«Como un barco impulsado por la negra
tormenta va mi alma, no sé hacia adónde…», nos dice el padre del protagonista, Laurent Daguerne, casi al inicio de la
novela, cuando hace referencia a unos versos de sus queridos poetas isabelinos.
Ese barco impulsado por la negra tormenta no es otro que su propio hijo (Jean-Luc) que, ciego, sin rumbo y extraviado
dentro de una sociedad que lo ha perdido todo y que marcha desesperada en busca
de unos nuevos valores, se ofusca más si cabe en un falso juego de máscaras.
Una salida que, en el caso del protagonista, éste sólo encuentra en el
recóndito abismo que esconde la ambición. Némirovsky, poseída una vez más por
el don de aquellos que conocen los entresijos del alma humana, de nuevo nos
muestra ese doblez del ser humano que tanto nos molesta y que tanto nos cuesta enseñar
y admitir. La pérdida de la vida en sí misma (al jugárnoslo todo a una sola carta),
cobra un protagonismo exacerbado en La presa, y lo hace a través de la
victoria de la osca ambición en detrimento del amor. Pocas cosas existen en el mundo
que traspasen en verdad la barrera del tiempo como el amor, sin embargo, y por
lo visto y vivido, los seres humanos hemos nacido para errar en el yunque de la
sinrazón sin la posibilidad de la rectificación. La escritora ucraniana lo sabe,
pues no en vano, va a sufrir en carne propia la barbarie del holocausto, esa
sinrazón que borró de un soplo los contornos del alma humana, dejando a todo un
mundo sin otra posibilidad que la resignación, la derrota y la muerte. A veces,
escoger el camino equivocado nos produce la falsa felicidad de la vacuidad más
endeble, porque el fogonazo del falso triunfalismo revestido de unos sordos
fuegos artificiales (que enseguida se desvanecen en la oscuridad de la noche),
nos apartan de la realidad. Y lo peor de todo no es eso, sino que tras ese
ridículo destello ya no queda nada, salvo el vacío. Esa es la cara de una
derrota a la que asistimos tarde, mal y nunca, pues es la ciega responsable de
esa desesperación humana a la que mal llamamos felicidad, cuando en verdad
deberíamos decir: codicia o traición, necedad o mentira, porque esa deformación
del espíritu es la que nos seca el corazón. Así se comporta y en eso se
transforma Jean-Luc, un joven francés
que representa como nadie la caída de un Imperio y de la idea egocentrista de
una nación. Un pueblo cuyos ciudadanos no creen en el amor es un pueblo
condenado al fracaso, parece decirnos Némirovsky en una de las múltiples
teorías que sobre el ser humano esboza en La presa, una nueva manifestación de
su magisterio literario; un magisterio directo, conmovedor y deslumbrante como
sólo lo puede llegar a ser la esencia de la poesía: «Llovía mansamente, y ese
sonido del agua al caer en el agua era lo único que medía el tiempo. El
anochecer de otoño era gélido y triste, pero allí dentro las paredes se habían
impregnado del perfuma de Édith, y un calor dulce y pesado hacía languidecer el
cuerpo y el alma… El tiempo se había detenido. Una puerta golpeó suavemente al
cerrarse; una voz de mujer, seguida por una risa ahogada, atravesó las paredes.
Luego se hizo el silencio.»
La presa, de la mano de Irène Némirovsky, fluye
por las subterráneas aguas de la pasión que no encuentran su verdadera salida,
y no se nos debería olvidar que, cuando las aguas negras se estancan, despiden
el hedor de la derrota; una derrota que deviene en pura desesperación cuando lo
único que en verdad se quiere es el amor. Amar, soñar, viajar…, perder, oler,
tejer…, pulir, sentir, redimir…, en una interminable sucesión de palabras e
imágenes evocadoras de sensaciones y sueños que nos llevan hasta ese punto
final en el que la asunción del error de toda una vida malgasta por la búsqueda
de una falsa ambición nos deja sin las fuerzas suficientes para volver a
empezar. Quizá, porque dentro de la derrota, no haya una mayor maldición que la
desesperanza de la cadena perpetua de la sinrazón; un lugar donde anida el
olvido de los condenados por una sociedad que se sabe perversa, pues sólo
admite el triunfo de las falsas verdades. Y ahí es donde la autora de esta
novela se muestra implacable con el ser humano, quizá también, porque en esta
ocasión nos advierta (cual exploradora de las entrañas más vitales), del
recóndito abismo que esconde la ambición.
Ángel Silvelo Gabriel
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