El amor tiene múltiples representaciones, y se muestra
ante nosotros de diferentes maneras, pero el amor que nos describe Elizabeth
Smart en Grand Central Station… es un amor líquido: «Todo lo inunda el
agua del amor: de todo lo que ve el ojo, no hay nada que el agua del amor no
cubra». Todo fluye en este relato cual río del amor, porque para ella, ese
sentimiento posee la cualidad de la licuosidad capaz por sí misma de derribar barreras,
adueñarse de todos los territorios sin explorar, o inundar cualquier resquicio
de nuestras entrañas hasta llegar a la sangre. Amor cristalino lleno de pureza,
pero también amor rojo teñido de sangre. Sangre cargada de la pasión capaz de
generar una nueva vida…, sangre de menstruación que significa la pérdida del
fruto natural del amor.., y sangre limpia que se derrama a borbotones fuera de
las venas para dejarnos sin nada. En Gran Central Station… representa
la suntuosidad del amor, pero también, el viaje de libertad y dolor que Elizabeth
Smart inicia cuando se enamora del poeta George Barker sin
conocerle. Su exploración del otro es la posibilidad de proyectar la literatura
dentro de la propia vida. Y ella lo hizo cargada de la sinrazón del que cree en
sí mismo y en su destino. «El amor es fuerte como la muerte», y ese axioma que
reclama en numerosas ocasiones a lo largo de esta novela escrita en prosa
poética, es el que la llevó a hacerlo sola y a solas frente al mundo y las
convenciones sociales de una época que todavía no estaba preparada para asumir
tales retos en la búsqueda de la propia identidad que, además, tienen su
representación material más allá de los recuerdos, pues la escritora canadiense
los convirtió en novela. A día de hoy, En Gran Central Station… está
considerada como un clásico de la literatura, y uno de los hitos dentro de lo
que se ha dado en llamar como literatura feminista, pues se encuentra en ese
doloroso Olimpo junto a títulos como: Jane
Eyre de Charlotte Brontë, Ancho Mar
de los Sargazos de Jean Rhys, Al despertar de Kate Chopin, o Una habitación propia de Virginia Woolf. Y quizá haya pasado
a la historia de la literatura como un clásico, porque en esa batalla contra el
mundo y contra sí misma, Elizabeth Smart asumió el mayor de
los riesgos: difuminarse en el devenir de sus días aún a riesgo de perder su
faceta creativa, lo que sin embargo no la desanimó para hacer frente a su reto
de enarbolar el amor incondicional hacia la persona amada: «El veneno se ha infiltrado
en mi sangre. Estoy de pie en el borde del acantilado, pero el fututo ya está
hecho». O la condena que lleva implícita su ilícito deseo: «No hay nada que
hacer sino agacharse y recibir la cólera de Dios». «La trampa se ha cerrado y
yo estoy en la trampa». Porque nada fue igual cuando mucho tiempo después
intentó retomar su faceta como poeta y escritora.
Sea como fuere, hay veces que nos llega un sonido desde
el infinito que nos persigue y nos obliga a ir en su busca. Un sonido que es
como el eco de las olas cuando nos acercamos una caracola al oído, o como una
melodía de jazz que desconocemos pero nos atrae, o por qué no, también puede
ser el runrún de la poesía, de un poema o de la mano del poeta que lo escribió.
Eso, o algo muy parecido, le ocurrió a Elizabeth Smart, el día que en su
vida se cruzó un libro de poemas de George Barker en una librería de Londres,
pues igual que el hierro candente que es capaz de herirnos más allá de la piel,
ella sucumbió ante la obra y la figura del hombre que soñó igual que la más
tenebrosas de las pesadillas. En esa íntima oscuridad que no entiende de
medidas ella transformó un encuentro fortuito en una tormentosa y suicida
historia de amor que nada ni nadie supo impedir o tan siquiera predecir sus
consecuencias. Unas consecuencias que más allá de una exacerbada anatomía del amor,
ha dejado para la posteridad una novela escrita como si fuera un largo poema en
el que no cabe otra cosa que no sean los versos cargados de metáforas que simbolizan
un deseo, un despertar, un sueño…, pero también una desdicha, una pesadilla, o
por qué no, una última esperanza.
Laura Freixas,
en la edición de la Editorial Lumen, nos ilumina acerca de la autora y su época en un
magnífico prólogo titulado, La resurrección
de la letra muerta, y también, sobre el fuerte componente de estilo que
atesora, pues en esta novela autobiográfica se concitan —a través de la prosa
poética con la que fue escrita—, una buena parte de las tendencias literarias
de la época en la que fue publicada (1945), ya que la autora juega de una forma
magistral con la escritura automática, la meta literatura, el collage o la perfomance de unas imágenes que se
superponen y yuxtaponen a lo largo de las diez partes en las que se divide. Todo
cabe En
Grand Central Station…, como todo cabe en el amor, pues armoniza y
derriba las murallas de un universo íntimo que sólo entiende del egoísmo hacia
la persona amada, para de ese modo, reclamar la libertad sin fronteras que
representan: la reivindicando sin mesura de la presencia del otro, pero también
de su tacto, de su imagen, de su pensamiento…, como si todo formar parte de una
exacerbada anatomía del amor.
Ángel Silvelo Gabriel.
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