Mi vida es un laberinto sin solución.
Desde que era pequeño siempre me armé de triquiñuelas para salirme con la mía,
hasta que un día mi madre me caló. Entonces cambié de estrategia, y para
reafirmar mi oscuro talento, me matriculé en la Facultad de Derecho. Nadie
entendía que ese fuera mi sueño, y ella enseguida me advirtió que esta
profesión nada tenía que ver con un juego de disfraces, pues era lo más
parecido a un yacimiento petrolífero sin recompensa. «¿Cuál es el veredicto,
señoría?», escuché. Y mientras esperaba la sentencia de mi último traspiés miré
la cara de la jueza, y por más que lo intenté, no pude reprimir ese gesto de
niño travieso que tan buen efecto causaba en el salón de mi casa, pero que
aquí, en la sala del juzgado, se esfumó sin dejar rastro cuando de la voz de mi
madre salió la palabra culpable.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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