No hay
mayor soledad que la que nos acoge en la muerte, o quizá sí, aquella que nos
acompaña cuando nacemos antes de caer en brazos de nuestra madre. La muerte es
ese espejo oscuro que debemos atravesar solos, a veces, en la cercanía de
nuestros familiares; y en otras ocasiones, lejos de todo aquello que nos
resulta cotidiano o cercano. En este sentido, Valérie Mréjen, nos
muestra en su nouvelle Selva
negra, las mil y una formas que hay de llegar a ese momento de
oscuridad o de viaje a ese otro lugar que nadie conoce salvo cuando deja este
mundo. Selva negra es igual a una película llena de pequeñas historias
que van y vuelven como un boomerang que recoge instantes de una vida —a veces hasta
de dos o tres—, y que en su aparente frialdad, sin embargo buscan la necesidad
de lo fragmentario en la determinación del final de cada uno de los múltiples
protagonistas de este travelling de inesperadas soledades, muchas de ellas
escogidas de los relatos cercanos que los allegados a la narradora le han
contado y, en otras ocasiones, a la propia auto-ficción de Mréjen, en la que
fantasea con el reencuentro a lo largo del tiempo y de su vida con su madre,
fallecida cuando la autora era todavía una adolescente. Estas shorts cups literarias deben mucho a la
faceta de video artista y de cineasta de Mréjen, pues se nos presentan en su
vertiente literaria como microcosmos que en sí mismos no pasan de la mera
anécdota, para en su globalización, afianzarse como un cuerpo sólido de lo
efímero que resulta la vida y su fragilidad ante las desgracias, el destino o
las casualidades no buscadas. También hay cabida para el suicidio en este
multigrama de soledades abruptas, de hecho, el nombre de la nouvelle hace referencia al famoso bosque
llamado Aokigahara o Mar negro de árboles, donde en el año 1960 el escritor
japonés Seicho Matsumoto situó el suicido de su protagonista Kuroi Jukai (Selva negra), siendo este
lugar, a partir de entonces, un espacio al que acuden muchos japoneses para
quitarse la vida.
Selva
negra es un conjunto de
microrrelatos en forma de pequeños espejos negros que nos muestran, por un
lado, la capacidad narrativa de la autora puesta al servicio de un nuevo
lenguaje muy cercano a la concepción narrativa norteamericana, en el que lo
espontáneo e instantáneo nos lleva a ese borde del abismo inesperado ante el
que no sabemos qué hacer, pues todo es nuevo y distinto, tanto en la forma como
en el fondo; y por otro, es una especie de alegoría que nos advierte de la
soledad con la que conducimos nuestras vidas, enrocadas en lo unipersonal o single, cuando en verdad, esa será la
verdadera prueba a superar en nuestro propio final. Nada es perenne en el
tiempo, si acaso, el recuerdo que los demás tengan de uno mismo y, que a su
vez, también será víctima de su propio paso del tiempo.
En
una sociedad donde el verdadero rey del tiempo es el instante, la muerte se
convierte en una de sus múltiples posibilidades, atraída, sin duda, por el
devenir de los tiempos. Nada escapa a la sociedad de la tecnología, donde todo
cambia en un segundo y nada vuelve a ser como antes, tal y como sucede con la
propia muerte y, más ahora, donde se ha instalado la espantosa e imperiosa necesidad
de reivindicar el pensamiento único a través de masacres masivas que no
contemporizan ni con la razón ni con la vida, sino con el espanto de la
barbarie que acelera nuestro encuentro con las inesperadas soledades llenas de
espejos negros.
Ángel Silvelo Gabriel.
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