La fría brisa que recorría el campo poco antes del
amanecer la sacó de sus ensoñaciones. Lo hizo de golpe, sin tiempo para
reponerse. La recordó que un día atesoró algo muy valioso y que incluso fue
capaz de poseer un sueño. Un sueño que la apartó de la realidad, como si ese
fuese el único camino en el que desaparecían sus iguales desigualdades. Miró a
la luna y, esta vez, vio su cara reflejada en su superficie. No le fue difícil
reconocer a una mujer que se encontraba perdida, y que quería poseer aquello
que el destino le había vaticinado que no le correspondía, como si todos sus
anhelos se redujeran a los mandamientos de una biblia cargada de deseos
incumplidos. Bajó los brazos y se refugió entre los últimos destellos de la
noche, porque en esa calima oscura, era el único lugar donde lograba huir de
sus miedos, y donde construía un mundo que no existía, y donde anhelaba una
vida que ya no viviría. Se vio a sí misma en medio de un dique seco donde sólo
existían los sueños rotos. Sin embargo, esta vez sintió algo distinto, como si
una especie de luz la empujara y la obligara a saltar una línea imaginaria.
Todavía no había tomado forma, pero lo sentía como si una incógnita la
persiguiera en el refugio infinito que rodeaba a los límites del campo. Era un
sentimiento que la removía las entrañas y al que no tenía el valor de
enfrentarse. Empezó a temblar como si un terremoto en su interior provocara que
todo se moviera a su alrededor. Y se acordó de ella. Su voluntad comenzó a
derrumbarse. En ese momento, algo se resquebrajó en su interior y, por primera
vez en mucho tiempo, supo que por fin estaba preparada para romper los
designios de su futuro. Esta vez sus manos buscaron algo en lo que poder
escribir, y por fin supieron darle utilidad a la libreta que últimamente la
acompañaba. La sacó del bolsillo trasero de su pantalón e imaginó un nuevo
poema. Cuando lo acabó, formuló dos deseos…
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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