La miro y sólo veo lágrimas de acero
que recorren sus agrietadas mejillas. No son intangibles como las de la nana de
la cebolla, pero son tan reales, que trascienden a su mirada y a mis
sentimientos. Lo que otrora fuera una cara llena de luz, hoy es una tez
marchita y apagada. Cuando la miro me pregunto por qué, y no puedo dejar de
pensar en la crisis. A ella, cuando era joven ya le hablaron de un mundo mejor,
un mundo le decían, que junto a otros iba a cambiar. En ese tiempo nadie le
habló de la igualdad de oportunidades, sólo le dieron una herramienta de
trabajo y un horario que cumplir. ¡Qué peligroso es atesorar sueños que con el
paso del tiempo te das cuenta que no se van a cumplir!, sobre todo, cuando el
caprichoso destino que rige nuestras vidas llega cargado de una insoportable
sinrazón, y su ímpetu, nos deja sin argumentos. Hoy, el destino, ha querido que
me toque a mí —su única hija— levantarla de su revés final, y convencerla que a
pesar de que hoy le han dicho que no hace falta que vuelva a trabajar
mañana, no tiene por qué preocuparse, porque esta noticia no es más que otro
eslabón en la cadena de su existencia —¡qué ironía!—. A pesar de todo, la cojo
de la mano, y simplemente le digo: «¡mamá, mírame y no llores más! Al menos yo,
que soy tu hija, te digo que tu esfuerzo ha merecido la pena».
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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