jueves, 21 de noviembre de 2019

PETER HANDKE, EL MIEDO DEL PORTERO AL PENALTI: LA PÉRDIDA DE LA IDENTIDAD



El hombre solo frente al mundo. Su desubicación como sujeto social. El rechazo a los otros. A los inadaptados desde su punto de vista y a sí mismo. El sutil y atroz dibujo de esa fina línea que divide los universos contrapuestos de lo general sobre lo individual. Donde lo general es una especie de apisonadora insensible. Ciega. Y sorda. Una apisonadora que permanece impasible ante la caída. El retrato de Bloch, el protagonista de El miedo del portero al penalti; una novela que ubicó en el mundo literario a su autor, el escritor austríaco Peter Handke, es el de uno de esos inadaptados que circulan por las calles de las ciudades —como por ejemplo le ocurre al protagonista de la novela Hambre del escritor noruego Knut Hamsun por Christiania— sin otro sentido que la necesidad de justificarse de algo, en este caso, de su aislamiento. Bloch es un hombre sin más voz que la interior, pues la que expresa al mundo a través de su boca es inconexa. Aturdida. Incluso salvaje. El miedo del portero al penalti simboliza muy bien ese desarraigo existencial del individuo frente al mundo que le ha tocado vivir. Handke, a través de su protagonista, lo expresa frente al aislamiento que muchos seres humanos sufrieron tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Un aislamiento, el de los hijos de esa posguerra, que nacieron sin nada, muchos de ellos huérfanos, solos, y sin otro arraigo que el de la intemperie de la soledad y la furia de la derrota. Un vértigo ante la vida que representó muy bien Kafka a través de los personajes de sus relatos, muchos de ellos atrapados dentro de un mundo interior repleto de murallas sin puertas ni llaves con las que abrirlas. Ese desasosiego interior que deviene en la paranoia de la barbarie del individuo frente a la sociedad, y que se representa muy bien a través del crimen sin dolo, pesar o cargo de conciencia, ya lo representó muy bien Albert Camus en su novela El extranjero, donde proporcionó a Meursault de todas las herramientas posibles para hablarnos del absurdo y de las consecuencias que esa falta de sentimientos tenían sobre la raza humana. Una civilización condenada al fracaso, pues la conducían a la deriva de la la tiranía de unos gobernantes que, con su poder y sus fauces, nada más que causarían muerte y destrucción a gran escala. En todo eso es donde Handke se refugia para pintarnos este retrato de un portero de fútbol que siente que se ha perdido, pero que no sabe como expresarlo más allá de unir acciones automáticas e inconexas.

El estilo narrativo con el que el Premio Nobel de Literatura del año 2019 nos transmite sus inquietudes y su fuerza creativa está basado en una escritura automática que, al contrario que la que caracterizó a los beatniks, en su caso es meditada y medida, por muy prosaica que nos parezca a veces. Mediante frases hilvanadas con puntos y seguidos, consigue transmitirnos las turbulencias de los pensamientos de Bloch que, al principio, parece que solo huye de la ciudad en la que trabaja, y luego del asesinato que ha cometido, pero que en verdad de lo que está huyendo es de sí mismo y de ese eco imperturbable que le martillea la cabeza de una forma demoledora. En este sentido, el ritmo narrativo es tal que en ciertas ocasiones puede llegar a producir zozobra en el lector, sobre todo, si éste se deja llevar por las punzantes palabras de Handke que, dentro de una falsa y calculada normalidad, busca que rastreemos sobre aquello que él solo nos ofrece en superficie.  

Ya, el inicio de la novela, a través de la cita que lo antecede, nos genera incertidumbre. El desasosiego propio de la gran literatura: «El portero miraba/ cómo la pelota rodaba/ por encima de la línea…» Aquí se representa muy bien al guardameta y sus temores. Temores encerrados a lo largo y ancho de una fina línea blanca que lo divide todo. La serenidad y el nerviosismo. La certeza y las dudas. La posibilidad y la desesperanza. Un miedo, el del portero ante el penalti, que Handke usa como metáfora para definir y arrinconar el vértigo que está presente en la vida, el aislamiento, la soledad, y esa innata rareza que tienen los cancerberos de afrontar su destino a solas. Es difícil definir y ahuyentar ese vacío que te persigue cada vez que te lanzas al suelo con la intención de parar un balón que va a gol. O la oportunidad, o no, de efectuar un despeje de puños más allá del área pequeña, más conocida como el área del portero. Ahí donde él es el dueño y señor de esa pequeña parcela del terreno de juego. Fuera de ella discurre ese libre albedrío que representa la lucha por el esférico de veinte jugadores. Una lucha de la que él será víctima antes o después —como Bloch—, porque como dice Handke, nadie se fija en el portero hasta que los delanteros del equipo contrario avanzan hacia la portería y lanzan un disparo con la intención de meterle un gol. Hasta ese momento, el cancerbero es un ser anónimo dentro del campo —como le ocurre a Bloch en la novela—. Un ser en el que nadie repara hasta que le marcan un gol, o como en nuestro caso, comete un asesinato.

