jueves, 28 de marzo de 2019

STEFAN ZWEIG, MENDEL EL DE LOS LIBROS: LA DEFENSA DE LA MEMORIA INDIVIDUAL QUE, A SU VEZ, DEVIENE EN PROTECCIÓN DE LA MEMORIA COLECTIVA



La curiosidad, la tenacidad, el trabajo y el silencio que acogen a toda misión importante que el hombre realiza a lo largo de su vida, son algunos de los elementos esenciales que la convierten en épica, como épica es la actitud vital de Jakob Mendel. Mendel es una mente privilegiada que vive, por y para los libros, en un mundo donde no existe nada más que el paraíso de las palabras, pues de paraíso idílico puede tildarse su actitud ante la vida y las personas que concitan su mismo interés por los libros. Zweig, en este magnífico relato, nos advierte de que el intelecto — el verdadero intelecto—, no conoce más fronteras que las del propio conocimiento; unas fronteras, eso sí, muy alejadas tanto de los políticos como de sus trágicas pretensiones geopolíticas, pues a éstas, solo les asiste la mezquindad de las nacionalidades. Con un estilo narrativo rico en matices, vivo en su ejecución e impecable en su praxis, el escritor austriaco pone en tela de juicio, una vez más, la división de las fronteras de una Europa que él nunca pudo ver unida. Unas fronteras, en su caso malditas, y que en su tiempo, solo produjeron guerras y también aislamiento, tanto cultural como intelectual, tal y como se demuestra en este librito publicado por Acantilado, Mendel el de los libros, donde él se vale de la figura de un judío ruso para verter sobre el texto todo su potencial como escritor comprometido con su tiempo e impulsor de una forma distinta —por inclusiva— de ver y de plantear y ejecutar las relaciones entre Estados. A través de Mendel, Zweig nos presenta la defensa de la memoria individual que, a su vez, deviene en protección de la memoria colectiva, como la Historia muy bien nos recordó en la primera mitad del siglo XX, donde las guerras, aparte de arrasar el territorio europeo, dejaron una herida que tardó mucho tiempo en cerrarse.



Mendel es el mejor ejemplo de lo importante que es ser guardián y transmisor de la cultura, en este caso, a través de los libros y su amor hacia ellos. Su forma de catalogarlos, conseguirlos y distribuirlos, nos habla de lo difícil que resulta salir indemne de la ignorancia del hombre, capaz como se dice siempre de lo mejor y también de lo peor. De ahí que, Mendel, sea el símbolo de una contraseña que nos abre el paso hacia una luz que, si dejamos que nos ilumine a lo largo de  nuestra vida, nunca nos arrepentiremos. Los libros y lo que representan. Los libros y su mundo. Los libros y su poder infinito, son los mejores transgresores de las fronteras físicas y mentales que tratan de imponernos nuestros dirigentes políticos en aras a manipular nuestras vidas a su antojo. Es tan fácil engendrar el odio entre los habitantes de un país, que su mecanismo —por simple— asusta, de ahí que la recuperación que hace el narrador de este relato del judío Mendel, sea una de las mejores formas de acercarnos a lo que es y lo que significa la libertad; un espacio cada vez más mermado en la sociedad actual, y del que hace mucho tiempo Stefan Zweig nos alertó de su pérdida, por la carga trágica que en sí misma lleva cuando se abate sobre nuestras vidas.



Mendel el de los libros, es un brillante relato que nos habla de la exclusión que se produjo en Europa en la primera mitad del siglo XX, pero también del poder intrínseco del libro en sí mismo, pues desde un diminuto local dentro de un café vienés, éste puede derribar todas las barreras posibles, y ofrecer al mismo tiempo, la oportunidad de iluminar nuevas mentes que, quizá, con el paso del tiempo se conviertan en transmisoras de una forma de ver y entender el mundo que lo conviertan en un lugar más habitable, porque no se nos debería olvidar que, la defensa de la memoria individual es, también, un signo de la defensa memoria colectiva.

 
Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 25 de marzo de 2019

ROJO, DE JOHN LOGAN.- DIRIGIDA POR JUAN ECHANOVE E INTERPRETADA JUNTO A RICARDO GÓMEZ EN EL TEATRO SALÓN CERVANTES DE ALCALÁ DE HENARES (MADRID): EL CAMINO DE TRANSFORMACIÓN QUE VA DEL ROJO AL NEGRO




