El cuento ¡Feliz Navidad, páter! obtiene el tercer premio en el concurso de trabajos literarios convocados por la Subsecretaría de Defensa.
El autor de la obra premiada, ¡Feliz Navidad, páter!, es el funcionario Ángel Silvelo Gabriel, del Cuerpo de Gestión de la Administración Civil del Estado, destinado en la Subdirección General de Personal Civil del Ministerio de Defensa.
El cuento se desarrolla en el destacamento de Qala-i-Naw (Afganistán), aunque está dedicado a todos los capellanes que han prestado su apoyo a las unidades militares españolas desplegadas en el exterior. Esta narración ha sido galardonada con el tercer premio en la XIX Convocatoria de los Premios Artísticos y Literarios 2015 de la Subsecretaria de Defensa.
Arzobispado Castrense
Fecha de Publicación: 30 de Diciembre de 2015
http://www.alfayomega.es/45108/el-cuento-de-navidad-dedicado-a-los-capellanes-del-ejercito
¡FELIZ
NAVIDAD, PÁTER!
A todos los Capellanes Castrenses que han
acompañado, y acompañan, a las tropas españolas en sus misiones en el
extranjero.
Las Navidades del año pasado las pasé lejos de casa, en un enclave al que
llamábamos el hogar de los vientos. No éramos Reyes Magos ni atravesábamos
desiertos, pero nuestra estancia en Oriente muchas veces estuvo acompañada de
granos de arena que nos daban en la cara. Extraños compañeros de viaje que, a
pesar de ser invisibles a nuestros ojos, nos querían recordar qué hacíamos allí
y cuál era nuestra labor en un lugar donde parecía que se había detenido el
tiempo. No sé por qué, pero ahora que estoy de nuevo en casa, pienso en el
páter que tanto nos ayudó en los momentos más difíciles de soledad y de melancolía
en las lejanas tierras de Afganistán. Apenas queda una semana para que, otra
vez, sea Navidad y, como hice el año pasado en Qala-i-Naw, me paso las noches
mirando al cielo, igual que si fuera un niño, porque todavía creo que alguna de
las estrellas que duermen en él me lanzará un mensaje para decirme que mis
sueños esta vez también se cumplirán. No hay nada como sentir la inocencia de un
chiquillo y pensar que tus deseos se harán realidad, a mí al menos, esa
sensación me hace tener fe, mucha fe. Sin embargo, este año he pedido algo
diferente, pues mi mayor anhelo es volver a verle, por eso sigo buscando su voz
en los pasillos de mi memoria y, como no la encuentro, la persigo en el armario
de los ecos perdidos. Nunca pensé en lo esencial que sería para mí su presencia,
ni en el espejismo de vitalidad que me proporcionaba escuchar su ronco timbre
de voz, sobre todo ahora, que se acerca la Navidad y él no está a mi lado. Menos
mal, que mi caprichosa ansiedad, teñida de falsete, no se resigna y explora
entre los ecos navideños que ve en las caras de los niños con los que me
tropiezo cuando voy caminado por las aceras en un último intento de toparme con
él. ¿Por qué se habrá marchado de mi memoria? Añoro su voz, y ansío no perderla
dentro del cajón de mis mejores recuerdos, porque no quiero pensar en el páter
como un trovador a la fuga, efímero como los villancicos que nos cantaba, y
fugaz, como el hálito de mi corazón cuando le escuchaba. Busco entre las
melodías olvidadas de mi infancia y, que él, de una forma tan generosa, me devolvía
con una alegría nueva y diferente. Repaso siluetas, imágenes y nombres que solo
se hacían presentes con su presencia, pero nada, es pertinaz en su ausencia. Hace
mucho tiempo que no le escucho, es verdad, y quizá, esa sea la razón por la que
no soy capaz de recordarlo mientras unos pequeños copos de nieve tiñen de
blanco las aceras por las que camino. Quizá, ahora, como entonces, él esté
lejos, y allí donde se encuentre a buen seguro estará repartiendo alegría,
magia y sueños entre oídos agradecidos y necesitados de su voz y sus consejos.