El portero está apegado a su área como otros lo están a la esclavitud de los deseos ajenos y la incertidumbre de los propios. Cuando unos y otros son solo miedos. Ocultos. Inciertos. Inexpugnables. Miedos estáticos, perennes y sin salida. Miedos erráticos. Como el del portero al penalti. Como la del portero ante la pérdida de su propia identidad.

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

PARÁSITOS DE BONG JOON-HO: LA IMPORTANCIA DE TENER UN PLAN



Parásito es aquel que vive del otro. Ya sea éste el Estado —estamento que por cierto no se analiza en esta película— o de un particular, a modo de un Robin Hood moderno sin más escrúpulos que los de copiar la mímesis del otro. En esta ocasión, ese otro es el opulento. El rico. El poderoso. O eso al menos es lo que nos muestra el director surcoreano Bong Joon-ho en Parásitos, la película con la que ha ganado este año la Palma de Oro de Festival de Cine de Cannes. Aquí la salvación no se produce a través del esfuerzo que nos puede llevar a disfrutar de una vida mejor, sino mediante la astucia a la hora de compartir aquellos bienes que ya tienen los más afortunados. De ahí, la importancia de tener un plan, como se nos recuerda en varias ocasiones a lo largo del largometraje. La importancia de tener un plan y también la pericia de traspasar la fina capa que separa al amo del siervo en un espacio compartido. Espacio de lujo y placeres que se encuentran muy a mano, tanto de unos como de otros. De ahí, que salvarse del precipicio de la pobreza se puede hacer de muchas maneras, pero en Parásitos, la dignidad, el esfuerzo o el mérito a la hora de escalar en la sociedad, son características que no se encuentran entre los componentes de la familia pobre, donde todo se deja en favor de la importancia de tener un plan. Plan rápido y sin escrúpulos. Plan sin memoria ni vergüenza. Plan abocado al fracaso y sus consecuencias. Y ahí es donde se encuentra la dura crítica hacia aquellos que creen que el éxito es algo que se posee sin esfuerzo, y sí solo a través del ingenio.



Parásitos es una película que también contiene una gran crítica social sobre cómo se relacionan los estratos sociales más poderosos con los más empobrecidos. Llegando a la conclusión de que, aparte de que unos y otros mantengan la distancias de una forma continua y a veces cotidiana en espacios comunes donde el siervo sirve a su amo, ambos se parecen demasiado, pues ambos tiene el mismo objetivo. Esa libertad que proporciona el poder del dinero, en este caso, escarba en la miseria del ser humano en uno y otro bando para no dejar títere sin cabeza. Parásitos es un film que entremezcla estilos y situaciones divertidas y terribles con una naturalidad pasmosa, y sin que apenas nos asombre, pues una peculiaridad de la historia que se nos cuenta es que parece que la misma es tan real como si la estuviésemos contemplando desde una de las ventanas de nuestra casa, aunque no demos pábulo a aquello que contemplamos. Esa sensación de asombro y desasosiego se despliega con una gran dirección de actores y un ritmo visual y narrativo casi mágico a lo largo de las más de dos horas que dura el largometraje. El gran acierto del director coreano es hacernos ver las diferentes formas con las que el ser humano afronta su supervivencia dependiendo de la clase social a la que pertenezca. Una lucha donde los buenos no son tan buenos, ni los malos son tan malos. En este sentido, el propio Bong Joon-ho nos advierte que la mayor lucha por la supervivencia no se produce entre ricos y pobres, sino entre aquellos que luchan denodadamente por defender el último escalón social al que pertenecen, proporcionándonos en este film unas grandes dosis de violencia y crueldad a la hora de mostrarnos tal defensa de la misera sin mayor dignidad que la de aplastar al otro sin más.



La capacidad visual que el director tiene para mostrarnos esa ciudad surcoreana sin nombre es magistral. Y lo hace a través de una fotografía limpia que nos muestra unos decorados impactantes. Tanto en su versión de la alta sociedad como la del sótano de la baja, pues ambas son dignas de admiración, por no hablar de lo bien que están filmadas las imágenes de la huida bajo la lluvia. Una lluvia en forma de agua purificadora que sin embargo no es capaz de limpiar el mal que se ha hecho, y que además, a medida que avanza la secuencia nos vamos dando cuenta de las consecuencias de todo lo anterior que acaba de ocurrir. No obstante, algo que no se nos debe pasar por alto es que en esas sinergias entre los más poderosos y los más pobres, lo más preocupante es la falta de visualización que unos tienen sobre los otros y que, en Parásitos, se percibe cuando los dueños de la mansión se van a pasar el fin de semana fuera. Aquí, la invisibilidad de las barreras parece posible, aunque siempre esté el aciago destino para sacarnos de nuestro error y mojarnos con unas grandes dosis de realidad. Una realidad que nos demuestra cómo el ser humano, en la sociedad actual, a lo que de verdad se encuentra encadenado es a los vicios de la gula, la  lujuria, la codicia o la crueldad. En este sentido, el estamento social está perfectamente establecido mediante la bella mansión donde viven los señores de esta película, con un sótano que hará de entrañas. Entrañas ocultas, pero que existen y salen a la luz en el momento más inoportuno (y de ahí la oportunidad e inteligencia por parte del director al mostrárnoslo cómo y cuándo lo hace). Parásitos es una película de ida y vuelta. De momentos de sosiego con otros que te sobresaltan, pero que sobre todo te hacen mantenerte muy alerta sobre aquello que te muestra. Una especie de pantalla gigante desde la que poder observar el mundo y al prójimo. Un prójimo que, en muchas ocasiones, no es tan distinto a nosotros, por mucho que se vista con ropas caras o vivan en grandes mansiones, pues todo parece que se resume a la importancia de tener un plan.  

