Dicen que la literatura es un espacio para soñar; un espacio en
el que cabe todo aquello que uno sea capaz de imaginar y crear para que otros
sueñen nuestros sueños. Esa Oniria penitente que nos mantiene en una especie de
limbo: sonoro, luminoso o cargado de palabras, es al que nos traslada la autora
de este libro de relatos, pues todos y cada uno de ellos expresa con acierto la
capacidad de soñar otros mundos que todos tenemos enraizada en nuestro
subconsciente. Una capacidad que, Elena Marqués, ha querido
remarcarnos con una palabra: deriva. Y así, en este conjunto de relatos, la
deriva es el espacio que todos recorremos hacia la muerte (en los cuentos
iniciales), pero también es el que nos lleva a la libertad o a ese lugar que
siempre habitó dentro de nosotros sin llegar a saberlo, ese lugar que se
encuentra justo al otro lado de la realidad, porque como ya sucediera en su
anterior libro de relatos, La nave de los locos, el realismo
mágico que, tan bien domina, se cuela por las historias de los trece relatos de
Distintas forma de ir a la deriva. En este sentido, el dominio
lingüístico y del idioma que profesa la autora sevillana en cada momento es
prodigioso, por lo bien utilizados que están los términos que nos propone y la
cantidad de palabras nuevas con las que adorna sus historias, lo que nos da
como resultado un magnífico ejercicio de estilo muy pocas veces paladeable en
el panorama literario español, en el cada vez, utilizamos menos palabras a la
hora de construir historias, sin duda, en beneficio del nivel medio de los
futuros lectores, o esa es la excusa que nos ponen las editoriales. De ahí, que
la libertad que se respira en este libro, sea otra de esas cualidades que
brilla con luz propia y que se traducen en las magníficas frases o versos que
anteceden a cada uno de los relatos, o en los dibujos que están en la
contrapágina del inicio de cada relato, y que en sí mismos, merecen comentario
aparte. Dibujos de Lucía Martel Marqués, (hija de la autora) que
expresan muy bien eso de que menos es más, porque su sencillez y su trazo fino
definen muy bien la fragilidad y esencia de cada relato; un acierto que se
traslada a su esquematismo de sus líneas y formas, pues por sí solos nos hablan
de lo que es la vida: un contrapunto en el que siempre sobresale en algún
momento ese color rojo de la sangre, la pasión, la vida…
Dentro de las múltiples formas de morir que caracterizan a los
primeros relatos de Distintas formas de ir a la deriva en, No
me culpen a mí, asistimos a lo que podríamos denominar como la plenitud de
la soledad a través del esbozo de la avaricia disfrazada de tesoro, pero también
de la búsqueda del anhelo o la muesca en el revólver. Ecos del oeste americano
que nos demuestran una capacidad narrativa desbordante para entretejer el
tiempo y sus intenciones, así como, los arrebatos y medias verdades, bajo el
perfecto dominio del tiempo y la elipsis. Un juego temporal que en, Poemas
para una niña muerta, devienen en deseos entrecruzados y alejados de
cualquier realidad tangible. Este relato es como un sueño en el que el realismo
mágico se desliza hacia lo imposible, aunque ese imposible parece no alcanzarse
nunca, porque en el siguiente párrafo de su transcurso sufrimos un nuevo
arrebato. Aquí asistimos a la inclemencia narrativa por parte de la autora,
tanto a la hora de tratar a sus personajes como a los lectores; una inclemencia
que se traduce en un magnífico poema final: «No habrá sino recuerdos/ Oh,
tardes merecidas por la pena,/ noches esperanzadas de mirarte,/ campos de mi
camino, firmamento/ que estoy viendo y perdiendo...», sensación que se traslada
al siguiente relato, Es verdad que cuando lo hice estaba como una cuba,
en el que de situaciones absurdas e inesperadas, la narradora nos somete al
análisis de cuestiones esenciales, o a priori, primordiales para los personajes
de sus relatos que, como en este caso, acaban en caprichos macabros, de esos
que permanecen dormidos en el umbral de los deseos.
