Tengo la sentencia del Magistrado en
mi mano. No la leo, porque sé que me va a condenar. ¿Por qué todos creen que
estoy loco y nadie me entiende después de mi gran descubrimiento? Ya sólo deseo
contemplar como cae la nieve a través del gran ventanal del estudio en el que
tú te encuentras, un muro tan fino como la tela del lienzo que me persigue. Si
sigo adelante es por ti, porque me confieso tan indefenso ante tus poderes que
ya no me molesto en vencerte. Mi abogado tampoco cree en mí y, antes de irse,
me tiró a la cara un ejemplar de la Constitución rogándome que la leyera y que
buscase en ella algún alegato que defendiera mi postura. Él tampoco me
entiende, pero yo no necesito leer ningún papel impreso para justificar a mis
sentimientos. Aunque mi mujer me condene con su presencia para el resto de mi
vida, yo elegí perderlo todo y ser víctima de mi locura. De ahí que me rebele
contra esta maldita sentencia que tengo entre mis manos, un papel que no
entiende de amor, sino de leyes. Por qué nadie me comprende cuando es tan fácil
de entender que yo sólo quiero estar a su lado y vencer la distancia que nos
separa. Deseo tanto poseer aquello que me hace feliz que no me importa su
apariencia. Su presencia en dos dimensiones, para mí, es mucho más real que las
personas que me rodean. Qué haré mañana, cuando tú también abandones esta casa
y acabes ante los ojos de otro. Esa será mi verdadera condena, no poder
disfrutar más de tu sonrisa y no poder perderme en la oscuridad de tu mirada.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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