No se puede hablar de literatura sin hablar de la vida. Y no se debe confundir la vida con la literatura, aunque es casi imposible deslindar la vida de la literatura. Aseveración de la escritora y académica Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) en La vida oculta, XXI Premio Anagrama de ensayo de 1993. Hasta ese año, solo había publicado una pequeña parte de su obra narrativa, pero aun así plantea con rotundidad su experiencia literaria. Resulta una obra muy amena y en la que tenemos la posibilidad de descubrir a esta mujer cuya vida gira en torno a la escritura, y que habla de ambas de una manera honesta, sincera, reflexiva… utilizando insistentemente las preguntas retóricas.
Convencida de que no hay un método para escribir, ni para vivir, ni para conciliar lo uno con lo otro, manifiesta que el escritor no cuenta cosas de su vida, sino cosas de la vida de los demás, siendo estos demás casi siempre imaginarios, o él viviendo otra vida, o viviendo de otro modo la vida. Y es que hay que percatarse de que la realidad ya está hecha y de que lo literario todavía no existe, pero que puede llegar a existir. Debe quedar claro que lograr la verosimilitud no está en relación directa con la veracidad de la historia, sino con la necesidad de distanciamiento del escritor. Según su opinión, se escribe sobre la realidad vivida por un impulso de venganza o por un deseo de homenaje.
Por eso, el escritor es la persona que no se contenta solo con vivir. Lo que pretende es inventar una vida distinta sobre el papel. Al igual que todo lector, el escritor, cuando lee, busca la amistad íntima y segura de la persona que escribió esas páginas en las que inevitablemente se deslizó algún fallo. Busca la compañía, el apoyo, la complicidad y el estímulo de ese espíritu afín que anida en la obra maestra, en la escena perfecta, en el personaje verdadero. Además, el escritor, que ambiciona conmocionar al lector no puede vivir fuera de su época. No se trata de si el mundo cabe o no cabe en las páginas de un libro, sino de que esas páginas del libro creen un mundo. Las grandes novelas interesan por la visión del mundo que transmiten; los libros que dejan huella presentan un modo de vida, una manera de mirar las cosas. Al final, la concepción de la vida que tiene el escritor se refleja en sus obras de ficción.
Piensa que, en el lenguaje, las palabras están cargadas de un mensaje moral y que por eso nos preocupan tanto; que el lenguaje ha sido el instrumento más relevante para la interpretación y dominio del mundo, y, por lo tanto, quien escribe una novela está interpretando ese mundo. Pero no cree que la literatura siempre dé respuestas. Puede que se escriba y se lea para no dejar que la pregunta cese y, al hacerlo, autor y lectores no hagan sino responder a un plan general. Se escribe y se lee como si fuera parte de nuestro destino, como si estuviéramos obligados a construir un mundo fuera del que tenemos. Todas las historias que el hombre inventa nos comunican la incertidumbre de nuestra condición. Este tipo de reflexiones inunda el libro.
Ella comenzó primero a escribir relatos. Confiesa que, teniendo en cuenta su incapacidad para contar cuentos, le resultó muy grato descubrir que era capaz de inventárselos silenciosamente en el papel. Es consciente de que la necesidad de fabulación, propia del hombre, es un oficio viejo, pero también nuevo: cada vez que un contador de cuentos toma la palabra el mundo parte de cero y su auditorio se instala en la ignorancia para, al ir escuchando, ir aprendiendo, ir entendiendo. La meta del cuento es alcanzar la inmortalidad. En razón de su brevedad, de su necesaria concisión, el cuento tiene un centro y su final es tanto una conclusión como una invitación a volverlo a empezar.
Hasta casi los treinta años no llegó su primera novela. Con ella quería comunicar sus confusos sentimientos creyendo que eran originales. Al revisarla dos años después, comprendió que más que la expresión de su mundo interno, necesitaba crear un mundo coherente y real, verosímil, así como unos personajes con su propia identidad. A partir de entonces, en cada novela que ha escrito, se ha planteado un problema nuevo, un reto distinto.
Mientras escribe corrige algo, pero es de las personas que prefieren escribir, avanzar y no volver atrás hasta que no ha puesto el primer punto final. Una vez que la novela está acabada, publicarla significa abandonarla a su suerte. Opina que es fundamental ser conscientes de que será leída y juzgada por personas conocidas y amadas, por personas conocidas y hostiles, por personas absolutamente desconocidas. Y puede que el libro no encuentre muchos lectores. Pero el escritor siempre debe creer que ha hecho un hallazgo importante y que por eso lo ha ofrecido a los demás.
