Asimilar
la muerte del hijo con las herramientas que nos proporcionan las palabras y los
recuerdos que, igual que una soga que se va desplazando por nuestro cuello, nos
van dejando la marca del dolor. No hay excusas para la huida, pero desandar el
camino del amor, la vida y las sensaciones que nos provocan la ausencia, es lo
que nos va a permitir distanciarnos del dolor, la muerte y sus consecuencias.
Esa especie de ruta del desamparo en la que transita el propio escritor para
afrontar desde la auto-ficción la pérdida del hijo, pero también de sus sombras
y gestos, lo que le permite al padre reconstruir la esencia de lo perdido para,
poco a poco, visualizar ese escenario que la memoria del dolor se niega a ver
una y otra vez. Desde un estilo sobrio y, en demasiadas ocasiones, falto de una
intensidad lírica acorde a lo que se narra, Wolfgang Hermann nos va
dando pistas de aquello que destruyó su vida, sumergiéndose para ello en la
luz, el jardín y los cambios que se producen en ambos a lo largo de las
estaciones. La luz está muy presente en esta nouvelle publicada por Periférica, y lo está, como demiurgo
de las almas perdidas que transitan en busca de algo de amparo y felicidad, por
muy exigua que ésta sea. La asimilación de los propios errores llevan al
narrador a hacer todo lo posible por encontrar una respuesta, tanto a su vida
como a aquella que no vivió por culpa de los otros y de sí mismo. Hay huellas
invisibles que en verdad son las que nos marcan el camino, parece decirnos Hermann,
y es en ese territorio de lo invisible donde deposita sus escasas certezas a la
hora de redimir sus culpas y proyectar sus esperanzas: «Sólo queda el recuerdo,
la memoria, el espacio interior, que nadie puede quitarme. ¿Qué nadie puede
quitarme? ¿Acaso la irrupción de la catástrofe en mi vida no aplastó mi espacio
interior? Vivo en el túnel de imágenes angustiosas e inmutables». Un espacio
interior que Hermann doblega con la memoria del dolor.
Despedida
que no cesa es una nueva muestra de una
elegía narrativa ante la pérdida de la vida en plena adolescencia; un tiempo
donde el cuerpo y la mente están en plan formación, y si bien es verdad que Wolfgang
Hermann la afronta con valentía, no acaba de dejarnos ese poso de lo imprescindible
cuando la acabas de leer. La frialdad o el mimetismo anti lírico determinan tal
aseveración, si bien es cierto que, cuando el autor se aproxima a la auténtica
elegía poética, nos hace percibir la intensidad de las sensaciones que una
pérdida de este tipo producen en nuestro interior, e incluso nos da un poco de
luz dentro de un interior marchito y apagado: «Los záparas, una tribu indígena
del Amazonas, se sientan al fuego antes de la salida del sol y se cuentan sus
sueños. Sólo entonces puede comenzar el día. Si los sueños son buenos deciden
ir de caza. Los záparas eran antes cien mil. Hoy quedan doscientos. Su
antiquísimo idioma lo hablan cinco adultos.
Los záparas sueñan su vida antes de vivirla. ¿Será por
eso por lo que están a punto de extinguirse en este mundo sin sueños.» En esas
coordenadas, donde los sueños se imponen a la realidad, es donde Wolfgang
Hermann sitúa su Despedida que no cesa para superar
la pérdida del hijo…, y también de la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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