatisfacción de la que están hechos los sueños. Aullidos del perro y el cordero. Aullidos de un corazón salvaje. Ahí es donde se encuentran una parte de los enigmas y razones de este alumbramiento literario. Un debut, el de Teresa Urcelay, que expresa muy bien la valentía que conlleva el hecho de ponerse a escribir. Una valentía que ella refleja en poemas llenos de rasguños e insatisfacciones. De dudas y sangre. Una sangre que brota y recorre su piel. Sangre observada desde un lirismo que no entiende de más cortapisas que la propia vida. Sangre caliente llena de verdad. La suya. La propia. En sus versos, una vez más, asistimos al rescate de una vida a través de la literatura. Un trasunto que nos zarandea y, a veces, nos muestra el reflejo de la luz del sol que se detiene como un halo de magia sobre nuestros sentidos. En este sentido El perro y el cordero es un testamento autobiográfico —¿quién dijo que la autoficción está sobrevalorada?— en el que Teresa mira sin miedo a sus entrañas. A esa necesidad que la lleva a preguntarse: «¿Y si todo no es más que esto?», o «Si es todo sonreiré, pero […] Un corazón que solo ha conocido el hambre; el hambre es lo único cierto.» Una necesidad de saber y conocer que la lleva a transitar y experimentar con una multiplicidad de voces: la propia, la de la madre, las amigas, o el padre. Versiones distintas sobre los recuerdos que la llevan a forjar una expresividad en sus poemas que desembocan en la parte de atrás de los sentimientos. Oscuridades que marcan la ira, el egoísmo y la furia, sobre todo, cuando aborda temas como la fe, la religión, la maternidad o la comida. Ahí, donde coge la mano de la madre y, a su vez, la rechaza, asistimos a la demarcación de un espacio propio, donde la hija y el reflejo de la madre, y viceversa, conforman un universo cerrado que no deja de dar vueltas sobre sí mismo. Un caleidoscopio —como diría la autora—, que acepta una gran amalgama de colores y sensaciones que nos descubren influencias como la de Sylvia Plath: «Imaginé que volverías como dijiste, / Pero crecí y olvidé tu nombre/ (Creo que te inventé en mi mente)». 

El perro y el cordero también deposita su atención sobre los mitos como, por ejemplo, lo son las figuras de Perséfone o Galatea; o la religión, a través de la Virgen María que, a su vez, se desdobla en María Madre, o María como símbolo de pureza. Metáforas que la autora emplea para retrotraer al presente los recuerdos de su nacimiento: «Hay un reloj colgado en la pared/ de esta habitación del Hospital Reina Sofía / que ofrece su tranquila canción y da la una. / Con su perdón, espero a nacer / en la quietud de esta madrugada sin luna. […] Fuera es enero, las carreteras están heladas»; o de su niñez, adolescencia, o el colegio y sus amigas. Tránsitos que avanzan a lo largo y ancho de los días sin nada —en algunos aspectos sus proclamas nos recuerdan a la biografía del desasosiego que abrazó con tanta intensidad Fernando Pessoa— y la obligan a replantearse: «Y si hay más, ¿cómo saberlo?». Inquietudes que poco a poco encontrarán nuevos interrogantes y salidas, como se puede apreciar en el tercer bloque de este poemario en el que ya se atisban los primeros destellos de la aceptación del propio cuerpo y el nacimiento del deseo.   

Teresa Urcelay en El perro y el cordero da luz a un maduro y prometedor nacimiento literario forjado en ese desasosiego vital que nos condena a la duda. Una duda que nos mantiene vivos y en alerta. Una duda por la que no hay que pedir perdón, aunque éste sea la mejor fórmula para expresar un resurgimiento bajo el eco de los aullidos de un corazón salvaje.

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 13 de febrero de 2025

ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADA

 




Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma. 

