Lo primero que me llamó la atención de esta novela es la capacidad visual de su narrativa. Está repleta de imágenes y situaciones, con las que aparte de identificarte, parece que las estás viendo hasta casi tocarlas. Como se dice en la sinopsis, Dejando pasar el tiempo es una novela iniciática, y quizá por eso, nos resulta más fácil meternos en la piel del protagonista a la hora de afrontar todo aquello que le ocurre. Es verdad que, cada uno en su primera juventud, lo hizo a su manera, pero no me cabe ninguna duda que la forma en la que Ángel Silvelo nos presenta al protagonista de la novela, Alfonso, es tan cercana que te hace cogerle cariño desde un principio. Alfonso me resulta un personaje entrañable, no sólo porque desprende grandes dosis de melancolía a la hora de buscar en el pasado de su familia, sino también por esa ofuscación teñida de inmadurez con la que se enfrenta a Laura, su antigua novia, que más que una persona es un fantasma que se le presenta en todo momento. La idealización con mayúsculas que se impregna a las páginas de la novela, en este caso no sólo atañe a los personajes, porque la forma de narrar esta historia está dirigida hacia la conquista de lo imposible, como no puede ser de otra forma en el alma de un joven que todavía no se ha terminado de formar como persona.
Otra de las características que me llamaron la atención según iba leyendo, fue cómo estaba escrita. Al inicio de la novela, Ángel Silvelo, se alía con las frases cortas y los puntos y seguido, en lo que parece una clara deuda con autores anglosajones, y sobre todo, norteamericanos; pero a medida que avanza la acción es como si el personaje y la mano del escritor se fuesen soltando, y eso se traduce en una estructura más fluida en la que sobresalen las frases más largas y una puntuación más escasa que se comporta como una bocanada de aire que nos impulsa a través de las hojas de la novela y nos invita a leerla de un tirón; y esa es otra de las características de esta historia de búsqueda de certezas a la que se entrega el protagonista, porque la habilidad del narrador hace que los lectores quieran conocer cómo acaba esta novela plagada de incertidumbres.
No puedo dejar pasar este comentario, sin hacer referencia al desierto o a esa línea que, como muy bien decía Paul Bowles, divide el cielo azul de la tierra caliente, porque Dejando pasar el tiempo también es un homenaje al escritor norteamericano. Esa sensación de transportarnos a los lugares que recorre Alfonso es tan intensa que, a veces, parece que estemos caminando por encima de ese otro relato existencialista que Bowles nos regaló con el nombre de El cielo protector. Para reafirmar aquello que digo, no hace falta sino fijarse en cómo Alfonso, en Dejando pasar el tiempo, busca la protección de la infinita cúpula estrellada que, como una bóveda, nos resguarda de todos aquellos temores y peligros que nos acechan. Ese es uno de los objetivos del protagonista, buscar una salida a todos sus miedos.
Por último, me gustaría hacer hincapié en la sinopsis de la novela que hay en la contraportada, porque en ella, se encuentra una perfecta definición de lo que es Dejando pasar el tiempo, pues no la presenta como: “una novela iniciática, donde se dan la mano la meta literatura y la innata búsqueda de certezas que persiguen al ser humano, aunque éstas sean tan sencillas como ver amanecer”. Una definición muy acertada, porque el protagonista de esta historia utiliza a la literatura, la música y el cine para expresar sus sentimientos, y de paso, encontrar aquello que busca.
Reseña de Manuela Pérez Masedo.
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