viernes, 10 de febrero de 2017

LA VELOCIDAD DEL OTOÑO DE ERIC COBLE, INTERPRETADA POR LOLA HERRERA Y JUANJO ARTERO BAJO LA DIRECCIÓN DE MAGÜI MIRA: LA VICTORIA DE LA MADUREZ SOBRE LAS ARRUGAS DEL TIEMPO



La búsqueda de la libertad o de la belleza, no conoce el sentido en el que avanzan las agujas del reloj, porque esa alma limpia y libre que nos acoge lúcida y brillante en nuestra juventud en lo más profundo de nuestro ser, y a la que con el paso del tiempo denominamos locura, no es sino la necesidad de seguir viviendo en el mundo que nos hemos creado cada uno de nosotros a lo largo de nuestras vidas. Cuando intuimos el final, sin embargo, nos aliamos con esa visión del mundo que nada más entiende de las ilusiones perdidas; unas ilusiones por las que todavía nos sentimos capaces de luchar por mucho que el resto de la humanidad no las comparta o ni tan siquiera las entienda. El único acierto del texto de Eric Coble, quizá esté ahí, en desdramatizar el fin de la vejez, y plantearlo a través de la victoria de la madurez sobre las arrugas del tiempo. En esa intencionalidad tan vital de la anciana de 81 años —estupendamente interpretada por Lola Herrera— es donde se salva el texto de La velocidad del otoño que, sin embargo, en líneas generales es un texto flojo por lo plano, y conformista por lo previsible que nos resulta en demasiadas ocasiones. Un debe que se traspone en haber, gracias a las interpretaciones tanto de Lola Herrera como de Juanjo Artero, pues ambos juegan sobre el escenario a mostrarnos la complicidad de dos soñadores que va más allá de la que pueden mantener como madre e hijo —que también— El pasado, los recuerdos y la necesidad del amor y la comprensión, son las herramientas con las que Alejandra y Cris llegarán a un punto de encuentro invencible, pues su unión, no es sino la de dos almas gemelas que, a medida que transcurre la obra, se fusionan en una complicidad cuyo objetivo final no es otro que la innata persecución de la felicidad que a todos nos acoge. Alejandra y Cris, Lola Herrera y Juanjo Artero, son dos almas gemelas que no dudan en aparcar la realidad que les rodea, para sumergirse en un mundo idealizado por ambos, lo que les llevará por las frondosas tierras del mundo del arte y la belleza, un proceloso terreno en el que volcar sus temerosos espíritus, pues ambos están muy necesitados de cariño y de comprensión. Ese viaje que les lleva a los dos personajes —madre e hijo— a dejarse llevar por la senda de los sueños, es la mejor muestra de que la falta de un objetivo por el que luchar en la vida nos deja anclados en las fangosas tierras de la incomprensión y la mediocridad.



No obstante, La velocidad del otoño no es sólo una crítica directa al trato que damos a las personas mayores —juguetes rotos de una sociedad que, cuando ya no le sirven, se aparcan en residencias para mayores—, sino también es un exclamación contra la poca imaginación que nos posee y nos atrapa en nuestro día a día, pues esa falta de capacidad para ponernos en el lugar del otro nos diezma los sentidos, y también el amor. Vidas sin amor que caen arrastradas por la vertiginosa mediocridad del poder del dinero y de las propiedades. No cabe aquí mejor refrán que aquel que dice: «que era un hombre tan pobre, tan pobre, que sólo tenía dinero». En nuestro caso, el piso de gran valor en el que vive Alejandra —y del que quieren desalojarla sus propios hijos para mandarla a una residencia— es el valor del dinero, pero que de una forma sutil e inteligente, es contrapuesto en el escenario por ese gran árbol por el que su hijo, Cris, accede a la vivienda, en una magnífica metáfora de lo que significa el valor de la libertad. Más allá de todas estas apreciaciones hay que destacar, por el significado que tiene y por la profesionalidad con la que se desenvuelve en el escenario, el trabajo de una gran Lola Herrera, que se atavía de sus mejores armas interpretativas para adueñarse del escenario. Y frente a ella, Juanjo Artero, que le da muy buena réplica en el papel del hijo pródigo que necesita soñar, tanto como su madre, en este retablo en el que se nos recuerda la victoria de la madurez sobre las arrugas del tiempo.



Ángel Silvelo Gabriel.                                               


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