Con este artículo queremos ensalzar ese oficio histórico que surgió con la aparición de la imprenta y para el que hacen falta una gran concentración y muchos conocimientos generales y que ―a la vista de los errores que, diariamente, aparecen en las ediciones tanto de prensa como de libros― está en horas bajas: el corrector de textos.
Vamos a comenzar por traer a colación una de las premisas que se lanzaron en el X Seminario internacional de lengua y periodismo: Los correctores hacen mejores escritores y periodistas. Según lo vemos nosotros, un texto bien escrito es la mejor tarjeta de presentación tanto para un particular como para el más laureado de los literatos.
El 27 de octubre se celebra su día, el Día Internacional de la Corrección o Día del Corrector de Textos. Fue instaurado en el año 2006 por la Fundación Litterae de Argentina y se puso en honor al pensador y humanista Erasmo de Rotterdam por coincidir con su natalicio. Desde entonces hemos visto cómo este oficio ha ido evolucionando o, mejor dicho, se ha especializado en función de su objetivo: corrector de estilo, verificador de hechos y lector de sensibilidad, que está haciendo fortuna últimamente.
Vamos a concretar mejor su función. Tendemos a pensar que un corrector solo debe corregir los errores ortográficos y gramaticales, pero nos equivocamos. Lo que, a continuación, mostramos no es más que un resumen de su arduo trabajo:
- Revisar el contenido, ese que logra hacer que el texto sea comprensible y no contenga pasajes de difícil interpretación.
- Fijarse en que las relaciones entre las distintas partes del texto reflejen la buena conexión de las ideas que, con anterioridad, estaban en la mente del autor.
- Adecuar el contenido a la situación comunicativa, evitando, por ejemplo, los coloquialismos excesivos en un texto formal y los términos cultos en una situación informal.
- Facilitar la lectura a través de la claridad y el orden, guiándole al lector a través de las recapitulaciones, resúmenes…
- Buscar el equilibrio de los párrafos para que no se excedan en sus dimensiones.
- Cuidar el aspecto formal del texto, con el fin de no dar la impresión de dejadez.
- Controlar los recursos retóricos o efectistas (la metáfora, la ironía). Así su utilización tendrá un fin claro y comprensible.
- Velar por la buena presentación, los márgenes, y por los criterios de utilización de mayúsculas, comillas, citas, palabras extranjeras, expresiones gastadas…
- Fijarse en que el estilo sea correcto, claro, natural.
- Y, también, analizar con lupa la sintaxis.
Después de esta extensa lista de tareas, ¿todavía alguien piensa que su figura no es imprescindible? O dicho de otra manera ¿hay algún escritor que sea capaz de rechazar un ayudante tan eficaz? La respuesta es que sí, a la vista de todas las erratas que constantemente leemos en la prensa y en muchas publicaciones. Algún avispado puede venir con la milonga de que hoy en día los correctores informáticos son de gran ayuda. Cierto, pero también plantean nuevos problemas como, por ejemplo, el hecho de que no discriminan categorías gramaticales, ya que corrigen sistemáticamente siguiendo un criterio por defecto, lo que hace que cometan, con mucha frecuencia, varios errores.
Para aceptar la necesidad de esa figura, el autor tiene que hacer un ejercicio de humildad y darse cuenta de que uno mismo es el peor corrector de su propio texto y de que se necesita un ojo entrenado, imparcial y conocedor de los recursos para que el texto brille por su calidad.
Desde luego, lo que está claro es que, si esa figura existe hoy en día en las editoriales de cierta relevancia, se ha relajado. Pérez Reverte lo dice con cierta nostalgia: Ya no hay gente así en las redacciones. Ni corrector de estilo, ni viejos maestros con la clave del gran periodismo en los ojos cansado.
No queremos acabar este artículo sin hablar de la nueva versión de este corrector de estilo, el lector de sensibilidades, que parece ser una tendencia emergente en Estados Unidos. Alfonso Álamo nos da las claves: muchos autores se han encontrado con que sus libros han sido mal recibidos por la forma en la que, posiblemente de manera involuntaria, han tratado a personajes, tanto por su sexo como por su religión o raza. Para evitar esto, se ha creado una nueva figura dentro del panorama editorial, el lector de sensibilidad, quien se dedica a revisar el texto para evitar ofensas.
Tal como lo plantea, lo primero que se nos puede pasar por la cabeza es la imagen del censor de antaño. Desde luego, la línea divisoria entre ambos es muy fina. Cualquier escritor que esté redactando algo ahora mismo se lo pensará dos veces antes de utilizar determinada palabra por miedo a las avalanchas de opinión que lo puedan tachar de racista, machista o elitista. Esta situación puede generar diálogos grotescos como los que nos muestra, a través de su marcado sentido del humor, Quim Monzó, en su artículo El ojo que nos vigila. Pero también puede derivar en el esperpento, como le sucedió a Javier Marías quien recibió una asombrosa carta desde Holanda: El remitente me decía que el adjetivo “agradable” con que había calificado a Obama (supongo que contraponiéndolo al muy desagradable Trump) le parecía “despreciativo”, porque era mucho más que eso. Me eché a reír y me quedé perplejo. Sin duda Obama es más, pero ¿desde cuándo es despreciativo “agradable”?
La anécdota nos parece ilustrativa de la incómoda situación en la que se puede ver envuelto un escritor, y como nosotros, en este mismo instante, estamos en ella, vamos a quitarle hierro al asunto y aportar un poco de cordura. Decía Ramón Gómez de la Serna, ya en 1914: El temor a la errata es la única inmoralidad que puede cometer un escritor que escriba con libertad y libertinaje. Así que… ¡ojo a la errata y menos avalanchas!
Artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
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