Rodeado de miradas que a él le transmitirán duras realidades, y que le recordarán,
que al menos una vez al año, debe compartir sus ecos navideños con aquellos que
de verdad le necesitan, como nosotros le necesitamos entonces. Es difícil de
entender y, de hecho, nunca se lo he dicho a nadie, ni siquiera a él, que
seguro que me hubiese comprendido, pero cuando atravesé el Estrecho lo hice con
la sana intención de encontrar el verdadero significado de la vida y, sin
embargo, me tropecé con el infinito. En Afganistán no me cansaba de mirar una y
otra vez hacia el horizonte, pero no veía nada. Delante de mí solo había tierra
y cielo; o mejor dicho, la sensación de un horizonte que, por infinito, era
imposible de alcanzar, como nuestra misión allí. No hubo un solo día, de los
que pasé en la base militar española Ruy González de Clavijo de Qala-i-Naw, en
la provincia de Badghis, en el que mi mirada no callera hipnotizada por la
profunda sencillez que me rodeaba y, en donde la verdadera esencia de las
cosas, bien lo sé ahora, en muchas ocasiones se reducía a escuchar las palabras
de aliento del páter. Allí todo se asemejaba, como en el mejor de los sueños, a
la antítesis terrenal del mundo del que me había escapado. Era como si hubiese
regresado al principio de todo, a la génesis de los tiempos, a las imágenes de
las vidas perdidas, igual que si estuviese dentro del escenario de un belén y
yo fuera uno de sus pastorcillos. Esa forma de ver y sentir la vida ya no me
resulta tan extraña, sobre todo, si pienso que en la ciudad en la que yo vivo
en España apenas se vislumbra el horizonte, porque la línea visual de un cielo
gris está entrecortada por mil y un edificios que luchan por apoderarse de una
pequeña parcela en el infinito; un espacio en el que nada te invita a soñar, ni
siquiera las luces de sus ventanas que, como pequeñas luciérnagas, iluminan las
historias de aquellos que no conocen lo que yo llamo el verdadero significado
de la vida.
Cuando fui con mi Unidad a cumplir la misión que nos fue encomendada en Afganistán,
abandoné el espacio de los sueños sin haber pedido un deseo y, con una
disciplina que no dejó de sorprenderme desde que llegué a Qala-i-Naw, me impuse
la obligación que el páter nos trasmitió desde que llegamos a la Base: haz el
bien cada día, como si todos fueran el día de Navidad. Había mucho de bíblico
en aquel consejo, porque Badghis es un lugar que se asemeja demasiado al inicio
de los tiempos, a ese portal de Belén que se erigió como símbolo de una nueva
era para la humanidad, y donde yo creo que encontré el verdadero significado de
la vida. Allí mi labor de aprendizaje se iniciaba cada vez que atravesaba la
frontera fortificada a la que había sido destinado, y entonces era cuando abría
bien los ojos y alertaba todo lo que podía al resto de mis sentidos, para que de
esa forma, nada se me escapara de todo aquello que veía y oía. De ahí, que no resulte
tan extraño, si digo, que mi primera gran lección en ese lado del paraíso la
tuve fuera de las murallas defensivas de la Base, a los pocos días de llegar,
cuando conocí a Hamid, un chico muy listo que llegó a chapurrear algunas
palabras de español que solo él y yo entendíamos. Esa fue, en un principio, mi
misión más importante en ese espacio limítrofe con el fin del mundo: poner en
práctica el Programa Cervantes y educar a los pequeños niños afganos a través
de las palabras. El Quijote y los versos de Lorca o Juan Ramón Jiménez, llenaban
el pequeño encerado del que disponía. Yo les ayudaba con dibujos y señas, y
entre todos, compartíamos aquello que las letras y las palabras nos sugerían.
Esa fue la mejor terapia que se me ocurrió para hacerles olvidar sus problemas,
porque no hay nada mejor, para empezar el juego de los deseos, que hacerlo con
una palabra. En muchas ocasiones, cuando terminaba mis clases, el páter venía a
buscarme y, mientras me obsequiaba con su cercanía y amistad, me invitaba a
acompañarle en las visitas que hacía a las casas de adobe donde vivían los
niños afganos con los que antes yo había compartido las clases de español en
nuestras aulas de lona. Siempre que los veía, recordaba dos cosas: la inocencia
dibujada en su mirada, y el cariño que el páter les mostraba, porque yo, nunca
antes en toda mi vida, había sido testigo directo de una lección tan grande de amor
y humanidad hacia el prójimo. Esos días que pasé al lado del páter fui
consciente de que para ser feliz no hacía falta nada, salvo la valentía de
querer serlo. Mientras aquellos niños nos enseñaban sus casas de adobe, pensé,
que en esos gestos cargados de generosidad, estaba el verdadero significado de
la vida, esa entelequia que yo fui a buscar cuando crucé el Estrecho, lejos,
muy lejos, de donde el destino había situado mi erróneo lugar de nacimiento.
