Hoteles y maletas, como el juego
perfecto donde los sueños se pierden en la nebulosa de los deseos…, hoteles y
maletas, como la perfecta combinación de las pasiones que primero dejan huella
y más tarde se transforman en fantasmas de las ausencias…
Abro la puerta del armario
mientras compongo esta serie de pensamientos perdidos en los últimos refugios
de mi memoria. No me cuesta dar con la pila de maletas que se esconden en la
silente oscuridad del fondo de mi nuevo closet.
Cojo la más grande y la abro, conocedor de que las guardo al estilo de las matrioskas
rusas, en un maravilloso juego que conjuga a la perfección orden y espacio.
Cuando le toca la vez a la más pequeña, la saco a la generosa luz del pasillo,
y, compruebo, si contiene algo en su interior. Entonces, un golpe repentino de mi
memoria, me advierte del peligro que estoy corriendo, y mi cabeza se inunda de
pensamientos del estilo: hoteles y maletas, secretos sin confesar… «¿Qué habrá
detrás de su cremallera?», me pregunto…, pero cargado de una repentina valentía
abro con decisión la intimidatoria cremallera; resultado: está vacía. Me la
quedo mirando y recuerdo la ilusión con la que Inés y yo fuimos a comprarla a
unos grandes almacenes, y cómo, por casualidad, nos encontramos con un viejo
amigo de Inés que, también por casualidad, era el jefe de la sección de artículos
de viaje. Aquel día, buscábamos una maleta para los fines de semana, pequeña,
de fácil manejo y tan fugaz como los buenos momentos de intimidad y placer de
los que disfrutaríamos en nuestros particulares viajes a hoteles que nos
distanciarían de la rutina diaria, y, que además, nos acercarían el uno al otro.
Y ahora que lo pienso, me doy cuenta que todos los verbos están conjugados en
condicional. «¿Acaso cabe alguna condición en el verdadero amor?», me pregunto.
Hoteles y maletas, como
deudores de falsas facturas exentas de cariño…, hoteles y maletas, como espejos
rotos que declaman nuestros mezquinos sentimientos. Sí, todo partió de una
casualidad, de un reencuentro, de un recuerdo; un inesperado recuerdo que hace
que me fije en el pequeño bulto que sobresale de la tapa superior que, en su
parte interior, tiene un compartimento destinado a las prendas más delicadas. Abro
la cremallera, pero en vez de sacar su contenido, lo toco. Mi tacto sabe
distinguir el calzoncillo olvidado de mi último viaje de trabajo, porque ese
fue el destino final de nuestras inocentes ilusiones iniciales, reconvertirlas
en viajes de trabajo y vacaciones familiares donde nosotros no éramos los verdaderos
protagonistas de aquellas historias viajeras; o eso al menos creí yo. Víctima
de mis propios errores, y de los ajenos, la cierro con decisión y la cojo del
asa, pero cuando me dispongo a terminar de cumplir con mi misión, recuerdo lo
que Inés me dijo aquella tarde: ¿cariño, has comprobado que esté vacía? Lo que de
nuevo me lleva a nuestra última conversación:
—No— le contesté—. Sólo tiene
el neceser de mi último viaje de trabajo— le miento.
—Será otra cosa— me
contestó ella—, pues recuerdo haberlo sacado y haber usado ya todos los
productos que contenía.
Hoteles y maletas donde
las cúpulas de los recuerdos dejan de ser transparentes…, hoteles y maletas,
como perfecto binomio de las declaraciones de guerra no pronunciadas. Todavía,
víctima de mis propios errores, y de los ajenos, soy incapaz de firmar el
armisticio que de una vez por todas me traslade a ese espacio donde sólo reine la
paz que tanto necesito, pero como no me siento con las fuerzas suficientes para
dar ese gigantesco paso antes de meter de nuevo la maleta en el armario, me
pierdo en la inmensidad de la moqueta de la habitación del hotel en el que resido
desde aquella fatídica tarde. Sólo le pedí dos cosas a Inés: quedarme con el
juego de maletas e irme a vivir a un hotel. Y ahora, que de nuevo intento abrir
la valija más pequeña para extraer aquello que no quiero ver, mi escasa
inteligencia todavía es capaz de avisarme que no lo haga. Mi escaso valor para
enfrentarme a la realidad me lleva hasta mi infancia, hasta aquellos días en
los que pasaba las tardes viendo películas de misterio; películas de misterio
en las que a veces, después de la palabra the
end, no te enterabas de quién era el asesino. Y del mismo modo que
entonces, renuncio a saber la verdad, y me engaño a mí mismo a la vez que por
fin deposito la maleta en el lugar que le corresponde dentro del puzzle estilo
matrioska, en un maravilloso juego que conjuga a la perfección orden y espacio.
Pero cuando creo que ya he superado el miedo a salir del agujero donde me he
metido, me quedo sin el aliento suficiente para poder sentarme en la silla del
escritorio de la habitación del hotel en el que me encuentro, porque recuerdo, sin
poder remediarlo, la sonrisa Profidén del antiguo novio de Inés. Un sujeto al
que yo no conocía, pero que hasta este momento, yo creía que nos había vendido
uno de los mejores recuerdos de nuestra vida.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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