martes, 23 de enero de 2024

TEATRO FERNANDO FERNÁN GÓMEZ, TÍO VANIA DE ANTÓN CHÉJOV EN VERSIÓN Y DIRECCIÓN DE JUAN PASTOR: LA INFELICIDAD COMPARTIDA

 


El tiempo y la posibilidad de rememorar el presente a través del pasado. Ese presente pluscuamperfecto que, al atraerlo hacia nosotros mucho tiempo después, se nos muestra más benigno y menos belicoso. ¡Ay, los recuerdos y su matiz caprichoso! ¿Para qué amargarnos con lo que fuimos si no hemos sido capaces de llegar a ser todo lo que deseamos? La distancia entre pensamiento y realidad siempre es trágica, por imperfecta e inabarcable. Sin embargo, en manos de Chéjov es tragicómica. Y en la versión de Juan Pastor iluminada por un rayo de esperanza. Tío Vania representa la lucha diaria contra uno mismo. Contra sus ideales. Y contra la apatía de vivir. Quizá, Fernando Pessoa fue quién mejor representó esa sima entre el ser y el no ser, o entre el ser querido y el yo manifestado cuando expresó: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Palabras que, como las buenas intenciones, se las lleva el viento del olvido. Este sentido trágico de la vida que nos expone el dramaturgo ruso Antón Chéjov en su obra, Tío Vania, nos plantea las consecuencias que tiene toda vida perdida y la insatisfacción e infelicidad que ésta provoca en el espíritu de las personas. Todos los personajes de esta obra, en mayor o medida, deambulan por ese espacio esponjoso en el que han perdido el ímpetu a la hora de luchar por sus sueños. Anhelos que, el día a día y la falta de coraje, no les han permitido realizar. Una cualidad que, en términos generales, el pueblo ruso ha experimentado a lo largo del tiempo, y a la que Chéjov y su benevolencia han matizado con la melancolía y la cercanía al ser humano. Todo ello, en contraposición con su esfuerzo vital, porque Chéjov nació en el seno de una familia pobre en Taganrog. Obligado a trabajar desde niño, él se rebeló contra su destino y la tiranía de su padre refugiándose en la literatura, aunque siempre sobrepuso su labor científica como médico a la literaria como escritor. De sus contratiempos, enfermedades y su carácter retraído, extrajo esa cercanía y bondad hacia el otro, más si cabe, cuando supo en primera persona del deterioro al que te condena la vida y los sentimientos de hastío y tedio que éste conlleva. 

La versión de Tío Vania que nos ofrece Juan Pastor en el Teatro Fernando Fernán Gómez de Madrid explora, por su parte, la concepción de la infelicidad compartida, a la que eliminando sus actitudes crueles e injustas, hace que parezcan circunstancias felices que antes permanecían escondidas. Esta revisión amable del pasado el director nos la proyecta desde un espacio estrellado a modo de cúpula protectora, y en un juego de doble escenario que surge como una membrana de lo que se ve y lo que se oye. Además, Pastor le dota de un carácter tragicómico a la obra con tintes ecologistas en sus referencias a los bosques y la destrucción de la naturaleza por parte del Hombre. Ese desgaste alude, también, a la capacidad que tenemos de olvidar todo aquello que hicimos, sin ser consecuentes de las repercusiones que nuestras acciones tendrán sobre los demás. Un plano ecológico que se traslada al actoral y a las actitudes y planteamientos de unos personajes que divagan ajenos a su pasado hasta que la pérdida de la esencia de cada uno de ellos se ve amenazada. Una visualización de la infelicidad más absoluta a la que Pastor le regala un último rayo de esperanza, lo que nos hace pensar que, de todas formas, nada está perdido, salvo que renunciemos a nuestra propia dignidad. 

