domingo, 9 de agosto de 2009

CANARY WHARF: LONDRES.


Ese día nos levantamos tarde, porque trasnochamos el día anterior y nuestras piernas no estaban preparadas para afrontar las seis o siete horas de dura caminata por la ciudad de Londres. Por eso, decidimos quedarnos en casa y salir después de comer a dar una vuelta por los alrededores. Nuestra idea inicial fue dirigirnos en sentido contrario al que siempre íbamos, de ahí, que exploramos la zona que se encontraba pegada al ríoTámesis, pero en sentido sur. Cuando pasamos el parque y el lago lleno de patos y pequeños veleros, giramos a la derecha y nos metimos de nuevo en un barrio residencial de pequeñas casas de dos plantas, típicamente inglesas, pero que la cercanía del río y esa brisa que te refresca la cara y que te engaña en el esfuerzo, no nos hacía presagiar que nos encontrábamos en Londres, sino quizá, en ciudades con Bath o Brighton.
Atravesamos pequeños puentes elevadizos de madera y tabernas con sus terracitas y bancos también de madera, que resultan ideales para tomar algo al caer la tarde, y seguimos andando hasta que dejamos a un lado tan idílico paraje para acabar en un barrio obrero del East India (creo que ya lo he comentado en alguna ocasión, pero si por algo se caracteriza el espacio geográfico londinense es por la mezcla de razas y por la proximidad entre lo mejor y lo peor en apenas unos metros y separados por una pequeña calle).

De nuevo giramos a la derecha, dejando a un lado la estación del metro de la línea verde DLR (West Indian Quay) que recorre los Docklands, y que deberíamos haber cogido para hacer más llevadera nuestra espontánea excursión. Cuando parecía que la cuesta que habíamos empezado a subir no tendría fin, a pesar de que el inmenso hotel que teníamos enfrente parecía que se encontraba muy cerca de nosotros, giramos a la izquieda dejando a un lado un paso subterrráneo, y por fin, empezamos a deslumbrarnos por el gran tamaño de los rascacielos de Canary Wharf. Pero a mí, lo que más me llamó la atención en ese momento, fue el bar español que había al inicio del canal, en el que se anunciaba los partidos de la Eurocopa junto a las raciones de jamón ibérico.
Más que contaros la grandiosidad de ese pequeño Manhattan londinense, a mí lo que más me sorprendió, amén de los inmensos canales con puentes y los barcos veleros de madera, fue el increíble hormigueo de personas a la salida del trabajo. Estando allí, entre tanto ejecutivo con corbata, te sientes como si hubieses profanado un lugar que al que no has sido invitado, y te das cuenta de varias cosas. Una de ellas, es la sensación de que allí está pasando algo, y en este caso me refiero a lo que ocurre dentro de los edificios (más tarde me enteré que Canary Wharf es uno de los tres centros financieros más importanes del mundo, si lo unimos a la City) y otra, es la necesidad de comuncación que tenemos los seres humanos. La salida del trabajo en ese maravilloso día de verano no era la de las típicas personas que hablan del trabajo, o al menos eso me pareció a mí, sino que sus caras reflejaban que hablaban de ellas mismas, ajenas al mundo financiero que transcurría a pocos metros de distancia. Esa fue la otra gran sensación que me atrapó de ese lugar, que personas con currículums brillantes de todo el mundo, se reunieran entorno a las mesas de elegantes bares y restaurantes contándose parte de sus vidas, sus anhelos y sus sueños, algo que a mí me pareció muy emocionante.
A la vuelta, nuestra valentía inicial nos había pasado factura en nuestros maltrechos pies, y decidimos volver a casa en Metro. Lo hicimos estrenando la estación de Metro de Canary Wharf diseñada por Norman Foster y que posee una larguisíma escalera mecánica (dicen que proporcional a la altura de los rascacielos) y que acaba en un no menos gandioso hall. Estupefactos de tanto flash e imagen guardados en nuestras retinas, cogimos la Jubilee Line cogidos de la mano y sólo pensábamos en tomarnos una pinta en el Pub del Ahorcado cuando llegáramos a casa.

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