Si jugamos con fuego nos podemos quemar. Si jugamos a quererlo todo nos podemos quedar sin nada, pero si lo que en verdad nos derrumba es la indiferencia y la soledad, corremos el riesgo de ser víctimas, una más, de las desdichas que se dan cita en la encrucijada de los deseos. No obstante, desearlo todo no tiene ningún sentido si ni tan siquiera sabemos para qué queremos aquello que tanto anhelamos, pues casi siempre suele ocurrir que el deseo — ese íntimo y verdadero deseo que tan sólo nosotros conocemos—, enseguida se difumina, bien porque no puede ser compartido con la persona amada, bien porque se desaparece en pos del siguiente desafío. En este sentido, la literatura está plagada de narraciones donde el antihéroe es el protagonista de la historia; un antihéroe que, sin embargo, con el paso del tiempo se convierte en el modelo de comportamiento de futuras generaciones; un antihéroe al que también acudimos años más tarde para tildarle de adelantado a su tiempo. Es en ese juego de las derrotas anticipadas, en el que se mueve la protagonista de esta historia, que es el perfecto reflejo de una sociedad que lo tiene todo al alcance de la mano, pero que está profundamente insatisfecha en su imaginaria e infinita campana de cristal. Es verdad que, a veces, un gesto tan sencillo como una caricia ha perdido todo el valor y su consistencia, porque simplemente ha dejado de formar parte de nuestra vida; una existencia, la de los seres humanos del s. XXI que, cada vez más, marcha más unida a la tecnología y, que cada día más, se olvida de su propia esencia. Tanto es así, que las radiografías de nuestras propias derrotas y, por ende, de la sociedad de la que parten, se comportan como un mero reflejo de unas vidas que nunca son como nos contaron. Realidad y ficción nunca se parecen y, en demasiadas ocasiones, al no aceptarlo nos auto-condenamos a rebozarnos en nuestro propio caos. En este sentido, Amelia Pérez de Villar en su primera novela, El pulso de la desmesura, como ya hicieran por ejemplo, la generación X en su momento, o los beatniks antes que éstos, o la generación perdida a principios de siglo XX, nos propone asistir a esa ceremonia de la pérdida de la propia identidad sin otra alternativa que la de la propia autodestrucción. Esta singular manera de afrontar la vida, sin embargo, no es sencilla ni cobarde, pues en la estela que se adivina en el dibujo de la derrota, hay muchos signos de indisciplina que para nada son insignificantes.
El pulso de la desmesura es un acto de rebeldía ante la vida y
ante uno mismo, que deviene en una oda del desencanto teñido de una prosa
poética intensa, a veces perversa, sin por ello dejar de ser elegante, pues su
autora, en un acto —sin duda— de provocación, nos propone un estilo formal
arriesgado, no porque sea dificultoso de leer, sino por lo poco corriente, al
desfragmentar la voz de su protagonista en frases cortas abortadas por
infinitos puntos y aparte, lo que nos demuestra un perfecto manejo del estilo,
pues esta novela, aparte del sesgo claramente provocador que, en ocasiones,
busca el malestar del lector —bendita técnica de escritura—, es sobre todo, un
profundo ejercicio del pulso narrativo —muy del estilo de la novela
norteamericana— que se agradece tanto más cuando deviene en una especie de
éxtasis sonoro que nos invita a continuar hasta llegar al desenlace existencial
de la protagonista: Lola B.; una
heroína de su tiempo que, por más que intenta limar sus aristas, no para de
herirse con ellas una y otra vez. El dolor, la pérdida, la maternidad, el amor,
la búsqueda de la propia identidad…, todos ellos temas muy presentes en muchas de
las narraciones de las escritoras de nuestro tiempo, tienen aquí el tratamiento
de un pulso diferente, pues son el eco profundo —y en ocasiones desgarrador— de
un coloso contra el mundo y contra sí mismo; un eco que deviene en el pulso de
la desmesura que desemboca en la encrucijada de los deseos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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