Un lugar con nieve es un
salto al vacío; una línea donde se dan la mano el tormento y el deseo; un
espacio de huecos y de soledades; un territorio de resonancias y de anhelos; una
inmensa llanura para edificar una casa y en su interior dejarnos seducir por un
último enigma: el amor. La voz poética que nos propone la autora, gira una y
otra vez sobre la realidad y la ficción, edificando piruetas en el aire que no
precisan de una red que nos proteja, quizá porque el amor…, ese deseo
disfrazado con el velo de los sueños no entiende de otras reglas que no sean la
entrega y la pasión: «Todos los poros de mi cuerpo son tuyos:/ Quiero que los
beses y los muerdas,/ concupiscencia secreta de mi alma./ La vida está
entreabierta/ y también mis piernas…/ besa/ besa/ besa». Sin embargo, ese
último anhelo de poseer y disfrutar de la persona amada, en ocasiones se
derrama sobre un pozo oscuro donde el amor y el deseo se encuentran perdidos:
«Te deseo./ Aunque a veces tienes mil caras./ y todo tu cuerpo es un brote de
espinas». Este Coloso, tal y como su
autora lo ha rebautizado —en un clara referencia al poemario de Sylvia
Plath— deambula sin piedad por caminos que, a veces, devienen en
atajos, pues los verdaderos amantes no entienden de otros tiempos que no sean
los que les marca la ansiedad del amor. Amor sin límite, amor piedra, amor
mordaza. Amor a secas…
Un lugar con nieve es
también el ámbito donde los copos imaginados se funden con el contacto de los
deseos. Deseos, deseos, deseos…, con los que apoderarnos de la persona amada:
«Me quemo por ti,/ me quemo por dentro./ Mi mano ahuyenta soledades./ Mis
piernas tiemblan,/ tapadas con tu sombra. Me llena una ausencia de hambre/ y un
dulce calor de saliva. Te llamo y no vienes». Esa ausencia de la persona amada,
es reclamada en La Magdalena (2008)
—el primer poemario de esta Antología poética—, como una imagen imposible de
vislumbrar, pues se escapa entre nuestras manos como si fuera una secuencia de
fotos de un pasado que ya no nos pertenece. Paréntesis y contornos, ventanas y
espejos, se contraponen en una lucha sin final, y lo hacen a palabras y
conceptos que también son pura materia, por mucho que algunos no se puedan
tocar: sangre y menstruación, miedo y celos, en una melodía plena de cacofonías
tímidamente sugeridas al principio, y lujuriosamente necesarias al final. El
amor necesita de la carne, el calor y la materialización de una pasión que
abandona las metáforas plateadas para convertirse en un puro combate real y
sexual entre amantes: «Ya no hay orgasmos fingidos,/ ya no me callo tu nombre./
Ya no./ Vamos a usar esta maravilla,/ nombrémonos./ Afila mi delirio y ámame».
Y arrogados en esa irracional y última necesidad del otro acabamos varados en
la senda del silencio; un ámbito donde las cicatrices no sangran y las caricias
ya no precisan respuestas: «Mírame y dame esa licencia».
La ausencia del ser amado sigue
estando muy presente, casi como una tortura, nos dice la autora, Noemí
Trujillo, en la introducción del segundo poemario: Lejos de Valparaíso (2009), que prologó Luis Alberto de Cuenca.