 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 7 de noviembre de 2019

STELLA GIBBONS, LA HIJA DE ROBERT POSTE: CRÓNICAS DE LA INGLATERRA PROFUNDA



Qué hay mejor que acudir a la familia cuando una la necesita, o como en el caso de la protagonista de este long-seller, se queda huérfana y con una dote anual de 100 libras. Parece que para Flora Poste esta fue la mejor decisión a la hora de afrontar y resolver su futuro y, de paso, evitar la pesada carga de un trabajo de secretaria mal remunerado. Para ello, contaba a su favor con una educación «cara deportiva y larga» que le proporcionaron sus padres, y que la alejaba de toda prestación de servicios que no fuera la de organizar todo aquello que le resultase digno de organizar. Como incluso a una familia entera, los rurales y paletos Starkadder de la granja Cold Comfort Farm en Sussex. Desde la ironía más fina y la flema inglesa más locuaz, Stella Gibbons se sirve de esta novela para no dejar de dar puntada sin hilo sobre todo aquello que no le gusta o le parece sencillamente atroz, cursi o estúpido de la sociedad de su época. La hija de Robert Poste fue publicada inicialmente en 1932, pero tiene, por ejemplo, referencias al futuro o sobre Estados que no existen, lo que la proporcionan unas dosis de intemporalidad y desconexión espacial y temporal que le permiten una mayor libertad, si cabe, a la hora de lanzar su mordaz crítica sobre aquello que aborda. En este libro hay multitud de referencias a escritores consagrados, como por ejemplo Shelley, al que la Gibbons lanza sus dardos sin contemplación, o como también hace desde el inicio, en el prólogo, en una carta con un alto tono sarcástico. Una carta dirigida a un tal Anthony Pookworthy que no es otro que el novelista de cierta fama Hugh S. Wapole.



La hija de Robert Poste es una novela de lectura ágil y en ocasiones amena, pero sin llegar a ser desternillante ni cómica, aunque sí desenfadada y a veces divertida. Y, sobre todo, irreverente por la determinación y el desparpajo con el que se desenvuelve su protagonista. No obstante, en nuestra contra está el desconocimiento de la clase rural de una Inglaterra profunda y sus giros lingüísticos, sus bromas, y ese sentir tan propio que rodea a la familia de los Starkadder; una recopilación de personajes a medio camino entre la locura y el disparate, a los que Stella Gibbons nos presenta con mucho acierto e inteligencia. Sin embargo, esa falta de empatía con ese tipo de convivencia y costumbres en la vida una familia campesina de Sussex no se debe en ningún momento a la traducción, por otra parte inmejorable de José C. Vales que, gracias a sus notas a pie de página, nos ilustra muy bien aquello en lo que la autora quiso hacer hincapié, sino que se debe más a que la acción y los personajes de la novela son los últimos vestigios de una sociedad ya desaparecida en el lodo de los tiempos. En este sentido, la reivindicación que Stella Gibbons hace de su forma de ver el mundo rural y sus relaciones personales no está basada en la reivindicación de sus costumbres o ideas, sino que más bien pasea sobre ellas y al contemplarlas las ejecuta sobre un lienzo surrealista, sobre el que pone todo el énfasis en los descarriados planteamientos de todos y cada uno de los Starkadder, a los que Flora Poste, magistralmente va amoldando a sus intereses, porque si algo reivindica con ello la autora es la libertad de elección de las personas. Una libertad que se aleja, o está en la otra punta de las costumbres ancestrales, ridículas y sin sentido, de un granja anclada en el pasado.



Stella Gibbons da una pátina de brillo a una clase social perdida en las campiñas enfangadas de una Inglaterra desconocida. Y lo hace con la inteligencia de quien sabe lo que quiere a la hora de afrontar un relato sobre aquello que le interesa. Ya sea para ensalzarlo, o para criticarlo como sucede en esta novela, La hija de Robert Poste. Una narración a la que la única pega que se le puede poner es no haber facilitado a sus lectores un desenlace para la expresión: «vio algo sucio en la leñera», de la tía Ada Doom. Una expresión que en la novela funciona como un hilo conductor de toda ella. Aunque quizá, para nuestro consuelo, en ciertas ocasiones lo menos es más, y la autora decidió en su momento dejar a nuestro libre albedrío descifrar qué significado tiene esa frase para cada uno de nosotros. Aunque tal vez no tenga ninguno, como tantas otras cosas en la vida.


Ángel Silvelo Gabriel.