El 17 de julio de 1987, Bono, el cantante del
grupo irlandés U2, acarició el cielo de Madrid ante la atenta mirada de su
compañero, The Edge, que no daba crédito a la escalada que Bono estaba haciendo
por la estructura del escenario que se había montado sobre el césped del
Santiago Bernabéu para tan esperada cita. Seguro que los limpios aires de la
sierra madrileña que recorrió horas antes del concierto en bicicleta, le dieron
las fuerzas suficientes y el arrojo necesario para iniciar una escalada tan
mítica, como mítico fue el concierto del Santiago Bernabéu de ese día ante
80.000 personas que, literalmente, desde el minuto uno se comieron al grupo
irlandés canción tras canción. Un lugar tan acostumbrado a grandes gestas
deportivas, esa larga tarde noche del lejano, ahora, verano de 1987, también
sirvió para encumbrar al grupo irlandés en lo más alto del imaginario colectivo
de los asistentes que llenaron el estadio madrileño desde mucho tiempo antes
del inicio del concierto. Pues no se nos debería olvidar esta frase de Bono que
ejemplariza lo dicho: «éste es un lugar grande, pero U2 y vosotros
somos mucho más grandes".
Un espectáculo que estuvo sustentado en la
poderosa voz de Bono y en las magistrales cuerdas de la guitarra de The
Edge, un mago de la iconografía sonora para una generación de
admiradores de la banda. El resto lo puso el público, con un empuje inigualable
que llevó a U2 a tocar el cielo de Madrid (para ellos fue uno de los
conciertos míticos de su carrera en ese momento), porque el tiempo, sí, de una
forma caprichosa se había detenido en aquella tarde de julio, y que de una
forma ya lejana también, como ahora recordé en un artículo en el año 2009 que
fue publicado en el diario digital Qué.es y que de nuevo añado a esta efeméride
en su treinta aniversario:
«Hasta las siete de la tarde no salía del
trabajo y, distraía mi nerviosismo, acordándome de mi hermana Maite que hacía
varias horas que estaba dentro del estadio. Yo había quedado con mi chica a las
siete y media en el Bernabéu. A esa hora, el estadio estaba
prácticamente abarrotado. El césped era un manto humano de piernas y cabezas.
Las gradas sólo admitían invitados en el segundo y tercer anfiteatro. Mi chica
y yo salimos a uno de los vomitorios del segundo anfiteatro y nos encontramos
con UB 40 calentando motores con su reggae pegadizo y facilón,
mientras los fans de las primeras filas eran bañados con generosos manguerazos
de agua. Big Audio Dinamite ya eran historia, pero nosotros no les
echamos en falta. Todavía era de día cuando The Pretenders con Chrissie
Hynde a la cabeza salieron al escenario. Ella me recordó que el rock no
era sólo cosa de hombres, y su voz ronca fue calentando motores con clásicos
como Brass in pocket, 2000 miles o My baby.
Pero todo era una excusa, porque las ciento diez
mil personas allí congregadas, estábamos esperando el gran momento. Un momento
que llegó entrada la noche entre gritos de: you too, you too. De
repente, se paró la música y las escasas luces del escenario se apagaron. Las
notas de Where the streets have no name, se impusieron al griterío
histérico de los fans. El sueño por fin se había hecho realidad, y la infinidad
de imágenes que recreaba en mi cabeza cada vez que escuchaba The Joshua
Tree, se hicieron tangibles ante mis ojos. Aquella noche fue una noche
de deseos consumados, donde todos intuimos que algo estaba pasando. Bono
también fue consciente de ello, cuando preso de la emoción se preguntó: «¿por qué demonios no hemos tocado antes
aquí? … realmente no lo sé». Pero eso no fue todo, porque rendido a la
fuerza que todos desprendíamos al otro lado del escenario, se encaramó como un
guerrero a lo más alto de una de las torretas del escenario mientras el resto
de los componentes del grupo le miraban con cara de incredulidad y espanto, y The
Edge le invitaba una y otra vez a bajar de ese ficticio cielo que
aquella noche se convirtió en su olimpo. Fui testigo de un mágico encuentro
entre almas deseosas de encontrarse. Para todos fue una noche mítica. También
para U2, ya que Bono siempre recuerda este concierto como
uno de los mejores de la historia del grupo.
Aquel verano de 1987, cuando todavía éramos
jóvenes, para mí significó el inicio de una cierta independencia económica, el
saltar de los conciertos gratuitos patrocinados por los ayuntamientos a los
conciertos de los grupos extranjeros del momento en las pequeñas salas
salpicadas por el centro de la ciudad. Pero ese concierto significaba algo más.
No sólo eran los grupos, sino también el espacio y la convulsión en los medios
y en la multitud de jóvenes que imitábamos a aquellos otros jóvenes europeos
que disfrutaban de largos y alocados festivales veraniegos. (Crónica publicada en Qué.es con
motivo de la gira 360º y su concierto en Barcelona el 30 de junio de 2009).
Ángel Silvelo Gabriel
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