Este conjunto de poemas todavía forman parte de aquellos en los que la poeta ya
no se ve reflejada, por pertenecer los mismos, a una voz poética distinta y ya
apagada. Aquí, los versos, cortos, surgen como huérfanos abandonados que necesitan
precipitarse en forma de cascada a lo largo del poema, en una especie de
vertiente que va en busca de una llanura, en la que esta vez, sin embargo, no
nos espera una casa propia, sino alquilada: sin fotos, sin muebles propios, sin
señas de identidad propia: «Miro los muebles viejos,/ muebles alquilados,/
muebles sin fotos,/ sin marcos./ Nuestra casa/ parece/ un gran espacio/
desangelado». En ese deambular etéreo no hallamos ni símbolos ni certezas, y todo
se convierte en irreal, por onírico. Igual que esa sangre que se sigue
derramando y no alberga una nueva vida: «Dices que mi felicidad/ no está en tu
camino./ Mi vientre/ sigue vacío». Los espacios flotan suspendidos en el aire,
pero lo hacen pegando puñetazos a nuestros deseos: «Tráeme una rosa/ y un
poema/ y un anillo/ y una vida./ Tráeme domingos de fe./ Quiero algo más/ que
esta/ nostalgia/ de ti/». Y cuando todo parece que se resume a una lucha que no
sabe cuál es su final o su destino, aparece la luz. La luz es abrir, la luz es coger el autobús, la luz es recamar, la luz
es tejer. La luz es ser feliz, la luz es crear, tu luz es mi vida…, como
nos recuerda la poeta en cada uno de los poemas que conforman la segunda parte
de este poemario, que acaba con esa necesidad de expulsar a nuestros fantasmas
que, con la luz, huyen lejos de nuestra morada: ۫«Tu luz es mi vida,/ perdona
mis catedrales heladas…/ La dulce Elsinore/ ya no escribe/ tragedias,/ espero/
seguir pareciéndote/ una sirena/». Y todo acaba con un himno en forma de deseo:
«enséñame a ver».
La muchacha de los ojos tristes (2011) nos dibuja el semblante de
una voz que crece y se asienta. Las metáforas del dolor son menos tangibles y
se transforman en mariposas. Todavía no
hay margaritas que crezcan en una verde pradera, pero la voz poética se
enfrenta a sí misma con determinación, en un falso ajuste de cuentas. Mirar
atrás conlleva un duro ejercicio de valor para el que nunca estamos preparados,
por mucho que estemos dispuestos a retarle: «Ella era una muchacha de ojos
tristes/ como yo./ La vida se le escapó de un salto/ y ya no pudo cogerla».
Este poemario cruzó el Atlántico y llegó a New York, pero se desangró de vuelta
de Valparaíso: «Un avión subterráneo/ me mató/ a través de una ballesta./
Ahora/ tengo/ un cerrojo de sangre/ en cada pierna». Sin embargo, hay heridas
que nunca cicatrizan por mucho tiempo que pase, porque la distancia y el olvido
son en ocasiones como un boomerang punzante, pero sí hay otras versiones del
desamparo, que de alguna manera nos aflige desde que nacemos y que son y resultan
más abarcables, igual que un abrazo echado en falta: «Descorché el cava/ y no
encontraste/ ningún motivo para brindar./ Lástima,/ eres incapaz de ver/ lo que
echo en falta». Adivinar el pensamiento del otro, es una ardua tarea por
imposible, tanto o más que luchar contra los dragones ajenos que llegan a casa
escupiendo olas de fuego. ¡Qué extraño nos parece aquello que no es nuestro!:
«La segunda vez,/ no sabes qué hacer/ con el miedo». Miedo que se perfila como
una catana de un único corte y muerte segura. A pesar de todo, necesitamos de
ese miedo para sentirnos vivos y revivir las cosas que nos dijimos y la dulzura
de unos besos que con el tiempo abandonaron a nuestros labios… Esa búsqueda de
la verdad reconvertida en palabras que surcan el margen de la otra vida, la
soñada, aparecen, por fin, sin miedo: «Soy poeta,/ cada vez más/ me acerco/ a
lo que quiero ser./ Los versos ya no/ suenan confusos/ y han dejado/ de
alimentarse/ de mi sangre./ y aunque a ti/ te parezcan/ indiscretos,/ yo los
espero». Y el deseo es nuestro y no el ajeno, en una primera muestra de una
nueva identidad poética: «No te gustan mis cambios de humor;/ que pase del
verano al invierno,/ que se tuerza mi sonrisa,/ que se enmudezca de golpe./ No
te gusta/ que huela a miedo y a cansancio,/ que llegue estresada a casa,/ que
quiera a pasear un domingo/ en el que tú estás trabajando./ Pero podrías
rescatarme del frío/ y de las taquicardias/ con tu abrazo./ Me resulta trágico/
que te pida tan poco/ y te parezca/ tan complicado».
Un lugar con nieve es como
un deseo que surca los parámetros del tiempo para buscar cobijo en un hueco de
nuestras entrañas; un lugar, mágico, donde estar a salvo del rastro de las
pisadas del miedo, ese que nos impidió una vez decirnos te quiero.
Ángel Silvelo Gabriel.
PD: esta reseña es la primera de dos sobre el poemario Un lugar en la nieve de la autora Noemí Trujillo. Continuará...