Navegar es preciso, pues no se nos debería de olvidar que todo es un sueño, como aquel en el que se sumerge el que sólo crea. «Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear». Pessoa, al menos, no se mintió a sí mismo cuando renunció en gran medida a esa otra vida: la real que, para él, no tenía sentido. Sólo trabajaba dos días a la semana como traductor, o como él mismo acotó en una nota autobiográfica: «corresponsal extranjero de casas comerciales», dedicando el resto de los días a escribir, lo que hacía sumido en un caos… Pessoa fue un hombre entregado a sus sentimientos más profundos y a ese último deber intelectual que gobernaba su vida: «tengo el deber de encerrarme en la casa de mi espíritu y trabajar cuanto pueda y en todo cuanto pueda para el progreso de la civilización y el ensanchamiento de la conciencia de la humanidad». Nada, por tanto, distrajo a su espíritu de ese deber último que fue la literatura. No en vano su último texto decía: «no sé lo que traerá el mañana…»
Hoy, cuando se cumplen 128 años de su nacimiento en el cuarto izquierda del número 4 del Largo de San Carlos, frente a la Ópera de Lisboa, quizá no quepa un mejor homenaje que abrir al azar su majestuoso y magistral El libro del desasosiego. Y, al hacerlo, esto es lo que nos encontramos: «306
Intervalo
doloroso
Todo me cansa,
hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.
Ojalá fuese un
niño que echa barcos de papel en el estanque de una quinta con un dosel-rústico
de entrelazamientos de emparrado que pone ajedreces de luz y sombra verde en
los reflejos sombríos de la poca agua.
Entre mí y la vida hay un cristal
tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.»
Lo que nos lleva a plantearnos
que soñar aquello que quisimos ser y no fuimos, o reinterpretar el sueño de
aquellos a quienes admiramos a través de alguno de los sucesos más importantes
de sus vidas, quizá, sea el único camino posible para llegar hasta nuestros
sueños. Tal vez así, nos demostremos a nosotros mismos, y a los demás, que hay
una vida más allá de aquella que acaba en la efeméride de nuestro
fallecimiento. Eso fue lo que hizo Fernando Pessoa, dando vida a un
nuevo género literario: el de la narrativa onírica a partir de los sueños de
otro, lo que sin duda, fue, y es, una facultad distinta de ser otro dentro de
la literatura. Una posibilidad que ha ido más allá de la capacidad oral de la
transmisión de los recuerdos, pues esa es una de las características
principales de las fotos fijas que componen cada momento concreto de nuestras
vidas. Así, Pessoa, cuando un mes y medio antes de su muerte le dijo a su
amigo y primer biógrafo, Joao Gaspar Simoes: «Nunca he
sentido nostalgia de la infancia; nunca he sentido nostalgia de nada. Soy, por
índole y en el sentido literal de la palabra, futurista… Tengo del pasado tan
sólo la nostalgia de personas idas a las que he amado; pero no es una nostalgia
del tiempo en que las amé, sino de ellas; las querría vivas hoy, y con la edad
que hoy tendrían si hasta hoy hubiesen vivido» nos está hablando, entre otras
cosas, de esa relatividad que nos posee desde que nacemos: de la relatividad
del tiempo pero no la de los sueños y los sentimientos. En este sentido, Pessoa,
aparte de no hablar nunca mal de nadie, tampoco posó de intelectual, y fue
desdeñoso de la fama por considerarla «cosa de actrices y productos
farmacéuticos… convencido de que “la superioridad no se disfraza de payaso”».
«La búsqueda de la gloria en la vida de Pessoa fue siempre un acto de renuncia
en favor de su obra». Sin duda, esa defensa a ultranza de su anonimato en el
poeta lusitano, se contradice hoy en día con la falsa notoriedad de las redes
sociales que buscan la trascendencia de lo efímero de una forma tan incesante
como innecesaria. Ya no existe ese misterio en el que se resguardan las cosas
más importantes de la vida: la belleza, el amor, la búsqueda de la verdad…, y
que Pessoa
indagó a través de sus heterónimos, «conformando un verdadero debate sobre los
grandes temas del pensamiento y de la poesía del siglo pasado: la soledad, la
conciencia, “la importancia misteriosa de existir”». Pessoa siempre tuvo una
innata inclinación hacia lo misterioso; una cualidad de su personalidad que más
adelante le trasladaría hasta la astrología, el ocultismo, el misticismo y la
masonería. Nunca se conformó con aquello que veía ni con lo que ya estaba
hecho. Esa búsqueda, sin duda, le hizo descubrir su drama en gente,
porque a través de la literatura fue la forma que él encontró de estar vivo,
tal y como dejó plasmado con apenas veinte años: «el primer alimento literario
de mi infancia fueron los numerosos relatos de misterio y horribles aventuras.
