Los reflejos del verano todavía se
abren paso en la calidez de tu cuello. Sin embargo, mi imaginación acude hasta
el bar de este hotel, en el que un día me conformé con mirarte sin conocer
todavía tu verdadera identidad. En ese momento, yo era un abogado que había
colgado su título en la percha del despacho días atrás. Mi defensa, por tanto,
era nula, porque no se basaba en los alegatos que tenía aprendidos de mis
muchos años de profesión, sino en la cédula que, en forma de deuda amorosa,
te extendí aquel día entre efluvios
color cereza. Ahora, sin embargo, vuelvo a mirarte, y pienso que ya no existe
la posibilidad de establecer una nueva cláusula de arbitraje entre
nosotros, por mucho que te esté mirando tumbada, y desnuda, en la misma cama,
del mismo hotel, donde hicimos el amor por primera vez. Te miro una vez más, y
lo hago aliado con la luz que se filtra por las cortinas de un color níveo que
me recuerda demasiado a nuestro primer deseo, ese que nos visitó sin apenas
darnos cuenta, y que nos llevó de viaje a lo largo del tiempo bajo la penumbra
de la dicha del amor. ¡Ah, el amor!, ese motor que mueve el mundo y, al que
ahora,, a pesar de todo, no soy capaz de dedicar una de esas odas que tanto me
gustaba recitarte entonces y, que igual que el láudano, te embriagaban la
mirada y ese último sentido con el que disfrutábamos el uno del otro. Recuerdos
que, como hoteles perdidos, ya nunca seremos capaces de volver a encontrar.
Sueños imposibles que me hacen pensar que un día fuimos felices, es cierto,
pero que ahora sólo somos reos de nuestras propias desdichas. Tú, empeñada en
ejercer de juez y parte en los alegatos de mis deseos, y yo, convertido en un
picapleitos sin futuro.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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