La noche eterna se cierne sobre
nuestros espíritus como el paso del tiempo lo hace sobre nuestros cuerpos.
Atrás quedaron los asesinatos y sus asesinos, las guerras y sus armisticios,
los honores y su boato. Nada permanece tras el fuego de los fusiles salvo el
silencio que, a modo de tormenta, se cierne sobre el olvido. Cuando todo pasó,
nuestras metas fueron otras. Ese día, sin apenas darnos cuenta, cambiamos la
rigidez de las togas por la ligereza de los bañadores. Y acabamos empapados por
el orballo infinito de la rutina, a modo de un nuevo ciclo de vida que comenzó
entre petardos y botellas de champán, pero que continuó con la herencia
milenaria que a partir de ese momento recayó sobre nuestros hombros. Nosotros
representábamos la justicia y la esperanza fundidas en la ausencia de los
rencores. Sin embargo, ahí acabó todo, porque después ya no hubo ni más
victorias ni más fiestas que celebrar, sino sólo días no vividos en forma de
una orden de desahucio en mi menor. Nuestras grandes esperanzas decayeron como
falsos espejismos bajo el manto del olvido. La vida es lo que tiene, pues nada
es lo que parece, y como en el juicio final todo se reduce a un juego de
contrarios en el que cuando cae el telón sólo queda la noche eterna.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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