Aparto la mirada de la ventana, y con ello, intento engañar al horizonte
que, más inteligente que yo, me recuerda que esta vez recibí al otoño en alta
mar, en un lugar y de una forma muy distintos a como siempre lo había hecho.
Sin embargo, enseguida me doy cuenta de que, a pesar de todo, el otoño se
presentó ante mí cargado con su característica y tenue melancolía. ¿De nuevo
soy reo de la melancolía?, pero el sonido de los primeros carruajes sobre las
calles de Roma me devuelve a esa realidad de la que ansío escapar. Y pienso,
para darle un merecido descanso a mi alma, que en esta ocasión aunque mis ojos
no contaban con el auxilio de los árboles teñidos de rojo para saborear el
letargo de mis sentimientos, fueron conquistados por un mar pigmentado de
azules verdosos que, a modo de aguja, tejieron mis sueños. Y lo hicieron, hasta
que esa capa, con la que cubrí en vano mis temores, un día fue descubierta por
Severn que, para tranquilizarme, me dijo que no perdiera el tiempo intentando
imaginar árboles despeinados sin hojas, porque en mitad del océano me tenía que
dedicar a diferenciar el viento suave y cálido del brusco y frío. Lejos de
adivinar el designio de los consejos de Severn, mi falta de conocimientos
marinos me aislaron por completo de ese gozo eólico. A pesar de todo, no
desfallecí, y lo intenté de nuevo buscando en el fondo de mi memoria, y repasé
los múltiples contratiempos que nos dificultaron el paso por el Canal de la
Mancha como antesala del temporal que nos persiguió a lo largo y ancho de la
bahía de Vizcaya, lo que me llevó a exclamar: “el agua se separó del mar”. De ahí, pasé a leer la descripción de
la tormenta del Don Juan de Byron, pero en ella tampoco encontré lo que
buscaba, hasta que tropecé con Homero que, en la Odisea, concebía un mundo que
estaba rodeado por Océano, padre de
todos los ríos, mares y pozos. «Épica odisea», pienso; una majestuosa aventura
que no es la mía, pues yo no regreso a mi casa, sino que huyo de ella. «He de
morir lejos de mi lúgubre Inglaterra, al lado de naranjos que difuminan las
sombras con una fragancia de azahar que suaviza el olor de la muerte»>, le
digo a mis pensamientos. (Extracto de la novela, Los últimos pasos de
John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel).
III
¿En dónde están los
cantos de Primavera? ¡Ay! ¿Dónde?
No pienses más en
ellos, tú ya tienes tu música,
cuando cirros
florecen el día moribundo
y tiñen de violeta
los campos de rastrojos;
y en coro plañidero
se quejan los mosquitos
en los sauces del
río, alzándose o hundiéndose
al ritmo en que la
brisa se aviva o se consume;
y balan los corderos
con fuerza en las colinas,
canta el grillo en el
seto, y con agudo trino
el petirrojo silba
desde el rincón del huerto;
y en el cielo
reunidas gorjean golondrinas.
(John Keats, fragmento de Oda
al otoño)
Ángel
Silvelo Gabriel.