Árida es un territorio propio de penitencias y de lucha. La del ser humano frente a la muerte. Contra el tiempo y la ausencia de recuerdos. Contra el viento que borra huellas y vidas. Y, sobre todo, es la historia de tenacidades que nunca se rinden ante el olvido. Así nos lo cuenta el personaje de La guardesa, argamasa de las historias de esta historia cuyo punto final es Árida, ciudad-fantasma que representa un viaje hacia el punto final donde se halla la nada. Esa nada que nos recuerda que: «polvo eres y en polvo te convertirás». Desde esa hipotética nada surge un modo de narrar cargado de tintes surrealistas donde la crudeza de la realidad se da la mano con el suspiro poético presente en muchas de sus frases. Construcciones gramaticales que van y vienen para darle a la novela un carácter cíclico, pues ese es uno de los mensajes que la misma atesora. Formas de expresión que vienen determinadas por la importancia que el autor le da al estilo narrativo —tan denostado en la última época—, fijando su atención en cómo se cuenta una historia que, por no tener, no precisa de un principio y un final, aunque esta novela los tenga, sino que se trata de crear universos literarios que buscan la excelencia por encima de la banalidad actual, y dejan al lector ese margen de reinterpretación de un texto que habla de todos nosotros. De ese último viaje hacia la nada. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de febrero de 2025

SAKIKO NOMURA, EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA “TIERNA ES LA NOCHE” EN LA FUNDACIÓN MAPFRE: EL MUNDO A TRAVÉS DE LAS SOMBRAS

 



Caminar con paso decidido entre sombras. Por universos que nacen de un instinto felino capaz por sí solo de dar vida a lo inimaginable por incierto. Un casi negro sobre negro. O, quizá, la exploración del sueño sobre la realidad. Ahí, donde las formas pierden sus límites y adentramos en la vulnerabilidad del mundo sensible. Un territorio donde las percepciones no precisan de lo empírico, y sí de lo onírico. De esa fuerza brutal de lo indeciso e inesperado surgen las naturalezas apenas adivinadas, los cuerpos desnudos difuminados en la oscuridad, o las flores sobre un intenso fondo negro que la fotógrafa japonesa Sakiko Nomura expone en la Fundación Mapfre de Madrid. Una primera y gran retrospectiva de la artista nipona que nos muestra su gran habilidad a la hora de mostrarnos los universos ocultos que se nos hacen presentes sin que nosotros, en una primera instancia, seamos capaces de adivinar. De esa ambivalencia entre la luz y la oscuridad surgen mundos que nos abren puertas hacia nuevos territorios donde se dan la mano el hiperrealismo fotográfico de sus grandes flores e intensos colores que se nos aparecen como retratos no humanos de vida y solemnidad, pues solemne es la apuesta que se nos muestra delante de nuestros ojos; hasta sus cuerpos desnudos cargados de un erotismo y una sensualidad explícita. De esa primigenia forma de mirar el mundo tan presente en su obra, Sakiko Nomura se revuelve sobre sí misma para deleitarnos con espacios inertes y cotidianos de unas naturalezas muertas compuestas de árboles que nacen de la noche más oscura, como si fueran unos mágicos fuegos artificiales que se nos aparecen sin pedirlo en modo de mágica sorpresa, pues deambulan por un alambre difuso entre lo visto y lo sorprendente. Aquí es donde podríamos decir que sus fotografías nos relatan escenarios propios de las películas de David Lynch, con personajes agazapados en la noche, como es por ejemplo la instantánea del elefante manteniendo el equilibrio, y que nos sugieren la percepción de lo onírico de una forma directa. Oscuridades y sombras que nos narran un mundo subversivo como es el que transcurre en las horas en las que el mundo duerme, salvo nuestro inconsciente. 