A los libros que se suelen llamar infantiles y tratan de experiencias
emocionantes nunca les presté atención. Nunca me identifiqué con la vida
saludable y natural. No me fascinaba lo probable sino lo imposible, y no lo
imposible por grado, sino por naturaleza.
Mi
infancia fue tranquila, mi educación adecuada. Pero desde que tengo conciencia
de mí mismo, he percibido en mí una tendencia innata a la mistificación, a la
mentira del arte. Añádase a esto un gran amor por lo espiritual, por lo
misterioso, por lo oscuro, que, después de todo, no es sino una variante de ese
primer rasgo de mí mismo, y mi personalidad queda completamente descubierta
ante la intuición». Portentosa intención literatura y vital que, desde su
infancia, se mostró indeleble al paso del tiempo y a las múltiples pasiones del
ser humano, como si desde el principio, hubiese sido plenamente consciente de
la existencia de esa lluvia perpetua que nos va mojando día a día en nuestro
interior; lluvia eterna que nadie conoce más que cada uno de nosotros en la
soledad que nos acoge cada noche..., misterio que gobierna el imperio de
nuestros sentimientos y los hace únicos porque nace de los deseos.
¿De dónde
procede ese misterio en Pessoa?, quizá de la soledad, aunque
nunca sepamos muy bien si estamos en lo cierto, por más que el rey de la
paradoja a lo largo de su vida fuera describiéndonos una ruta hacia ese aislamiento
final que presidió sus días. Jornadas repartidas entre los cafés, su afición al
aguardiente, su falta de dinero que, a veces, le dejaba sin comer o sin cenar y
sin amigos con los que discutir. Una impermeabilidad hacia todo lo externo que
se reflejó muy bien cuando dijo: «todos mis libros son obras de referencia.
Sólo leo a Shakespeare para consultar la problemática de Shakespeare. Lo demás
ya lo conozco. He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada.
Si he de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?». Tras estas palabras,
resulta más fácil descubrir la necesidad de ser muchos en uno del portugués,
pero no sólo eso, sino también su portentosa imaginación e inteligencia, lo que
él justificó cuando dijo: «dar a cada emoción una personalidad, a cada estado
de alma un alma». Ese era el verdadero sentido de sus múltiples personalidades
literarias, la necesidad de unir sentimientos y pensamientos de una forma en la
que la vida se pudiera sentir de todas las maneras posibles. Una capacidad que,
de un modo libre y caprichoso, se podría abatir sobre un poema: «A veces, y
el sueño es triste,/ en mis deseos existe/ lejanamente un país/ donde ser feliz
consiste/ solamente en ser feliz./ Se vive como se nace,/ sin querer y sin
saber./ En esa ilusión de ser,/ el tiempo muere y renace/ sin que se sienta
correr./ El sentir y el desear/ no existen en esa tierra./ Y no es el amor
amar/ en el país donde yerra/ mi lejano divagar./ Ni se sueña ni se vive:/ es
una infancia sin fin./ Y parece que revive/ ese imposible jardín/ que con
suavidad recibe».
Pessoa encontró su
particular saudade en las tascas,
bodegas y cafés de Lisboa que, en su mayor parte, ya no existen, si exceptuamos
su preferido, el Martinho da Arcada,
donde todavía permanece vacía la silla en la que él acostumbraba a sentarse
junto a sus gafas, o el célebre A
Brasileira, plagado de turistas que, ávidos de inmortalizarse al lado del
poeta, no son conscientes de que cada vez que se sientan a su lado o se hacen
una fotografía junto a él, poco a poco borran las huellas de su leyenda. Unos
turistas que, en su mayoría, desconocen que muy cerca de allí nació el poeta, y
que también fue bautizado a pocos metros, en la Iglesia de Los Mártires del Chiado, y que casi al lado de ambas, se
halla la que dicen que era la librería más antigua del mundo —la librería Bertrand en la misma Rua
Garrett—, que hace de testigo de todo ese enjambre pletórico de recuerdos y
melancólica nostalgia donde reposan los sueños, los propios y los ajenos. La
Lisboa de Pessoa es muy distinta a aquella que él mismo describió en 1925
en una guía que tituló Lo que el turista
debe ver, una suerte de redacción descriptiva que parecía una venganza de
cara a alejar a todos aquellos que decidieran visitarla, porque la verdadera,
la Lisboa de Pessoa, era otra, igual que su sentimiento acerca de la vida: «Hoy
estoy vencido, como si supiera la verdad./ Hoy estoy lúcido, como si estuviese
a punto de morirme/ y no tuviese otra fraternidad con las cosas/ que una
despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle/ la fila de vagones de
un tren, y una partida pintada/ desde dentro de mi cabeza,/ y una sacudida de
mis nervios y un crujir de huesos a la ida».
Ángel Silvelo Gabriel.
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