Encadenarse a la libertad como
expresión última de la vida, pero no a una libertad cualquiera, sino a aquella
que sólo se alcanza con la muerte…, esa fue desgraciadamente, la trágica
exaltación de la libertad que persiguió a una buena parte de los más álgidos
representantes del movimiento romántico inglés (Byron, Shelley, Keats…) y,
que en Remando al viento de Gonzalo Suárez está magníficamente
retratada, porque en esta película deliberadamente literaria, la concepción
estética que se nos propone alcanza inexpugnables y mágicas cuotas de delirio
narrativo y estético que, como en una poesía que sólo busca la belleza en sí
misma, se funde en un itinerario de ensueño al que a veces le visita la muerte.
En una época donde se inician las revoluciones liberales en Europa, y donde se
tiende a romper con el absolutismo y recuperar los valores esenciales de la
Revolución francesa de 1789, surge el Romanticismo como movimiento que intenta
recuperar la prioridad de los sentimientos y la exaltación plena de la libertad
y la belleza. Esa ruptura y esa exaltación, así como, esa necesidad de búsqueda,
son el escenario ideal para poner a prueba los límites humanos; límites, a los
que Byron
o Shelley se enfrentan sin tener miedo a la muerte. Su postura, no
obstante, no es temeraria, sino todo lo contrario, pues la podríamos resumir
como una forma de estar y vivir ante una sociedad que todavía no estaba
preparada a esa superlativa exaltación de la vida. En este sentido, los rasgos
hedonistas o de auto contemplación de los poetas románticos, son sólo falsos
reflejos de la belleza que sus sentimientos y su obra buscan en la verdadera
naturaleza, porque como muy bien expresó John Keats en uno de sus poemas: “la belleza es verdad; la verdad, belleza.
Esto es todo lo que sabes sobre la tierra, y todo lo que necesitas saber”.
Remando al viento es un
flashback narrativo, en el que Gonzalo Suárez nos propone, —a
través de Mary Shelley y su viaje a las heladas aguas del Ártico—,
encontrar las claves de su monstruo Prometeo,
y donde asistimos a la aventura de un recuerdo que el destino se encarga de
manchar de negro. Historias de terror dentro de vidas vividas como historias
con destinos trágicos que, irónicamente, se dan la mano bajo el reflejo de la
luz de la luna en villa Diodati, muy cerca de Ginebra y a propuesta de Byron,
cuando éste propone a sus invitados crear una novela de terror. A partir de ese
momento asistimos al bello encuentro con la muerte, bajo el símbolo de la
belleza mezclada con tempestades, monstruos que sólo ven aquellos que van a
morir y aguas subterráneas o en libertad que lejos de simbolizar la pureza del
alma son el vivo ejemplo de la muerte del hombre contra la naturaleza que ama. Es
verdad, Mary Shelley también estuvo allí —la historia de la literatura
no lo ha olvidado—, e hizo de su imaginario Prometeo
un monstruo de carne y hueso dentro de sí misma. Su voz, 200 años después,
todavía resuena entre nuestros recuerdos de una forma viva y nítida. Tanto es
así que aún somos capaces de escucharla cuando nos dice:
Byron,
la primera noche, siguiendo la propuesta de Polidori, nos hizo leer esas
tenebrosas historias fantasmagóricas alemanas, traducidas al francés, que a mí
no me provocaron ninguna necesidad de abordar el mal de una forma distinta a
como yo le había concebido desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, tú, Shelley,
quisiste construir una historia de fantasmas como Byron, y eso fue lo que
quizá, a la noche siguiente, te llevó a tener esa visión que he llegado a
comprender que tú interpretaste como la confesión que le hice a mi hermanastra
Claire de ese último deseo de poseer a Byron y concebir un hijo de él, ¿o quizá
fue al contrario y viste a Claire pidiéndote que quería concebir un hijo tuyo?
En
la segunda noche en Villa Diodati, desnudos encima de la cama, nos suspendimos
en la oscura necesidad de las palabras preñadas de confesiones, y, mientras tú
leías, yo me acerqué a ti para preguntarte: «¿no tienes frío..., y sueño?,
realmente pareces una serpiente —No despiertes a la serpiente, no sea que/
ignore cual es el camino a seguir— ¿Qué viste en el jardín?». Y tú me
contestaste: «nada de lo que veo es nada si no lo comparto contigo... estás en
cada página que leo, en cada palabra que escribo, en cada pensamiento y
paisaje». «¿Pero qué has visto en el jardín o no fue en el jardín?», de nuevo
te acucié con mis impulsos ávidos de amor y de celos. «Mi respiración es tu
respiración, pero creo que mi mirada no es tu mirada... que alguien me miraba y
pensé que eras tú. Tuve miedo porque tus pensamientos no eran mis
pensamientos...». Nunca quise apoderarme de lo ajeno hasta aquella noche,
porque el reflejo de la luna que se apoderó de mi cuerpo días después y de tu
imaginación en aquel fatídico instante, me lo hizo entender así. Aquellos días
en los que no hubo verano y todo era un devenir de nubes y tormentas, se
consumó dentro de nosotros la necesidad de desafiar al mundo con las palabras.
Byron y tú creasteis unas historias de fantasmas que nunca fueron acabadas, y
Polidori nos habló de la anécdota de una mujer que miraba por una cerradura.
Excusa perfecta para retar al destino en una noche de un verano boreal. No es
de extrañar que más tarde tú vieras ojos en mis pezones y no simples pechos
henchidos de deseo. Un equívoco que fue suficiente contratiempo para que la
otra vida, aquella que yo consideraba como propia, fuese capaz de traspasar la
barrera de los vivos para crear a un ser distinto; un ser nacido de la
imaginación y la inteligencia de una escritora. Un ser distinto..., ese fue mi
gran error, concebir la vida más allá de mis recuerdos y no ser más astuta a la
hora de preservar la que la naturaleza me concedió por tres veces. Hijos de
Mary Shelley, volver del averno para decirme que estoy equivocada. Soy mala
como una bruja que proporciona la muerte a aquellos que quiere. El amor a la
oscuridad, el amor teñido de sombras que zigzaguean en las cuchillas de la
noche..., esas hojas afiladas por el mal me atrapan y me cortan a cada momento,
a cada suspiro por el que ahora se me escapa la vida. Hijos de Mary Shelley que
ya no podéis volver a mí, busco vuestro perdón y compasión hacia una mala madre
que no os supo proteger de la muerte. Ese fue mi castigo por querer apoderarme
del fuego sagrado de la vida. Yo no soy Dios, pero quise serlo y, aunque con
las palabras resucité a mi monstruo, con mis deseos no fui capaz de devolver la
vida a mis hijos ni poseer el espíritu del hombre al que amé.
A buen seguro, el nacimiento de Frankenstein
no fuese así, tal y como aquí se ha narrado, pero sí puede servirnos de muestra
para revivir, una vez más, a aquellos personajes que dieron vida y, sobre todo
leyenda, a la famosa noche del 16 de junio de 1816; la noche en la que se vislumbró,
entre las tinieblas, la primera luz del más famoso de los monstruos de la
literatura.
Ángel Silvelo Gabriel.
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