Esta puesta en escena de Tío Vania por pate del Teatro Guindalera nos retrotrae a las múltiples obras que representaron desde el año 2000 en la sala del mismo nombre situada en la calle Martínez Izquierdo de Madrid. El gran conocimiento de la obra de Chéjov por parte de Juan Pastor nos reconcilia con el buen teatro. Un matiz que se apoya en el magnífico elenco de actores del propio Teatro Guindalera, y de ajenos al mismo que conforma esta obra. Luis Flor, Alejandro Tous, María Pastor, Gemma Pina, Aurora Herrero y José Maya dan buena muestra y ejemplo de ello.    

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 16 de enero de 2024

DELPHINE DE VIGAN, LAS GRATITUDES: LA IMPORTANCIA DE LAS PALABRAS

 


El tiempo lo difumina todo. Las ganas de vivir. La curiosidad. El amor… y la búsqueda de las palabras. Como nos dice la escritora francesa Delphine de Vigan: «Hablar es una manera de luchar». Sin embargo, el intrínseco contrasentido de esta frase se halla en que toda lucha, antes o después, conlleva la derrota. Del ánimo. Los recuerdos. Las ilusiones. Y la fidelidad a uno mismo. Y de ahí, la importancia de las palabras, por su poder de transmisión: de estados de ánimo, de conocimiento y, sobre todo, de sentimientos. En este viaje de no retorno somos conscientes de su importancia y del abismo que representa su contrario: el silencio. Ese con el que se acaba la vida y se plasma la diferencia entre la posibilidad y el fracaso. El silencio también es el socio predilecto de la muerte, aunque en ciertas ocasiones es un mero preludio de la misma, lo que le convierte en un terrible asesino. Cuando se apodera de nosotros buscamos otras alternativas y, casi sin darnos cuenta, acudimos a las miradas como vínculo de expresión de los mudos sentimientos, o al tacto y las caricias para mostrar cariño o gratitud. ¿Cuándo se acaba el habla qué nos queda? En Las gratitudes, Delphine de Vigan hace un magnifico ejercicio literario de todo aquello que ronda a la muerte y su silencio. A ese prólogo donde las capacidades físicas y mentales pierden fuerza y caen en la decrepitud del espíritu. En este sentido, la autora francesa se enfrenta a ese último pálpito desde la fragmentación de situaciones e imágenes que ese final atesoran. Y lo hace a través de frases y capítulos cortos, austeros y marcados por la teatralidad en la actuación de su protagonista, Michka. Una anciana rica en matices y expresiones que se enfrenta a su enfermedad con la desdicha de no haber mostrado gratitud hacia aquellos, que un día le salvaron la vida. Ella, como nadie, sabe que: «Envejecer es perder», pues la esperanza deja de tener sentido y el futuro ya no existe. Esa búsqueda de la gratitud no manifestada es la última llama que la sigue manteniendo viva, y el contrapunto enérgico y vital al tramo final de su vida. 

Las gratitudes representa la importancia que tiene en sí misma la búsqueda de las palabras. Esas que explora Michka, enferma de afasia, porque su hallazgo es el último rayo de luz en su mente, y sobre todo, la representación de la esencia de lo que somos y de lo que estamos hechos. Es la materia prima que todo ser humano posee: el lenguaje. De ahí que sea encomiable la gran destreza de de Vigan a la hora de elegir las palabras alternativas en la mente de Michka a las que ella quiere expresar y no puede. Elecciones que no suponen ningún impedimento para la narración, sino más bien todo lo contrario, pues nos identifican mucho más con el esfuerzo de la protagonista por hacerse entender. Es entonces, cuando la escritura se convierte en el instante práctico, y mágico, de todo aquello que nos sucede por dentro. De nuestra parte más inmaterial. Del último vómito del alma. Delphine de Vigan en esta novela, una vez más, se acerca al alma humana evitando el sentimentalismo y explorando la escabrosa frontera de las múltiples facetas de la pérdida. Para ello, se sirve de un lenguaje sobrio y directo que remarca la importancia de expresar aquello que sentimos, y de hacerlo en el momento adecuado para no llegar a perder la posibilidad de manifestarlo cuando ya sea tarde. Quizá, una de las mayores virtudes de las personas sea la de mostrar la gratitud ante la infinidad de cosas que nos rodean y de las que somos los principales beneficiarios —una virtud cada vez más en desuso, por cierto—. Una virtud que incide de una forma directa sobre las palabras y las múltiples posibilidades que nos presenta el lenguaje. Un simple gracias, muchas veces, es la mejor carta de presentación de uno mismo ante los demás. Esos otros que, en demasiadas ocasiones no visualizamos, a pesar de que se encuentren a nuestro lado. De ahí la importancia de las palabras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 12 de enero de 2024

