Atravesé
el espejo para buscar el verdadero significado de la vida y me tropecé con el
infinito. Ahora delante de mí no hay nada, sólo tierra y cielo; o mejor dicho,
una tierra caliente y un cielo intensamente azul. Esta panorámica, a la que yo
he bautizado como Al otro lado del espejo,
es una pócima que me sana de las imágenes que he dejado atrás. Eso es lo que me
hipnotiza de este lugar, la profunda sencillez de lo que aquí contemplo. Todo
lo que me rodea es la antítesis terrenal del mundo del que me he escapado. Es
como si hubiese regresado al principio de todo, a la génesis de los tiempos. En
la ciudad en la que yo vivía, apenas se vislumbraba el horizonte. Allí, la
línea visual de un cielo gris estaba entrecortada por mil y un edificios que,
como pequeñas luciérnagas, luchaban y luchan por apoderarse de una pequeña
parcela en la nada más absoluta. Aquí, sin embargo, mi mayor hallazgo ha sido
el de las pequeñas cosas; esas que te permiten encontrar la fórmula para vivir
con muy poco. Y ahora, que tengo que volver, siento miedo; miedo a perder la
pureza en mi mirada, y sobre todo, en mi alma de mujer que un día necesitó
reencontrase a sí misma al otro lado del espejo.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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