Stefan Zweig modula la narración y escritura de este relato como si de una partitura musical se tratase. En este sentido, el miedo a los demás y a la entrega última de las páginas iniciales de la narración, no son sino la representación escrita de las notas musicales más hondas y profundas de la introspección humana de las que se sirve el narrador para acompañar las ricas descripciones plagadas de metáforas y comparaciones, que a modo de instrumentos auxiliares, hacen las veces de ecos sonoros que nos facilitan el camino hacia los sentimientos contradictorios de la protagonista. Erika Ewald es, sin duda, la representación más plausible de la inocencia que todavía no ha sido manchada por el desgaste de la vida, ni se ha visto cercenada por el desdén de los sentimientos, y muy bien podría ser el paradigma del auge y caída de un sueño de amor que no sabe hacia dónde se dirige; un amor donde los sentimientos se entrecruzan y pelean por sobreponerse los unos a los otros. Y así, miedo, pasión, odio, desprecio, olvido y paz, se van superponiendo como si fueran las diferentes etapas de un río que al principio de su existencia recorre las cimas más altas y abruptas de una forma salvaje, para terminar sucumbiendo ante los mansos meandros que finalmente desembocan en un mar pleno de paz y apaciguamiento.
Zweig esta vez nos propone recorrer los itinerarios más profundos de la primera juventud; esa que es atormentada y gozosa a la vez, para crear el retrato psicológico de una mujer que hoy en día se nos antoja imposible, pues la inocencia de Erika Ewald ahora sería derribada por el entorno en el que nos desarrollamos. Pero eso no nos importa, porque una vez más, disfrutamos de la esmerada técnica literaria con la que el autor austriaco nos dibuja el retrato robot de una joven de finales del siglo diecinueve y principios del veinte, donde todo parece que está por descubrir (incluso la muerte); y donde todavía los vieneses pueden disfrutar de plácidos paseos por el Prater o por sus alrededores. La bondad de Zweig en esta ocasión, de momento no nos hace adivinar los zarpazos de las guerras que con posterioridad sembrarían de sangre a gran parte de Europa. Sangre que en El amor de Erika Ewald es un reguero interno de emociones a modo de prisma que se clava en cada uno de los órganos de la protagonista, lo que la llevará a navegar por un río pleno de emociones.
El mundo de la música de nuevo acomete con fuerza en las composiciones narrativas de Zweig, y aquí lo hace como el vehículo necesario para expresar los más profundos e intensos sentimientos del ser humano. Para auxiliarnos en este complicado viaje, la música se nos aparece como la manifestación última y más sublime de la pureza humana, como si ella por sí misma, fuera capaz de llegar allí donde no llegan las palabras; unas palabras que de una forma elegante y a veces lírica y poética nos regala Stefan Zweig, demostrándonos así, que no hay mejor manera de complementar la vida interior del ser humano que a través de la música y la palabra.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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