AGOTA KRISTOF, LA ANALFABETA: LAS FRONTERAS Y SUS ESPACIOS CREATIVOS

 


Atravesar fronteras y espacios. Fronteras de lenguas y esperanza. Del recuerdo de los tuyos que dejaste atrás. Espacios de costumbres y vida. De objetos y lecturas. De libros que no volverás a tocar, y de poemas que nunca más leerás. Apátrida de vicios y virtudes. Rehén del olvido. En esa angosta tierra de nadie Agota Kristof da testimonio de lo vivido y sufrido desde su infancia en Hungría a su vida final en Suiza. Analfabeta de la lengua nueva. Muda de la que conoce y ama. Y, detrás, o en lo alto de una mesa o una estantería, los diccionarios. Herramientas que son como un láudano que todo lo cura. El dolor y el desasosiego. La mirada perdida y el silencio, sobre todo, el silencio. En el relato autobiográfico, La analfabeta, Agota Kristof ejerce de exploradora. Se trata de una exploradora muy especial que parte de la necesidad y la sencillez para embarcarse en esa gran tarea que es explorar las fronteras y sus espacios creativos. Espacios repetitivos, anónimos, tenaces por lo que tienen de búsqueda. De sí misma y de los otros. De esos espacios físicos que dividen los países, y lingüísticos que incrementan la soledad y el sentimiento de éxodo. La analfabeta es un viaje a la infancia y sus recuerdos. A la sencillez, arrebatada por la imposición de una realidad suicida. Al sentimiento de vacío que produce no pertenecer a ninguna parte. Apátrida más allá de la banderas y las fronteras. A ese terreno movedizo Agota le imprime su fuerza y su carácter. Una determinación que primero la llevará a aprender a hablar una nueva lengua, aunque no sepa cómo se escriben sus palabras. Las palabras llegarán después, con los diccionarios. Y más tarde las lecturas, y con ellas, la visualización de ese rayo de esperanza que es la escritura. En un momento dado de este relato, su protagonista nos dice que primero es leer: «Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos, bajos los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa /Tengo cuatro años»; y luego escribir: «Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: “No me gustan”». Años más tarde, y de ese modo, llegará a traspasar la frontera de la lengua francesa del país en el que reside, o lo que ella llama desierto. Desierto social, cultural… 

Hay mucha belleza en la intemperie y en las palabras de Agota Kristof. A fuerza de desmanes ella sabe que lo más auténtico se encuentra en la sencillez. En las frases cortas. En el estilo directo a la hora de narrar una historia. La suya. La de su país. La de los húngaros que desaparecieron tras la invasión rusa y el sometimiento a su lengua, sus costumbres y su dictadura. A una parte de la historia del siglo XX. Aunque lo más importante de esta lectura es la posibilidad de volver a empezar, y la curiosidad que conlleva la necesidad de aprender. Y, ella, lo aborda con la naturalidad de una vida reclamada desde el arrebato y la furia del que nunca se rinde. Una lucha que acaba en el éxito, y que ella expresa de esta forma tan clarividente: «Uno se hace escritor escribiendo con paciencia y obstinación, sin perder nunca la fe en lo que se escribe». Esa fe en sí misma y en su trabajo fue la que llevó a Agota Kristof a convertirse en una escritora reconocida, cuyas novelas han sido traducidas a multitud de idiomas. Idiomas y lenguas que ella no conoce, pero de las que siempre tendrá a mano un diccionario. Lenguas que representan las fronteras y sus espacios creativos. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 9 de enero de 2024