En Día de difuntos se pone de nuevo de manifiesto ese
gran manejo del lenguaje que atesora Elena Marqués, donde la
profusión de palabras y expresiones latinoamericanas hacen más vivaz el relato
que, por otra parte, aparece cargado de miedo y de muerte, de difuntos y
supersticiones, en definitiva, de acertijos de la vida y sus múltiples
escondrijos. Escondrijos que nos siguen llevando a esa deriva anunciada en el
título, y que, en Razones para el regreso, posee un final impactante y
demoledor, donde la muerte se convierte en la sonrisa amarga del regreso a la
tierra donde se nació, a la casa donde se habitó y a la infancia feliz que
ahora tan sólo es un recuerdo. Aquí, el regreso es como el camino invertido de
la vida. Un tema, como es el de los refugiados, que también se trata en Marea
con jazmines, donde los sueños con los que se nutre la esperanza desdeñan y
retan a la inocencia de un niño y a su capacidad de crear nuevos mundos
apegados a un padre que ya no está, pero que, sin embargo, en el recuerdo del
hijo permanece la necesidad de que siga
habitando dentro de su alma; alma rota y ciega por la muerte. Este relato, como
otros que conforman esta recopilación, han sido premiados en diferentes
concursos que se celebran a lo largo y ancho de la geografía española lo que ya
nos habla de la calidad de los mismos. Así, en Canciones de ida y vuelta,
asistimos al lado más intimista de la autora, donde su imaginación se traduce
en la posibilidad de reducir el sufrimiento en el prójimo con la esperanza de
llegar a concebir los ecos de los recuerdos igual que un salvavidas que
trasciende más allá de cualquier frontera. Aquí, los sueños y los recuerdos son
como la rueda de un molino, que se mueve sin cesar y sin otra necesidad que la
del agua nueva; un agua que, sin embargo, es igual a la anterior y a la
anterior; un agua que simboliza el paso de los días de una vida, en la que en
ciertas ocasiones, nos quedamos anclados en un punto fijo que nos cambia para
siempre la manera de sentir y fijar nuestra mirada en el mundo, quizá, porque
«...En todos los cielos hallo una luna creciente/ y el silencio terco de las
estrellas».
La muerte de una persona cuando la figura del amado desaparece
de su vida está presente en La flor de su locura. Muerte figurada e
ilustrativa que entierra las ilusiones transparentes de aquel que sólo busca la
inocente caricia del amor. ¿Qué se puede hacer ante el maltrato de los
sentimientos?, pues quizá, escapar del fortín de la desdicha con lo puesto,
para de esa forma resucitar y empezar de nuevo. Esa capacidad de comenzar
también se halla presente en el realismo mágico que se impone en El gaucho,
un relato de mentiras aletargadas en el
tiempo y en esa necesidad de lo nuevo y lo distinto que los habitantes de un
pequeño pueblo tienen para poder salir de la rutina y de su forma de vivir,
anclada en la monotonía, pues muchas veces nos tenemos que mentir para poder
seguir viviendo. El domino del lenguaje vuelve a relucir en este relato, con
una depurada técnica en cuanto al uso de vocablos argentinos que delimitan muy
bien al protagonista y a la atmósfera del cuento. Una atmósfera que ese torna
en mágica en el mejor relato de todos, El tiempo no es el tiempo, donde
lo mágico y cadencioso se transforman en un sueño hecho realidad bajo el
estigma del amor y los recuerdos. El paso del tiempo es el testigo de una
devoción del pasado que, sin embargo, para su protagonista es siempre presente.
La muerte, aquí, es otra, pues parte de la poesía, el ritmo pausado y la
alegoría «el olor inconfundible de las nueces, las rosas y las campánulas... el
aleteo insomne de miles de mariposas invisibles» como invisible es la mano de
la narradora en pos de la artesanía de un cuento perfecto en su armazón e
intenciones pues te invitan a leerlo en más de una ocasión, por la fantástica recreación
de la atmósfera de la casa en la que
vive a través de los recuerdos su protagonista, Rosa Fonseca.
El último verano es parecido a un mal sueño, donde los ecos de los recuerdos y
la realidad se fusionan y confunden, como si lo vivido y lo soñado fuesen una
misma cosa. La virtud de este relato está en su ritmo y en ese juego de dobles
intenciones con el que la narradora encandila al lector y le hace creer y soñar
con otros mundos. Un mundo, el de la derrota y la muerte del artista que quiere
serlo sin conseguirlo es el que cierra esta recopilación de relatos, y que lleva
por título Juegos florales; una historia montada a través de varias
cartas, donde Pepín Bello y Homero Santibáñez, se dan la mano y se buscan a la
hora de explorar sus propias mentiras que aquí, proceden de la literatura y ese
ansía por salir de un anonimato que quizá no se merezcan o nos merezcamos.
En definitiva, Distintas formas de ir a la deriva,
es una nueva muestra de la maestría en cuanto al estilo y el dominio del
lenguaje de la escritora Elena Marqués, una voz a tener muy en
cuenta en en panorama narrativo español, pues no en vano, maneja la literatura
con la intención de hacernos soñar y vivir otras vidas y visitar otros mundos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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