Quizá, ellos nunca serán conscientes de sus dotes colonizadoras, pero mientras
que yo les alfabetizaba y les enseñaba a que hablaran algo de español, ellos a
mí me transmitían la energía y la sabiduría que me hacía falta para salir curado
de la enfermedad del mundo occidental que llevo a cuestas desde que nací. Cada
día que pasé allí no desfallecí en mi búsqueda de la libertad…, mi libertad.
Desde entonces, siempre que me encuentro perdido, recuerdo las Navidades
que pasé en Afganistán, cuando yo quería que nevara, porque deseaba que mis
Navidades fueran como las de siempre: llenas de frío y copos de nieve a mi
alrededor, y sobre todo, que fueran unas Navidades en las que estuviera acompañado
de mi familia y de mis amigos. Todavía recuerdo, como si fuera hoy, que de una
forma equivocada, pensé: aquí nunca nieva en Navidad, porque en su lugar, un
viento frío acechaba todos mis recuerdos. Pero hubo una noche que soñé que
nevaba, y al levantarme y ver el horizonte soleado, necesité buscar un por qué
a mi desamparo. Me fui hasta la antigua capilla, que estaba vacía y abandonada
desde que el páter se había marchado. En Qala i Naw, provincia de Badghis, era
difícil tener creencias, pero a pesar de ello, yo intentaba con todas mis
fuerzas reconfortarme en mi propia fe. Desde que el páter abandonó la misión,
yo pensaba mucho en él, y en la serenidad que siempre me transmitió cuando mi
ánimo era víctima del desaliento. Es verdad que, al día siguiente, cuando el
halo beatífico de sus palabras había desaparecido de mi memoria, todo era distinto,
pero eso no me importaba. Aún recuerdo cómo montamos el belén las Navidades
pasadas, y el significado que él nos transmitió sobre esta fiesta, cuando nos
decía que un soplo de esperanza venía cada año a visitarnos para mostrarnos el
camino; el verdadero camino, añadía. «Su presencia era como un rayo de luz que
te iluminaba en las tinieblas», lo confieso. Y no solo eso, porque aún hoy, soy
capaz de escuchar el eco de sus palabras cuando busco una respuesta que calme
mi desasosiego, igual que entonces, porque cuando más perdido me encontraba
después de su marcha sucedió algo, una especie de prodigio que me hizo sentir
que él seguía allí conmigo. Ocurrió aquella mañana, en la que me levanté
después de soñar que había nevado, y me fui a visitar la capilla abandonada. En
un principio no vi nada en su interior, hasta que el sol se apoderó de las
rendijas de sus resquebrajadas paredes y, obrando un milagro, vi cómo algo
brillaba en la profunda oscuridad que me rodeaba. Me acerqué hasta ese
portentoso reflejo, y escarbando un poco en la tierra, cogí la pequeña imagen
de un niño Jesús que yacía olvidado en el suelo. Llevaba un mensaje atado en un
lacito rojo. Lo leí: «si tienes la dicha de encontrarme, piensa en todo aquello
que celebramos estos días. Como cada año, te deseo que el mensaje de paz de la
Navidad llene tu corazón». Desde aquel
día, ese mensaje atado en un lacito rojo, me acompaña en la cartera que siempre
llevo en uno de los bolsillos de mi pantalón. Y hoy, como cuando era un niño, sigo
mirando al cielo aguardando que me llegue un mensaje de Navidad en forma de
estrella que se desplome de la cubierta del mundo. Y mientras me confabulo con
el destino, esperando a que una vez más se cumpla mi deseo, le digo: ¡Feliz
Navidad, páter!
No hay comentarios:
Publicar un comentario