Esta es la
reseña número 3.000 de mi blog, Fragmentos,
desde que publiqué la primera —entre temeroso e indeciso—, un 20 de enero del
año 2009, hace poco más de 7 años y 10 meses. Se la quiero dedicar a John
Keats, mi compañero literario estos últimos 5 años, y no se me ocurre una mejor
forma de hacerlo que publicando la Oda a John Keats que, compuse y cierra, la
que hasta el momento es mi última publicación, la obra de teatro titulada:
Fanny Brawne, La Belle Dame de Hampstead. Además, quiero expresaros mi
agradecimiento a todos los que me habéis seguido desde entonces, y me habéis
hecho comprender que el esfuerzo, casi diario de publicar una reseña —más de la
mitad son de mi autoría—, es un camino que, ha merecido y merece, la pena
seguir recorriendo a vuestro lado.
I
Mírame a
través del tiempo, dulce amor,
despójate de
tus fríos sudores.
Tiembla,
sufre, ojalá tu alma solo se estremeciera por mí.
Implora un
instante a mi lado, dulce amor,
acariciemos el
rocío de la mañana hasta
yacer juntos y
exhaustos por el olor de las flores.
Toca de nuevo
tu arpa cual ruiseñor del bosque, y
enamórame como
si fuera tu bella Eurídice.
Lira sin
cuerdas, testigo de sus noches sin luna,
enséñame la
senda donde se depositaron sus tormentos…
II
Ronroneo con
fauces afiladas sobre el tiempo, dulce amor.
El destino
sucumbe tras las raíces del sauce porque,
ya nadie acude
a ti —con los pasos sincopados del AMOR—,
nadie quiere
cobijarse del sol bajo tu sombra, y solo yaces.
Yo acudo allí
cada tarde,
antes de que
anochezca, con
lágrimas
postreras hundidas entre las rendijas del bosque.
Y lloro. Lloro
bajo la sombra de tus ramas.
Lloro sabiendo
que a mí solo me cura tu mirada.
Lloro, dulce
amor, yo que solo vivo para amarte.
III
Amor, hieres
mis recuerdos mientras surges de entre las flores.
Amor, ¿dónde
están tus suaves y poderosas manos?,
coge la parte
de mi cuerpo que ya no sangra con ellas.
Disfrazado con
los colores del bosque acude a mí y,
déjame posarme
entre tus ramas y,
así, yo las
adornaré, una a una, como si fueran los pálidos versos de tus poemas.
Dulce canto el
del ruiseñor que busca la inmortalidad
en el cálido
silencio de una tarde soleada.
Cántame,
ruiseñor, con tu voz suave.
¿quieres, tú,
señor ruiseñor?
IV
Anhelo morir a
tu lado y, no volver a extrañar tu cuerpo.
Salid, sin
duelo, lágrimas corriendo…
Poséeme por
donde mi cuerpo se convierte en seda.
Quiero ser
tuya en la sinuosidad del bosque,
en un lugar
donde solo crezcan las flores
¿Recuerdas?
«¡Naturaleza
curandera, deja sangrar a mi espíritu!
¡Oh, libera a
mi corazón de la poesía y déjame descansar!»[2]
No, dulce
amor, yo te llevaré a lo más frondoso del bosque,
a un lugar
donde no necesitaremos de adormideras.
V
Cántame, dulce
amor, como si fueras el misterioso viento de la noche,
llena de
versos mis sueños y,
con ellos,
reúne a todos los dioses.
No quiero que
estés solo y,
no poder
decirte un buenas noches.
Volvamos a
buscar nuestro gozo de nuevo entre las flores.
¡Belleza dulce
y radiante, no le dejes solo! y,
concédeme el
deseo de ser suya más allá de las grietas del tiempo.
No te sientas
solo, dulce amor,
porque
volveremos a contemplar cómo crecen los manzanos.
VI
¡Versos acudid
a calmar la desazón de mi alma!
Llevadme a
donde, por fin, seré suya, solo suya…
¿Quién se
opondrá ahora a mi más profundo deseo?
¡Dejadme
disfrutar de este festín de glotonas miradas!
Salid, fuera
de mí, sombras sin escrúpulos y cargadas de desvelos.
Entre volantes
acudiré a su encuentro,
recuperando el
olor de nuestro recuerdos.
Dicha,
atavíame del aroma de la pasión,
ayúdame a
decirle cómo le quiero.
¡Dejadme…,
dejadme disfrutar de este festín de glotonas miradas!
VII
John,
depositemos nuestras promesas en el lenguaje de las flores.
Dulce amor,
enséñame el camino de tu lecho,
rompamos las
cuerdas de tu conciencia y,
naveguemos
bajo las aguas del Leteo.
Nadie vendrá a
preguntar por nosotros,
condenados por
los dioses a no dejar rastro de nuestros encuentros.
Dulce amor, el
tacto tiene memoria,
y marchará de
nuestro lado a través de las grietas del horizonte.
Pósate dentro
de mí, en el infierno de mis más íntimos deseos,
ámame tan
despacio que no me dé tiempo a olvidarlo, te deseo.
VIII
Dulce amor,
guarda en lo más hondo de ti la esencia de nuestro encuentro.
Lucha contra
los dioses para que no nos castiguen con el silencio.
Apenas nos dio
tiempo a nada,
ni tan
siquiera a descifrar el espíritu de nuestras miradas.
Resucito
contigo, amor, en los laberintos del tiempo,
en las simas
prolongadas de la nostalgia.
Miedos
alojados en el último confín de los vientos.
Luché contra
ti, dulce amor, pero aún te llevo dentro.
En el
manicomio de nuestro amor,
todavía supuro
el dolor de tus llagas.
IX
Dulce amor,
juntos pasearemos por sendas iluminadas por lunas de seda desde,
donde
remontaremos nuestro último vuelo.
¡Dime cuán
necesaria es mi presencia!
ya sin miedo a
unir nuestros deseos.
Y arribaremos
en cálidas fuentes donde calmaremos nuestros desvelos.
Sedientos
caminaremos hasta el fin y,
ya nunca
volveremos a vivir más en ayer.
Dulce amor, el
infierno de nuestros temores dejará de existir y,
volaremos,
cual ruiseñores, por cielos sin tormentas ni nubarrones,
en un edén
donde de nuevo las mariposas se posarán sobre nuestros deseos.
X
Dentro de poco
ya no volveré a preguntarme
qué hare yo
sin ti, dulce amor,
seremos la
envidia de aquellos que desprecian el amor y,
solo buscan la
falsa naturaleza de las pasiones.
Quiero que
cada noche recorra nuestros cuerpos el néctar de las flores y,
dibujes en mis
labios el rocío de los placeres.
Allá a donde
iremos ya no nos harán falta las falsas deidades, porque
tu Fanny, más
torpe que bella,
más triste que
radiante,
será toda tuya
para siempre.
Ángel Silvelo Gabriel
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