Descifrar el enigma del paso del tiempo es tan imposible como detener el avance de las manecillas de un reloj. Sin embargo, lo que sí podemos hacer es representarlo mediante una reiterada repetición de fotos fijas el mismo día y a la misma hora durante noventa años. Y esa fue la genialidad que en su día tuvo Thornton Wilder al idear una pequeña obra de teatro donde el ser humano se enfrenta al paso del tiempo indefenso y desnudo. Del mismo modo, que Juan Pastor ha tenido la maestría de los grandes directores de teatro para ejecutarla sobre un escenario prácticamente vacío que deja a los actores solos ante el texto y los espectadores. Ese planteamiento de claroscuros nos atrapa desde el inicio, justo cuando el ama quita las telarañas de las sillas alrededor de la gran mesa apenas vestida con un mantel blanco y una vela, y que parece decirnos que lo único que está haciendo es rebobinar la cinta hasta el principio antes de darle al play. Esa repetición trágica y mágica, a partes iguales, que nos da la oportunidad de revisitarnos como meras cintas de vídeo, es lo que convierte en auténtico y genial a este montaje. Es verdad que el resultado final del mismo sin duda es demoledor, pero a la vez muy revelador, porque nos sitúa dentro de la película que es nuestra propia vida.
El gran acierto, en esta ocasión, de Juan Pastor y todos los actores del Teatro Guindalera que componen el reparto de La larga cena de Navidad, es aunar virtud y sencillez a la ahora de transformar el texto de Thornton Wilder en una obra de teatro donde la desnudez del escenario y el vestuario, no hacen sino acercarnos más si cabe a lo esencial del ser humano. No hay falsos artificios en esta entrañable puesta en escena, porque al igual que nacemos y morimos solos, los actores de la obra de teatro se enfrentan solos a la lucha que la fina brisa del paso del tiempo entabla contra el poder de los recuerdos. Esa esencialidad nos lleva casi a despreciar el poder de la palabra para dárselo a una mímica genial, genuina, auténtica, devastadora y magistral hasta decir basta. ¡Qué mágico poder el de los gestos!, y ¡qué grandes actores los ejecutan!, porque casi sin darnos cuenta caemos en esa mágica red del eco del paso del tiempo a través de la repetición de las mismas frases que sólo cambian de boca de los actores. Este ejercicio de cacofonía verbal nos hace ser testigos directos de nuestras obsesiones y fijaciones y de ese desliz casi cómico en el que se convierte nuestra propia vida, que en muchas ocasiones, es un sinfín de frases y gestos repetidos.
Si algo ayuda a que el resultado final sea tan brillante, aparte de la acertadísima puesta en escena, es el maravilloso elenco de actores, pues lejos de resaltar a uno de ellos, lo que hay que hacer es felicitar a todos por igual, pues cual equipo está tan perfectamente conjuntado que, entran y salen, brindan y cortan, viven y se mueren en la mejor de las armonías posibles. Lo que nuevamente nos da como resultado final un montaje más que sobresaliente del Teatro Guindalera. Una extraordinaria experiencia teatral que nos hace ir tras sus pasos función tras función y montaje tras montaje. No se me ocurre una mejor manera de celebrar la Navidad que ver esta Larga cena de Navidad en los Teatros del Canal.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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