Ayer estuve dando una vuelta por el Centro de Arte Reina Sofía y sus alrededores. Respecto de los alrededores, prefiero no hablar, porque llevo unos años en los que me traen muy malos recuerdos, a veces incluso, cercanos a la pesadilla. En cuanto al Museo, deciros que hubo un tiempo en el que me convertí en asiduo del mismo, es verdad, que no siempre era para visitar sus colecciones de arte, sino que iba allí para compartir la información del taller de radio que realizaba en Radio Luna con uno de mis compañeros de fatiga, pues él trabajaba en el Museo.
Pero como digo, eso fue hace mucho tiempo, y ayer la idea era visitar las esculturas de Juan Muñoz. Mi escaso conocimiento de este escultor español venía precedido de la restrospectiva que del mismo ofreció la Tate Gallery en Londres al poco tiempo de su fallecimiento, y por haber sido el marido de la escultora española Cristina Iglesias, autora entre otras obras de una de las puertas de acceso a las nuevas salas de ampliación del Museo del Prado. De ahí, que en ese desconocimiento, mi sorpresa vino al contemplar parte de lo que fueron sus primeras obras: barandillas, puertas, ventanas o letreros que en principio nada se parecen a sus posteriores figuras en tonos grises de pequeños hombrecillos, la mayor de las veces sonrientes.
Después del leer el folleto que nos ilustra un poco la visita, y dado que yo no soy un especialista en arte, ni este blog va dirigido a especialistas en el mismo, puedo decir que comparto con Lynne Cooke esa sensación que nos transmiten sus composiciones de aislamiento dentro de la colectividad, con un sonido sordo o de sonrisas sin carcajada sólo acompañadas con el gesto de la sonrisa. Esa percepción de falta de comunicación, se vuelve más consistente, cuando sólo en una de sus composiciones, los dos personajes de la misma, están entrelazas por un pequeño alambre entre oído y oído que no se trata de un hilo de unión simple, sino de un hilo lleno de pequeños hombrecitos (símbolo de la comunicación universal?).
Una de las composiciones escultóricas que más impresionó, fue la que está formada por un gran número de figuras repartidas por toda la sala en pequeños grupos, y que además, se pueden visitar por un número muy reducido de visitantes, lo que te hace sentirte cómplice de sus gestos y movimientos, y donde me acordé una vez más de un concepto que ya he utilizado antes y que también expresé en mi segunda novela Estaciones aludiendo a La Tercera Vía de Anthony Guiddens, el concepto no es otro que el de la individualidad dentro de la colectividad, pues son figuras muy próximas, pero a la vez también distantes.
También están presentes en esta retrospectiva, sus bailarines sin piernas, figuras sustentadas por grandes bases redondas y que incitan al movimiento o al baile, como pequeños acróbatas de circo, lo que me lleva a resaltar su interés por el circo y sus personajes (veánse los enanitos).
La última sala concluye con su famosa escena del hombre mirándose al espejo, pero no se trata de una visión directa de un hombre observando su rostro, sino que la figura agacha su cabeza cuando la pega al espejo, como temerosa de verse a sí mismo. Para mí, parte de la simbología de la obra de Juan Muñoz representa eso, la huida de uno mismo, quizá hacia un mundo diferente o quizá simplemente a otro lugar, como esa extrañeza que a veces nos asalta cuando vemos nuestro propio cuerpo u oímos nuestra voz ¿Por qué sentimos miedo de nosotros mismos?
Muy recomendable muestra de arte, que todavía permanecerá en el Reina Sofía hasta el próximo 31 de agosto en Madrid.
Pero como digo, eso fue hace mucho tiempo, y ayer la idea era visitar las esculturas de Juan Muñoz. Mi escaso conocimiento de este escultor español venía precedido de la restrospectiva que del mismo ofreció la Tate Gallery en Londres al poco tiempo de su fallecimiento, y por haber sido el marido de la escultora española Cristina Iglesias, autora entre otras obras de una de las puertas de acceso a las nuevas salas de ampliación del Museo del Prado. De ahí, que en ese desconocimiento, mi sorpresa vino al contemplar parte de lo que fueron sus primeras obras: barandillas, puertas, ventanas o letreros que en principio nada se parecen a sus posteriores figuras en tonos grises de pequeños hombrecillos, la mayor de las veces sonrientes.
Después del leer el folleto que nos ilustra un poco la visita, y dado que yo no soy un especialista en arte, ni este blog va dirigido a especialistas en el mismo, puedo decir que comparto con Lynne Cooke esa sensación que nos transmiten sus composiciones de aislamiento dentro de la colectividad, con un sonido sordo o de sonrisas sin carcajada sólo acompañadas con el gesto de la sonrisa. Esa percepción de falta de comunicación, se vuelve más consistente, cuando sólo en una de sus composiciones, los dos personajes de la misma, están entrelazas por un pequeño alambre entre oído y oído que no se trata de un hilo de unión simple, sino de un hilo lleno de pequeños hombrecitos (símbolo de la comunicación universal?).
Una de las composiciones escultóricas que más impresionó, fue la que está formada por un gran número de figuras repartidas por toda la sala en pequeños grupos, y que además, se pueden visitar por un número muy reducido de visitantes, lo que te hace sentirte cómplice de sus gestos y movimientos, y donde me acordé una vez más de un concepto que ya he utilizado antes y que también expresé en mi segunda novela Estaciones aludiendo a La Tercera Vía de Anthony Guiddens, el concepto no es otro que el de la individualidad dentro de la colectividad, pues son figuras muy próximas, pero a la vez también distantes.
También están presentes en esta retrospectiva, sus bailarines sin piernas, figuras sustentadas por grandes bases redondas y que incitan al movimiento o al baile, como pequeños acróbatas de circo, lo que me lleva a resaltar su interés por el circo y sus personajes (veánse los enanitos).
La última sala concluye con su famosa escena del hombre mirándose al espejo, pero no se trata de una visión directa de un hombre observando su rostro, sino que la figura agacha su cabeza cuando la pega al espejo, como temerosa de verse a sí mismo. Para mí, parte de la simbología de la obra de Juan Muñoz representa eso, la huida de uno mismo, quizá hacia un mundo diferente o quizá simplemente a otro lugar, como esa extrañeza que a veces nos asalta cuando vemos nuestro propio cuerpo u oímos nuestra voz ¿Por qué sentimos miedo de nosotros mismos?
Muy recomendable muestra de arte, que todavía permanecerá en el Reina Sofía hasta el próximo 31 de agosto en Madrid.
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