Una de las muchas frases que el poeta portugués dejó
escritas antes de su muerte: «morir es sólo dejar de ser visible», con el
tiempo, sin embargo, se ha convertido en una paradoja más de su vida y de su
obra, porque igual que si fuera un fantasma que tiene la cualidad de la
ubicuidad, Fernando Pessoa se no aparece aquí y allá, como un dibujo
desfigurado de su pretendida y anónima esencia —a él no le gustaba salir
retratado en fotografías no fuera a ser que en ellas perdiera parte de su alma—
en llaveros, camisetas y carteles publicitarios que de cuando en cuando, y según
pasa el tiempo, más de vez en vez, pueblan las fachadas y las tiendas de Lisboa
como un reclamo turístico más a añadir a la saudade
—término inclasificable, ingobernable e indefinible—, que eso sí, se difumina
con la primera neblina que recubre Olissippo muchas mañanas. Un manto de seda
que por muy literario, poético y bello que nos parezca, no es real, como
tampoco es real la imagen del poeta que recubre gran parte de su amada ciudad, porque
más allá de parecernos un fantasma de sí mismo, es la caricatura que el
destino, su destino, se ha encargado de asignarle lejos de su leyenda
literaria, que ésta sí, es directamente proporcional, al número de papeles,
legajos o documentos que van saliendo a la luz, fruto del trabajo de
documentación e investigación que sobre los mismos se lleva haciendo desde el
año 1979 cuando fueron donados por sus familiares a la Biblioteca Nacional de
Portugal. Ahí es donde en verdad conoceremos al escritor y al poeta, y donde a
su vez, sale ganando el artista, pues sólo tiene que hacer frente al destino a
través de su obra. En este sentido, y en nuestra ayuda, Carlos Taibo en su libro
titulado, Como si no pisase el suelo (Trece
ensayos sobre las vidas de Fernando Pessoa), nos muestra el rostro más
humano de los silencios y multiplicidades de Pessoa a lo largo y ancho
de su vida, parándose en esos pequeños detalles, casi anónimos, que buscan el
lado más cotidiano de una personalidad tan compleja como la del lisboeta,
sedentario en lo geográfico pero gran explorador en lo literario. Ese uno entre
muchos, al que siempre se nos alude, aquí sale retratado desde la multiplicidad
del día a día de quien sube y baja, se retrata y se borra, se envalentona para
después retroceder…, y sobre todo, desde esa perspectiva donde le intuimos arrebatado
y conquistado a la vez por sus múltiples contradicciones, porque igual que su
arcón mágico está repleto de proyectos inacabados, su vida se nos presenta como
algo inconcluso, heterogéneo, anárquico y lírico, como sólo puede serlo la
existencia de los genios: uno en todos, y todos en uno, en una suerte de
multiplicidades que se asemejan a las múltiples fotografías de una misma
persona en movimiento, que al observarlas, una tras otra, en la distancia, se
nos presentan como el rastro que esa persona ha dejado en el camino. Senda y
pozo, heroicidad y ostracismo, libertad y muerte…, así vemos al rey de los
heterónimos, un alma de almas, como él
mismo dejó dicho para intentar explicar a los demás su distorsión personal y
literaria en las infinitas voces que le acompañaron a lo largo de sus días.
Días que representan la radiografía de una huida, pues eso parece decirnos en
sus sempiternos silencios y ausencias que no dejaron más huellas que aquellas
que no se ven dibujadas en el camino, pues él caminaba como si no pisase el
suelo. Días consagrados a su obra literaria por encima de cualquier otra
actividad, lo que le llevó a renunciar a vivir, a disfrutar del amor, a
forjarse una carrera profesional o a labrarse un porvenir fuera de la
literatura. Esa pincelada de vanidad, por muy tenue que fuese en la vida del
poeta, al menos a él le trasladó la sensación de que incluso los dioses
perdidos también tenían momentos de debilidad que los convertían en humanos: «No tengas nada en las manos/ ni una memoria
en el alma,/ para que cuando te pongan/ en la mano el postrer óbolo,/ cuando
luego te las abran/ de ellas no te caiga nada.» A lo que hay que unir, si
queremos conocer mejor el universo del personaje, anécdotas como la de la
Coca-cola: «primero se extraña y luego se entraña», o la del arrebato de pasión
que le da cuando besa por primera vez a Ofélia Queirós: «Recuerdo que estaba
de pie, poniéndome el abrigo, cuando entró en mi gabinete. Se sentó en mi
silla, depositó la lámpara que traía en la mano y, mirado hacia mí, empezó de
repente a declararse, como Hamlet se declaró a Ofélia… Fernando se levantó, con
la lámpara en la mano, para acompañarme hasta la puerta. Pero, de repente, la
depositó junto a la pared y, sin que yo lo esperase, me agarró por la cintura,
me abrazó y, sin decir palabra, me besó, me besó apasionadamente como un loco.»
O como esa otra leyenda que dice que con ocasión del medio siglo del fallecimiento
del escritor, el día del aniversario de éste, el 13 de junio de 1985, se
procedió a trasladar sus restos mortales al monasterio de los Jerónimos, en
Belém, pero al abrir el ataúd, dicen que el cuerpo del poeta se hallaba incorrupto
y su ropa intacta, por lo que se decidió dejarlo tal y como estaba, junto a Dionísia
su abuela loca.
Gracias a Carlos Taibo conocemos a la persona anárquica
y contradictoria de la intimidad: la de sus cartas y confesiones, la de sus
afectos y manías, la de sus proyectos e ilusiones…, y lo hacemos a través de un
ensayo que está muy bien documentado y que nos dibuja el rostro más humano de
los silencios y multiplicidades de Pessoa.
Ángel Silvelo Gabriel.