¿Qué
sería de nuestra memoria si no la pudiésemos nutrir del trabajo de los
artistas? Pintores, escultores, actores, escritores y poetas, entre otros,
vierten ese último sentir de sus entrañas sobre las turbulentas aguas de la
vida por las que, en ocasiones, se arrastran cadáveres anónimos. Cadáveres que
son la señal más abominable de las incógnitas adheridas a la ignominia del ser
humano; incógnitas que a lo largo de los siglos aún no hemos sido capaces de
despejar para llegar a convivir en paz. Atrapar ese sueño imposible del artista,
porque se transmuta en una sombra a la que nunca puedes poseer, es la última
alabanza hacia el dios ARTE y la diosa MEMORIA a las que se han encomendado el
texto de Eusebio Calonge y la dirección de Paco de la Zaranda para
mostrarnos la rebeldía del artista frente al silencio de la muerte, porque
quizá no haya nada más cruel que vislumbrar a la muerte que procede del cielo:
espacio infinito en el que volcamos parte de esos sueños que para nada tienen
que ver con el trance de nuestro propio óbito. Como dice uno de los actores de
esta obra —una vez más, extraordinario reparto encabezado por un poderoso David
García—: «los recuerdos son la vida que se fue muriendo». Y es, con esa
lanza que procede del pasado, con la que las actrices y actores de esta obra
nos van atravesando el cuerpo con la necesidad del que te clava un objeto, no
para hacerte sangrar, sino para que te replantees cuál es la última razón de la
barbarie que nos asiste a las personas cuando nos matamos por unos ideales.
Planteada como un texto que va escribiendo su autor, Carlos Morla Lynch, —interpretado
por un David García que ejerce de un forma espléndida de director sobre
el escenario de todo el elenco actoral que se desenvuelve de una forma
armoniosa, lúcida y trágica ante la peor de las desgracias que le pueden
ocurrir al ser humano—, la obra en sí misma es un encuentro entre el artista y
su mundo creativo, entre el héroe y su palabra, entre las elevadas ideas y su trágico
reflejo sobre la verdad, porque como nos dice el propio David: «cuando lo hice buscaba la belleza»; una belleza que en esta
ocasión no tiene la posibilidad del deleite estético por mucho que nos preguntemos,
tal y como lo hacen los actores de este montaje, «¿le importa a la Historia las
lágrimas?». Un simbolismo estético y poético que resurge con creces de las
cenizas de la desidia que envuelve en gran parte a nuestras vidas, para
erigirse en un baluarte por el que luchar hasta el final de nuestros días.
Porque: ¿hay vida sin ideas?, ¿hay esperanza sin hacerle frente a lo imposible?
El
corazón entre ortigas es la
posibilidad de la esperanza que se espía a través de la sinrazón de las guerras
y las muertes que éstas acarrean en pos de unos ideales que nos tan naif como nos los pintan. Con la
herramienta del simbolismo estético que trata de abrirnos la caja en la que
guardamos a nuestra alma, Paco de la Zaranda se recrea en la
necesidad de lo majestuoso mediante unas soluciones escénicas tan sencillas
como líricas, tan directas como demoledoras, tan mayestáticas como
iconográficas. Baste recordar si no, la presencia de los actores, de pie,
tapados por unas mantas que simbolizan el anonimato impune del que se sirven
los asesinos escondidos bajo las coordenadas de las grandes causas. En este
sentido, el año pasado ya tuvimos la oportunidad de ver un primer montaje de
esta obra en el Festival Surge de Madrid,
en el que ya nos quedó claro que el teatro es símbolos y metáforas, gritos y
ecos, reflejos y sombras, vida y muerte. Una propuesta de por sí
extraordinaria, y que sin embargo, ha sido mejorada para dar como resultado una
versión más compacta, coral, lírica y demoledora de esa idea tan bien rebatida sobre
el escenario como es la inutilidad del arte frente a la muerte. No obstante,
también hay espacio en este montaje para la copla y el costumbrismo, el recuerdo
del amor y de la juventud, y la pureza de aquel que sólo desea reencontrarse
con sus seres queridos —soberbia la actuación de Inma Barrionuevo en el
duelo del dolor y la falta que de nuevo nos regala sobre el escenario—, para
mostrarnos una vez más la idea de ciclo que todo lo puede. Ese ciclo que nos
advierte de que «otras ideas y el mismo miedo», quizá, porque la rebeldía del
artista frente al silencio de la muerte sea la única forma de no volver a caer
en los mismos errores, porque tal y como nos recuerda Nereida San Martín al
inicio de la obra: «también ustedes serán parte de la historia y de su olvido».
Ángel Silvelo Gabriel.
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