sábado, 15 de septiembre de 2012

HOPPER EN EL MUSEO THYSSEN BORNEMISZA: LA LUZ QUE ACOGE A LAS EMOCIONES ESCONDIDAS

Ahora que termina la más amplia y ambiciosa exposición de Hopper en Europa, se inicia el tiempo para la reflexión; un recogimiento al que nos invitan los personajes de sus cuadros. Ellos han hecho ya su parte, que no es otra que iniciar el diálogo, y ahora nos toca a nosotros responder a aquello que sus miradas perdidas o el baño de luz al que se exponen sus rostros nos proponen. La interrelación entre pintor y observador, en este caso, es directa, y casi podríamos decir que sublime, porque Hopper retrata a sus personajes en el momento en el que la luz acoge a las emociones escondidas, y lo hace como un faro que ilumina el interior de aquello que retrata. Trazos sencillos (quizá demasiado para los más puristas), pero tremendamente efectivos, porque tienen la cualidad de expresar sentimientos y emociones de la vida diaria a la que cada uno de nosotros se somete sin saber qué le va a deparar su particular jornada. En ese retrato psicológico de la América más cotidiana es donde Hopper alcanzó la madurez de su pintura, pero ahí no fue donde empezó todo.

La necesidad de buscar la luz tal y como él la veía, y no cómo los demás le explicaban que era, le llevó hasta París. Tenía que ver a los impresionistas de primera mano, y el tratamiento que éstos le daban a la luz y a la sensualidad en sus cuadros. Esta visita, sin duda, va a marcar la auténtica génesis en la concepción del arte tal y como Hopper lo entendía. Sólo le faltaba una cosa, y la maldición de ser un pintor desconocido hasta los cuarenta y tres años se la proporcionó a través de la ilustración; un oficio que le ofreció la oportunidad de ganarse la vida y aprender a sintetizar emociones. En ese momento, Hopper ya tenía todos los materiales de su arte en sus manos, y ahora sólo le hacía falta ponerlos en práctica y sacar de dentro de sí mismo el silencio que gobernaba su vida. Al hacerlo, nos dio la oportunidad de continuar el diálogo sordo al que los personajes de sus cuadros nos someten. Quién no mantendría una larga conversación con la mujer de Habitación de hotel para saber qué información se recoge en la libreta que está en sus manos o por qué no ha colocado su equipaje. Pero si lo supiéramos, romperíamos el suspense y el enigma que acoge a cada una de las escenas que Hopper nos propone como lecciones de vida, pero no una cualquiera, sino la que transcurre en las aguas profundas de nuestro interior, allí dónde se encuentran los sumideros de nuestros sentimientos.

No obstante, Hopper no inició la percepción de las emociones escondidas con personajes de carne y hueso. La prospección hacia los sentimientos humanos la consiguió retratando casas, donde el suspense o la intriga vuelven a ser los verdaderos protagonistas. Nada sabemos de esas casas salvo lo obvio, aquello que vemos; a simple vista son instantáneas a las que Hopper dota de profundas gotas de realismo (a veces casi gótico) pues nadie como él, es consciente del poder que se esconde tras el juego de las luces y las sombras. Sin embargo, lo verdaderamente importante es la concepción psicológica de sus pinturas, aquello que ocurre tras lo que se nos muestra. ¿Qué se esconde tras las ventanas de esas mansiones típicamente americanas? ¿Por qué en el cuadro Two Puritans somos conscientes de que algo ocurre tras las cortinas de sus habitaciones?, pues en las composiciones de Hopper todo está vinculado hacia una falsa calma, la misma que nos hace capaces de dar los buenos días cada mañana con una amplia sonrisa, mientras por dentro somos víctimas de nuestros deseos no consumados.

La madurez como artista y como persona le llega a Hopper cuando en 1923 conoce a su mujer Josephine (Jo), antigua alumna suya, y con quien comparte la fascinación por la cultura francesa y su pintura. A partir de ese momento, el mundo de los sueños en sus cuadros, compite en muchas ocasiones con el silencio de las parejas que retrata, y aquí más que a diálogos sordos, asistimos a escenas que son el fruto de diálogos entrecortados que se encamina hacia las sentimientos no declarados. En estas pinturas Hopper parece decirnos que tras la Gran Depresión es tiempo de silencios, de comunicaciones rotas o comunicadas a destiempo. El aislamiento una vez más se alza como protagonista de su obra, lo que le convierte en el representante de la pintura trascendente, como al unísono ocurría en la narrativa con el existencialismo francés, o en el cine con el neorrealismo italiano. Predestinado o no, todo nos conduce hacia la misma pregunta ¿por qué hemos llegado a este punto?

Pero Jo no sólo tiñó de grandes dosis existencialistas a la pintura de Hopper, sino que junto a ella, descubrió la faceta más sensual de sus cuadros; donde la luz, ahora sí, ilumina el cuerpo inmaculado de Josephine para mostrarnos entre otras cosas, el lugar donde se esconde la pureza del alma en el ser humano; un viaje de purificación que nos propone en cuadros como Sol de la mañana o Mañana en una ciudad.

A veces, la claridad de ideas es la antesala del final de una etapa, que no de la apocalipsis. El último cuadro que pintó Hopper fue Dos cómicos (1966), un autorretrato del pintor y Josephine en el que una pareja de cómicos se despide del público, justo en el momento que se han apagado las luces y se ha acabado la función, en él, como en muchos de los cuadros que pintó a lo largo de su vida, por fin me doy cuenta que la luz no es amarilla como me habían contado, sino blanca, tal y como yo la veo y la siento. ¡Gracias Hopper!

Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.

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