Tierna es la noche también es un viaje literario a lo largo de los cuerpos desnudos de hombres (sobre todo) que se enfrentan a camas de sábanas blancas, en contrapunto con la tez más oscura de sus modelos. Hombres-modelo en los que se percibe la búsqueda de la empatía del espectador en un juego de atracción y escapismo cuando el retrato se pierde en la densa oscuridad de una noche que se desdeña como fruto del deseo. Imágenes que también nos muestran la amplitud del deseo en los cuerpos entrelazados en los que, en este caso, se nos priva de la visualización de los rostros, para dejarlo todo en mano de la imaginación del espectador. Aquí es donde la artista japonesa rinde homenaje al escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald, y donde nos revela, de alguna forma, la fascinación por esa primera opulencia que más tarde se apaga hasta caer en un pleno declive. Esa búsqueda inicial del deseo a través de cuerpos jóvenes y atractivos es en algún sentido tierna, a la vez que provocadora, por lo que tiene de invasiva en nuestros sentidos, por tratarse de imágenes que tienen tanta fuerza que nos invitan a imaginar y a completar lo que se nos muestra: el mundo a través de las sombras.  

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 7 de febrero de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL MATARIFE: UN RETRATO ATEMPORAL Y LÚCIDO DE LAS MÁS OSCURAS MISERIAS HUMANAS


 

La literatura centroeuropea de principios del s.XX está copada por grandes escritores. De Stefan Zweig a Thomas Mann, o de Walter Benjamin a Sándor Márai, sólo por poner unos ejemplos. Todos ellos representan esa desazón que se hiso dueña del paso del s.XIX al s.XX. Un quiebro del destino de los que la literatura ha dejado muchas huellas en las que buscar los porqués de los cambios políticos, económicos y sociales que ocurrieron en esos años. Y del destrozo que causó una inconclusa Primera Guerra Mundial que conllevó la no menos fratricida Segunda Guerra y determinaron y marcaron, sin duda, el alma creativa de los artistas que las sufrieron y vivieron. El caso de Sándor Márai podría ser un ejemplo de ello, pues en esta ópera prima titulada El matarife, asistimos a ese desglose sutil, certero, y también determinante, del alma de un joven que fue engendrado por sus padres tras asistir a la muerte de una mujer en un circo. Un hecho que se torna en decisivo cuando en su adolescencia golpea con un palo a una niña de diez años provocándola grandes daños en su cabeza y su visión. Esta carrera sin límites, hacia la semblanza de un asesino, el escritor húngaro nos la va describiendo con un estilo narrativo audaz y lleno de esos pequeños matices que lo hacen distinto y distinguido. Un estilo, donde lo superfluo, poco a poco, deja de serlo para convertirse en fundamental. En este sentido, el paso de Otto, el protagonista de esta novela corta, por un matadero de Berlín donde le lleva su padre cuando por fin parece haber encontrado el destino de sus debilidades y habilidades, y tras haber asistido en un caluroso día del mes de agosto al sacrificio de un buey y su posterior paso como soldado en la Primera Gran Guerra marcan los espacios geográficos en los que Sándor Márai perpetra este singular retrato de un joven que representa muy bien a toda una generación, y a la posterior connivencia de las sociedades futuras con la violencia. Un perfecto caldo de cultivo de la destrucción de las futuras guerras. 

El matarife destila a la perfección esa inquietud que manifiesta el ser humano por todo aquello que sucede a su alrededor y le lleva a dar luz a su desvelo, en este caso a través de la literatura, sobre los sucesos que les han tocado vivir. En esta novela corta, tanto el estilo como la intencionalidad literaria del escritor húngaro recuerda en muchas fases a la que también expuso Stefan Zweig sobre una sociedad, la europea, que acumuló sus más notables índices de putrefacción con el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Ese determinismo hacia la fatalidad y, a la que se antepone el arte, nos hace ver muy a las claras el carácter reivindicativo y comprometido de un autor que, al igual que Zweig, tuvo que abandonar su país por culpa de los totalitarismos. De ahí, que no resulte extraño el carácter testimonial y de denuncia de una carrera literaria que se inició con esta novela corta en la que se hallan presentes la maestría de un gran escritor junto al retrato atemporal y lúcido de las más oscuras miserias humanas. 

Ángel Silvelo Gabriel.