Quizá
no haya nada más sutil que la corriente de aquel que deja las preguntas en el
aire con la certeza DE que es él quien maneja la situación y el poder. Ese
fariseísmo tan instalado en nuestra sociedad actual es más chirriante si cabe
cuando procede de esa falsa progresía que no ha sabido actualizar el discurso
del siglo XIX a nuestros días. En definitiva, todo es poder, parece advertirnos
David Mamet que, en Oleanna nos somete a una
acribilladora ráfaga de preguntas a las que es muy difícil encontrar una respuesta;
una respuesta satisfactoria —se entiende— en armonía con el bien general,
porque también quizá, están planteadas para que expiemos la búsqueda de la no verdad
de la verdad, más si cabe, cuando estos días asistimos estupefactos a
movimientos sociales y políticos adoquinados en el fango de tiempos pasados en
los que las diferencias se resolvían de la mano de las armas. No hay nada más
falaz que la perversión de la palabra en boca de quien se cree incardinado en
el alma de un pueblo o en el cuerpo de un Mesías Todopoderoso. En esos límites
de lo políticamente correcto es donde se desenvuelve el falso progresista profesor
universitario de esta obra de teatro. John es el paradigma de estos
tiempos modernos en los que ya nos hemos saltado la cadena de montaje sin
llegar a saber todavía qué hacer con ese tiempo que antes empleábamos en
apretar tornillos. La base de la derrota actual es la desconexión con la
realidad, pues todo nos parece poco a la hora de llevar a buen término nuestros
deseos, sean éstos legítimos o no. La letanía del dictador se posa sobre cada
uno de nosotros para arrojar la más tétrica de las sombras sobre nuestras vidas
y, lo que es peor, sobre nuestros actos. John acosa, pero lo hace en
plan tranquilo, porque lo ejecuta con la sutileza de los zorros en busca de
comida, sin que por ello deje a un lado los sueños que pertenecen a su canal
más transparente de cara a los demás; un canal compuesto de mujer e hijos, casa
nueva: chalet, y coche, sin olvidar ese trampolín que le hace merecedor de todo
ello: su nueva plaza como catedrático en una universidad de la que reniega, y
cuyo sistema educativo aborrece, pero al que no se contrapone más allá de emplear
fórmulas de palabras tan complejas que ni sus alumnos las entienden, aunque
éstas vengan bordadas en forma de un libro editado; una huella de la que nadie
se acordará el día que abandone la universidad. ¿Cabe más hipocresía? Quizá,
aún os quede un último rayo de esperanza para contrarrestar esa ola de auto
satisfacción. Carol lo hace de una forma anodina, al principio, y
salvaje al final. Ella es una alumna que, en la obra de Mamet,
representa el soporte sobre el que todavía puede descansar el ardor del
guerrero. Lo que ocurre, es que Mamet no se conforma con darle un
papel pasivo a la joven alumna que le pide a su profesor que le suba la nota de
la asignatura, para que de se modo no la echen de la universidad. Aquí, Mamet
proporciona a Carol el desgarro del superviviente que no tiene más armas
que las de la denuncia. Una denuncia que, cada vez más, cuenta con la
complicidad de la sociedad y la firmeza de las leyes encargadas de darle una
respuesta jurídica al abuso de poder, ya sea éste laboral, sexual o familiar.
Los
latigazos de David Mamet, en este caso, están proyectados por la
dirección de Luis Luque que, consciente del poder de la palabra
intrínseca a esta obra, deja en mano de Fernando Guillén Cuervo y Natalia
Sánchez el desbordante poder de la lujuria y la desdicha, para de ese
modo, conjurar en sus bocas la necesidad que toda buena obra de teatro debe
tener: el desasosiego y la intriga. Aquí, Luis Luque también echa
mano de la inteligencia y la sutileza según avanza la función y, lo hace,
aliándose con una sencilla escenografía, donde el opulento y anquilosado
escritorio del profesor que, avanza por el escenario, para de una forma
simbólica anunciarnos el acorralamiento del profesor, pues pasa de ser atacante
a víctima de su propia trampa. En este sentido, Fernando Guillén Cuervo canaliza
muy bien el esplendor y la desdicha de este falo-hombre colgado de su propia
perversión, pues nos muestra muy bien los múltiples matices de aquel que conoce
el éxito y la derrota en su vida como si todo estuviese resumido a un gran
tsunami que nos pasase por encima en un fatídico instante. Frente a él, Natalia
Sánchez que, a pesar de que en un principio apenas balbucee sus
palabras, poco a poco va ganando la fuerza de quien sabe cuál es la salida a su
poderosa venganza. En este sentido, su sutileza viene simbolizada cuando la joven estudiante universitaria se
recoge el pelo a lo largo de la función en una nueva muestra del cambio de
situación que experimentan su situación y sus planteamientos, pues éste, acaba
recogido en un moño que representan la presión de aquel que sabe cuáles son los
principios de su batalla, pues esa es la esencia de la obra: la infinita
batalla por el poder a la que, por lo visto, hombres y mujeres estamos
condenados. Eso sí, batallas encadenadas a la búsqueda de la no verdad de la
verdad.
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario