Nos pasamos la vida intentando cerrar el círculo, en verdad, nuestro círculo, sin llegar a ser conscientes del motivo por el cual esa obsesión que nos persigue, nos obliga a hacerlo. Fernando
Meirelles nos propone dar la vuelta completa al círculo y recorrer los 360º del
perímetro de nuestras vidas con la intención de encontrar algunas respuestas,
pero ¿de verdad existen como tales esas respuestas? En este sentido, la necesidad de
romper el hilo argumental en varias historias, como mejor forma de mostrar el
universo de las relaciones personales en las que nos movemos a modo de pequeños
relatos cortos, se está convirtiendo en la excusa de algunos realizadores a la
hora de probar con nuevas estructuras narrativas dentro del cine, sin que en la
mayoría de los casos se acierte, pues como el cuento, este tipo de cine
necesita de sus propias reglas para que acabe funcionando sino bien, al menos
regular, y en el caso que nos atañe, Fernando Meirelles deambula en
demasiadas ocasiones por el terreno de lo obvio para mostrarnos su teoría sobre
lo caprichoso que es el destino que rige nuestras vidas (divida en pecados y
tentaciones), como si todos fuésemos incapaces de mantener el timón en el rumbo
adecuado sobre ellas. La novedad más llamativa es la elección de los escenarios,
pues aquí nos movemos por Viena, Londres o Berlín (también el aeropuerto de Denver)
con una soltura y una belleza únicas, pues resaltan en la mayoría de las
ocasiones las grandes virtudes arquitectónicas y ambientales de estas tres
grandes ciudades europeas; y en cuanto al elemento narrativo, las historias que
se nos presentan más que cerrarse se superponen unas sobre otras, como si nunca
pudieran llegar a cerrarse, pues tras de un plano se abre el siguiente cual
puerta abierta hacia la inmensidad del mundo, lo que diluye la coraza narrativa
de la película.
360º Juego de destinos
también nos muestra que las estridencias que el paso del tiempo produce en
nuestras vidas son más que evidentes. En este sentido, unas veces los amores de juventud se
convierten en pesadillas en la madurez, y en otras, las opciones de llegar a dar un giro
brusco y definitivo finalmente en nuestras vidas se aborta por la indecisión
del otro. Todo, otra vez todo, parece regido por el azar más autoritario y
caprichoso que delinea el destino de nuestra existencia. Sin duda, lo mejor del
film son las interpretaciones de la mayoría de los actores, con un Anthony
Hopkins brillante en su discurso y aparición en su corta historia, al
que no desmerecen una inquietante y seductora Rachel Weisz o un indeciso
Jude
Law, a los que dan perfecta réplica los más desconocidos, como la joven
eslovaca Lucía Siposová, la brasileña María Flor o Gabriela
Marcinkova que interpreta el personaje más literario de todos, pues acompaña
a su interpretación de un ejemplar de Ana
Karenina mientras espera a su hermana en un banco del centro de Viena. Ella
y su mirada inocente, cargada de ilusión, quedan muy bien representadas en el
brillo de sus ojos, donde se refejan perfectamente las ilusiones que nos mueven
a lo largo de la vida; una vida, donde los sueños, cada vez más, ocupan un menor espacio
en ellas. Con crisis o sin ella, nuestro comportamiento es más bien lineal, y
por supuesto cíclico, pues nadie más que nosotros, somos capaces de tropezar
una y otra vez en la misma piedra. La única excusa válida en esta película es
que los protagonistas de las historias lo hacen bajo el símbolo de la felicidad
deseada, ese demiurgo que en nuestra niñez nos cuentan que de verdad existe, y
que después, todos, nos pasamos el resto de nuestras vidas buscando en el lugar
equivocado, porque tal y como nos muestra Fernando Meirelles en 360º
Juego de destinos, nos encontramos enredados en el tiempo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel
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