Se presentó en el juzgado rodeada de paparazzi que no paraban de hacer un click tras otro siguiendo sus movimientos. Esa era la ofrenda para sus admiradores. Un derroche de glamour, al que el fiscal de la causa no estaba acostumbrado, y ni siquiera el juez, que dictó el sobreseimiento del procedimiento. Yo la miraba atónito, buscando un argumento para despojarla de su falsa máscara. No recuerdo cómo lo hice, pero me deslicé entre sus pegajosos aduladores y logré enseñarle aquella fotografía. Una imagen que consiguió desplomarla en el vestíbulo. Todo sucedió tan deprisa, que sólo recuerdo su mirada perdida y la satisfacción que me produjo verla así, tendida en el suelo, y rodeada de personas que desconocían la verdadera razón de su zozobra. Yo sólo veía a mi madre atrapada por su conciencia, pero para ellos, era una diva que se había caído a la salida de los juzgados.
Ángel Silvelo Gabriel
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