A pesar de que, en esta época, ya declara que no ha encontrado una fórmula para escribir una novela, se aventura a definirla como una cadena de pensamientos que trata del hombre, de su forma atinada o no de vivir. Por esta misma razón cree que la novela sí es susceptible de ser analizada, mientras que es imposible desentrañar la fórmula mediante la que se ha escrito, porque no existe esa fórmula, se trata de música. La condición primordial de la novela es salir del mundo real, crear otro, pero si no atrapa la atención del lector, es letra muerta. Por eso solo una buena novela consigue sacarnos de este mundo. Y para eso el escritor debe eliminar lo superfluo y concentrarse en lo esencial. En esa decisión, de qué decir, qué omitir, en ese ejercicio de elección está el secreto de una buena novela.
Por medio de sus palabras califica su quehacer, recuerda ese momento en que tomó consciencia de lo que hacía sentada en una cafetería y mirando: Esa necesidad de observar, de detener el tiempo… así supe que mi trabajo, mis trayectos, mis obligaciones y responsabilidades eran ocio. Así como mi vocación, mi afición eran ocio.
Además de escribir, en una ocasión formó parte de un jurado. Experiencia inolvidable pues reconoce la enorme dificultad que supone el juicio equilibrado, razonable y estimulante que en varias ocasiones hubiera pedido para ella. Estaba segura de que no iba a encontrar al artista no porque no existiera sino porque, como sucede cuando se comparan unas cosas con otras, su mente se había enturbiado. Y entendió por qué se emiten tantos juicios equivocados o desacertados, por qué se clasifica mal una novela o por qué muchas veces tarda en valorarse una obra. Se percató de que es muy difícil tener criterio en materias tan delicadas, de que los gustos literarios son un asunto totalmente personal y de que, desgraciadamente, todavía no se ha inventado la forma de medir la calidad de una novela. Es tajante: el escritor no puede fiarse de nadie; no puede creer de verdad en los elogios ni aceptar totalmente las críticas.
En este ensayo, nos hace partícipes de sus gustos literarios; profundiza tanto en las obras como en la forma de escribir de muchos artistas relevantes de la literatura universal. Son análisis singulares, nos enseña otro prisma. Como muestra hemos escogido la obra el Quijote y el escritor Baroja.
Quijote: es en sus páginas donde se contienen todos los enigmas de la humanidad; el permanente juego con la realidad y la ficción, el cuestionamiento de la cordura y la locura, el entendimiento íntimo entre los hombres, las redes de complicidad y simpatía que se tienden entre ellos… Por todo esto, en este libro lo más importante es la idea; parece concebido para ser fundamentalmente abstracto, pero, al darnos muchos detalles de algunos aspectos de la vida, rompe los moldes de la abstracción para crear la más inverosímil realidad. El equilibrio del que parte es tan inestable, que se sostiene sobre el increíble castellano de Cervantes, sobre el fluir de las frases encabalgadas con una complejidad y naturalidad desconocidas hasta el momento y convertidas, a partir de entonces, en modelo de lengua.
Baroja: sus novelas se definen como fragmentos de novelas más que como narraciones acabadas y redondas. El autor está tan presente en ellas que es su personalidad la que se impone y seduce al lector, que finalmente deja de preguntarse si sus novelas son o no perfectas, y se abandona a la lectura. Sus personajes hablan mucho, sobre la vida, las mujeres, las teorías políticas y filosóficas en boga; buscan ideas, expresan ideas; persiguen una filosofía que les ayude a explicar sus vidas. Y como es él son sus personajes: individualistas, fatalistas, envueltos en una tristeza abstracta y vaga, perseguidos por el fantasma de la catástrofe sentimental. Pero, a pesar del irremediable pesimismo, sus novelas son portadoras de vida.
Para ella asistir a la Feria del libro no deja de ser un ejercicio de humildad: Situarse detrás de los libros y saber que el fruto de tu obsesión y de tu esfuerzo, de tus desvelos y de tu inspiración, de tu desasosiego y de tus íntimas satisfacciones no es sino un producto más de los muchos que el curioso o distraído paseante puede escoger y finalmente comprar. Eso es el libro, un producto ni siquiera imprescindible y que, una vez utilizado, leído, puede quedar abandonado.
Acabemos, cómo no, con otra interesante reflexión de Soledad Puertas que: Escribir es difícil, pero la vida lo es más. Nadie sabe cómo vivir, tampoco el novelista, pero describe e inventa la vida.
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
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