martes, 13 de octubre de 2015

CUANDO DEJE DE LLOVER, DE ANDREW BOVELL, EN LAS NAVES DEL ESPAÑOL DE MADRID: LA MELANCOLÍA COMO CATARSIS ANTE EL PASO DEL TIEMPO


 
Cuando deje de llover, quizá, ya sea tarde y, todos, incluso los más jóvenes, ya no podrán salvarse de la última de las maldiciones de una civilización condenada a sobrevivirse generación tras generación. Llegará un día en el que dejarán de caer peces desde el cielo para hacer de soga con la que unir los restos del naufragio. Lluvia torrencial que nos moja la ropa, agua fría que, en forma de maldición divina, nos empapa la conciencia; y sopa caliente que nos calienta los desechos del desastre. Todo, en forma de capas, con las que pintar el cuadro de toda una familia en la que sus vidas giran en torno a un eje concéntrico orquestado para que la melancolía ejerza de catarsis ante el paso del tiempo. Las rendijas del odio y del amor se van superponiendo capa sobre capa, vida tras vida, generación tras generación, pero unas y otras, se muestran incapaces de dejarnos a salvo de esa lluvia eterna que, cual maldición, se superpone a cada capa, a cada suceso, a cada fracaso que, igual que la rueda de un molino, va dando vueltas sobre sí mismo.
 

Esa posibilidad de construir un futuro mejor en el que poder habitar y convivir, con la que Andrew Bovell nos concede un poco de consuelo, es la única posibilidad que le queda a esa melancolía capaz de romper las barreras del tiempo para intentar tejer, con los restos del naufragio que le quedan, algo del amor de antaño. No obstante, tan loable sentimiento es poco menos que imposible, si nos atenemos a esta epopeya —de representación sublime— de la derrota del ser humano. Sin la intensidad de los dramaturgos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, pero con la precisión de los mejores cuentistas de todos los tiempos, Bovell, cual artesano relojero nos va desgranando pieza a pieza, palabra a palabra, frase a frase, el poder de las grandes historias capaces de convencer y conmover. Algo que se palpa en el ambiente durante la representación y que tiene su punto álgido al final de la misma, donde un público entregado y todavía atónito por lo que acaba de ver, oír y sentir —en pie— se rinde y lo manifiesta con una prolongada ovación de varios minutos. Cuando deje de llover es la posibilidad y la necesidad de reencontrarse con el arte total, pues es el reflejo de la vida con mayúsculas, de las proezas y miserias de un ser humano condenado a equivocarse generación tras generación, pues la esencia del hombre está programada para caerse y después volverse a levantar. En ese continuo devenir de bajadas y subidas, subidas y bajadas, construimos un mundo cada vez más marchito de un hálito de esperanza. La entereza y maestría con la que lo hace y lo consigue Bovell, es sencillamente magistral. Este texto, sin duda, quedará ahí para siempre, entre los grandes textos dramáticos escritos en cualquier instante del espacio- tiempo teatral. Aparte, quedará la bondad y generosidad del autor para con los espectadores, con esos giros simbólicos en el lenguaje, y las metafóricas repeticiones que se cuelan en la memoria del espectador como el mejor de los cinceles lo hace sobre las piedras cuando graba nombres y fechas, epitafios y sentencias.
 

Respecto de la adaptación que Jorge Muriel solo hay que decir que, la intensidad con la que lo ha hecho y la precisión de las palabras en cuanto al texto, la convierten en uno de los grandes aciertos de esta obra, maestra, en sí misma y, a la que el propio Jorge Muriel junto a Pilar Gómez, Consuelo Trujillo/ Ascen López, Pepe Ocio, Susi Sánchez, Ángela Villar, Felipe G. Vélez, Ángel Savín/ Francisco Olmo y Borja Maestre proporcionan una perfección, pocas veces vista, en escena. No sabría decir cuál está mejor, pues todos están magistrales, devorados por la intensidad del agua y comedidos en la reconstrucción de sus personajes, lo que les da una pátina de sobre realidad que sobrecoge. Atrapados bajo esa lluvia eterna nos llevan de la mano desde Londres a Australia, y desde 1959q a 2039 en un diluvio universal que, también, nos empapa a los espectadores, en una nueva demostración de lo que sublime que puede llegar a ser el ser humano a la hora de representarse a sí mismo. En sentido, mención aparte tiene la dirección de Julián Fuentes Reta, a la misma altura que el resto y rozando la perfección de lo sublime. Todo lo que tiene de simbólico el texto, Julián lo convierte en una suerte de giros, reflejos, luces y movimientos de actores que, en su sencillez, se transforman en cómplices perfectos de nuestros sentimientos. Los movimientos de los actores en el escenario y sus entradas y salidas del mismo representan, como pocas veces se ha visto en las tablas de un teatro, el paso del tiempo y el transcurrir de unas vidas condenadas a buscar el último rayo de esperanza. Esos continuos movimientos de los actores en la oscuridad que rodea a la representación de Cuando deje de llover, en ocasiones, nos recordó a ese escenario de destrucción y silencio que Cormac McCarthy imaginó en La carretera, donde como en, Cuando deje de llover, la melancolía ejerce como catarsis ante el paso del tiempo. En definitiva, no se la pierdan, porque es una obra maestra.


Ángel Silvelo Gabriel.

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