SAM SHEPARD, ESPÍA DE LA PRIMERA PERSONA: EL DESDOBLAMIENTO DEL FIN DEL MUNDO

 


Todo gira a su alrededor, pero él, sólo observa. Observa y espía… espía el fin del mundo. Sumido en esta metáfora que abraza con fuerza el final de la vida, Sam Shepard explora el final de la suya. «No acostumbro a ser una persona suspicaz. No voy por ahí volviendo la cabeza por si acaso. Pero tengo la sensación —no puedo evitarlo— de que alguien me observa. Alguien quiere saber algo. Alguien quiere saber algo sobre mí que ni siquiera yo mismo sé». Ese desdoblamiento en dos de la misma persona que representa el antes y el después, el pasado y el presente, la vida y la muerte, es al que el gran dramaturgo y escritor norteamericano se emplea, poco antes de morir, para dejarnos este testamento vital y literario que se apoya en la sensación de extrañeza que se apodera de uno cuando lo que cree haber observado hace un momento ha desaparecido y la vida deja de ser lo que fue para convertirse en un espectro que nos engaña. Esa transmutación, si se quiere fantasmal, es el aura que transita por las páginas de Espía de la primera persona, una singular y lírica búsqueda de ese otro que es uno mismo. Una búsqueda que es el reflejo del antes y el ahora y la perplejidad de un presente al que asistimos alejándonos de él relacionándolo en tercera persona, como si de esa forma nos distanciásemos del dolor y el miedo. Una huida fallida, sin duda, porque el otro es el extraño que observamos y espiamos desde el fin del mundo, igual que lo haríamos con la perplejidad que nos abruma y consume a cada instante en el que intentamos atrapar el tiempo sin conseguirlo. Esa perplejidad es la emplea Shepard en este recorrido de recuerdos y sensaciones para mostrarnos con entereza el universo que le acoge, y en el que se dan cita, imágenes que evocan el desierto, a los inmigrantes de la población donde vive o a las serpientes de cascabel. Flashes que reproducen la soledad y el peligro ante la muerte. La misma que visita a la historia de Jay y Aubra que se prolonga a lo largo del libro. Un desdoble más del espíritu y los recuerdos de Shepard en su último periplo. 

La forma en la que Shepard aborda su propio testimonio es la de las pequeñas historias que, pese a su brevedad, encierran toda una vida. Y lo hace con frases cortas. A veces con palabras que se repiten y forjan un eco y un estilo únicos, porque como nos recuerda Rodrigo Fresán: «El único recurso que le queda a la literatura en una época completamente digital es el estilo. Creo que abundan los escritores que simplemente cuentan pero no escriben». Y Shepard derrama estilo y maestría literaria en estos microrrelatos de vida que acaban con una sentencia que huye de la maldición que cubre a la muerte. En ellos somos conscientes de que la experiencia no es igual a la idea que la sostiene. Y, Shepard, como un estandarte de dicha aseveración, lo lleva a la práctica a la hora de ver y transmitir lo vivido y lo experimentado, pues él, consigue trasmitirnos la magia y la melancolía que conlleva todo final, más si cabe, cuando éste es el propio: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» De ese espíritu de fragmentación vital y literaria se nutre este libro. Historias de un hombre que observa a otro hombre a lo largo del tiempo, y que página a página se nos van mostrando como una ofrenda humilde y serena. Las palabras de Shepard tienen el poder de la sanación, porque nos alejan de los mitos y se refugian en los hombres. En la vida cotidiana. En la monotonía de quién observa su final plagado de aves y pájaros, donde su prevalencia en el texto nos invita a jugar tanto con el concepto de libertad como el del final de viaje. Pájaros, cuyos trinos, se asemejan a ese ruiseñor que atrapó a Keats y a su melancolía inalcanzable. 

Ángel Silvelo Gabriel.