Arthur Miller es, entre otras cosas, un gran dramaturgo que sabe manejar a la perfección la tensión dramática de sus obras, y con ello, llevarnos hacia el averno de la condición humana, un espacio donde la falsa felicidad que en ocasiones tiñe nuestras vidas, se muestra limpia de tonalidades con las que poder edulcorar una existencia con doble cara. Algo, a lo que por cierto Miller tampoco es ajeno, pues el trato que dio a sus esposas (en concreto a Marilyn Monroe) o a su hijo discapacitado (al que ignoró durante toda su vida), le hacen conocedor de primera mano, de lo que es vivir con el peso de la moral en los talones en cada hálito de su vida.
Todos eran mis hijos, es la epopeya que pone en entredicho una vez más al sueño americano, y en esta ocasión, esa encrucijada se establece a través de la codicia del dinero parapetada por los pilares de la familia y el bienestar. Elementos a los que Miller hace tambalear con una perfección suprema, con la ayuda de una carga dramática en sus personajes a la que muy pocos autores han sabido llegar. Y por si esto fuera poco, lo tiñe todo con trazos tan sublimes como la honorabilidad y la pérdida de la vida de los jóvenes americanos muertos en la Segunda Guerra Mundial, lo que le permite plantear el drama añadido de la ausencia de un relevo generacional (que ya no será el mismo después del conflicto bélico), lo que traerá consigo, el alumbramiento de una sociedad también diferente.
Ayer, el telón del Teatro Español se bajó definitivamente esta temporada para Todos eran mis hijos, una obra maestra de la escena de todos los tiempos, y a pesar de que suene a tópico, el éxito cosechado en su última actuación fue mayúsculo, con cuatro salidas al escenario acompañadas de casi diez minutos de aplausos entusiastas de un público agradecido por el magnífico espectáculo que acababa de presenciar. Mucha culpa de todo ello, la tiene sin duda su director, Claudio Tolcachir, que al paso que va, se convertirá en uno de los directores de referencia de nuestro país (a pesar de su nacionalidad argentina), y que en esta obra, ha tenido varios aciertos; el primero, es conseguir de nuevo, dotar al texto de una magnífica dirección de actores, pues si nos ponemos a elegir, nos resultaría muy difícil resaltar a alguno de ellos por encima de los demás; el segundo acierto, es haber acortado el texto y dejarlo en hora y media de duración, conjugando así a la perfeccción, la capacidad de atención de los espectadores y la tensión dramática de los actores; y el tercero, es la puesta en escena, que los especialistas han dado en llamar naturalista, con un sencillo porche de una casa americana y unos frondosos árboles de fondo como testigos, que parecen presagiar el peligro y la profundidad de las debilidades del ser humano.
Carlos Hipólito vuelve a demostrar por qué es uno de los mejores actores españoles, tanto en cine como en teatro, y proporciona a la obra ese punto de equilibrio dentro de la tormenta. Gloria Muñoz nos regala una elevada interpetación de una madre, anclada en el pasado y en una esperanza, en la que sólo ella cree. Fran Perea, que en ocasiones nos recordaba con sus gestos su paso por la serie Los Serrano, sabe desprenderse de esa vitola de galán para jovencitas, para llegar a explotar unas dotes dramáticas dignas de sobresaltar. Manuela Velasco con su papel de Ann se postula como una alternativa más, para seguir interpretando papeles más allá de la típica joven y guapa actriz televisiva, y Jorge Bosch resalta el aplomo de un actor con oficio que pone el contrapunto a la falsa felicidad de la familiar Keller.
Todos eran mis hijos es un viaje hacia las oquedades del alma, que en este caso se ven cubiertas por una buena parte de los pecados capitales que persiguen al ser humano desde que nace. Una oscuridad que tanto la moral, como la búsqueda de la verdad, hacen saltar por lo aires (en un movimiento incontrolado) toda una vida familiar, pues el paso del tiempo a veces no es suficiente para perdonar.