Místico, exuberante, sensible, intenso, frío, apasionado, egocéntrico, descomunal, enigmático, ensimismado. Tirano, egoísta, interesado, desnaturalizado, atormentado, déspota, desquiciado, insensato, voraz, misántropo. Todo cabe en al voluptuosidad de Mark Rothko y su obra. Rompedor del movimiento cubista, difamador del arte pop. Y, entre uno y otro, aquello que tildaron como algo que él no sentía: expresionismo abstracto. Pintor de veladuras superpuestas. Tonalidades cromáticas de un mismo color que, sin embargo, necesitan de la sensibilidad y la transformación de quien observa. «Mi pintura es un 90% pensamiento y un 10% ejecución», dijo. Su pintura es contemplación. Honda y mística. Filosófica e intensa. Pura y directa. «¿Qué ves?», le pregunta a su ayudante. «Sí, ¿qué ves? Y no me digas lo que todo el mundo. Tómate tu tiempo y contempla. Deja que la pintura entre dentro de ti. Y transformarla a tu manera. Hazla tuya», le repite, no en tono de súplica, sino de mandato. Todo en él es desmesurado: su propuesta artística, su visión del mundo del arte, su planteamiento ético ante su trabajo y la vida. Todo ello le produjo conflicto y desazón: consigo mismo y con los demás. En este camino de transformación que va del rojo al negro y en el que en esta obra, Rojo, hay espacio para el ajuste de cuentas: con su vida y el mundo, su origen y su familia, la universidad y el establishment del mundo del arte. Y, por supuesto, para poner los puntos sobre la íes a Pollock y su obra. A su adoración por Caravaggio: «Y en esa oscuridad nace la luz» nos recuerda cuando rememora su vista a la iglesia de Santa María del Popolo en Roma y contempla La conversión de San Pablo de Caravaggio. Y, por encima de todo, la importancia del rojo. La importancia del rojo y de la obra, Armonía en rojo, de Matisse, ante la que pasó muchas horas: ¿Qué ves? Ahí es donde se encuentra el verdadero secreto de su pintura: desentrañar el misterio que se esconde tras cada capa de color, en la división que supone y significa cada una de ellas, en la reinterpretación de aquello que antes no existía, salvo en su mente. El tabaco y, sobre todo el alcohol hicieron el resto. Y, así, la frialdad se convertía en pasión, la templanza en desmesura y el hecho de pintar en un todo inabarcable en el que solo encontraba sosiego en el texto, El origen de la tragedia, de Nietzsche.



Rojo, de John Logan, es un brillante, intenso y aterrador texto que explora las diferentes capas o veladuras que existen en el mundo del arte, para nada simplista, como puedo parecernos a simple vista en el caso del expresionismo abstracto y, que además, proyecta con vehemencia un punto de vista único sobre lo qué es y cómo se vive y reinterpreta el mundo de la creación sobre la vida a través de la obra de un artista. Las aristas y la dura coraza que envuelven al ser humano se ven expuestas, en esta ocasión, en un perfecto equilibrio entre los excesos del artista y los temores del hombre, cuando éste abandona su estudio y deja olvidado en el suelo su pincel o su brocha de pintar. En este sentido, Juan Echanove está entregado a la causa, y da vida a un inigualable Rothko perdido en sus tinieblas y, que sin embargo, aún lucha por encontrar algo de luz en ese camino de transformación que le llevó del rojo al negro.



Ángel Silvelo Gabriel. 

miércoles, 20 de marzo de 2019

EXPOSICIÓN TOLOUSE-LAUTREC Y EL ESPÍRITU DE MONTMARTRE EN CAIXA FÓRUM MADRID: HISTORIAS DE CABARÉ, CIRCO, SOMBRAS CHINESCAS, SOMBREROS DE COPA Y MARGINADOS PURGADOS CON ABSENTA



París y el barrio de Montmartre, asequible tras una empinada cuesta. Abajo, el Moulin Rouge, impertérrito al paso del tiempo con sus firmes aspas rojas, y el recuerdo de sus farolillos y de sus famosos carteles de bailes de can can. Cerca Le Char Noir, también en el Boulevard de Clichy. Los dos como reclamos e inicio de una noche parisina diferente  a la nocturnidad burguesa de París. Allá por finales del siglo XIX. Donde en Montmartre se mezclaban nuevas costumbres con las que transgredir al deterioro del tiempo y los deseos de libertad se veían mezclados con noches de sexo nada convencionales: sexo, bailes y alcohol. Y todo transcurría al margen del día, en plena noche, bajo la sombra de un gato negro inmenso que se transmutaba en compañero de viaje, un gato negro que no maullaba, pues sólo se limitaba a marcar un camino: de perdición, de ruptura, de espacios sin preguntas y, sobre todo, disfrute. Allí, en la cima de la colina, donde las sombras dejan de marcar el territorio del bien y del mal. Allí dónde sólo reinan las ganas de pasarlo bien, entre historias de cabaré, circo, sombras chinescas, sombreros de copa y marginados que purgan su alma con absenta, tal y como hacía Tolouse-Lautrec: disminuido, bajito, insensato y con unas inmensas ganas de vivir que le alejaran lo más posible de su familia y de los nubarrones de los recuerdos de su infancia y adolescencia entre castillos, médicos y residencias. Médicos que no le entendieron ni le ayudaron a vivir ni a mejorar sus condiciones de vida. Y, por encima de todos ellos, la sombre del padre: lejano, burgués y acomplejado por el hijo. Detrás de ese telón de fondo es donde nace el artista. Venerado a día de hoy e incomprendido —por subversivo y escandaloso— en su época. Un artista que supo alejar su arte de las Academias y las Exposiciones Universales para trasladarlo a la vida sin más. Una vida cuyo único límite era el de la libertad de expresión y el de la pasión destructiva; una pasión plagada de sin sabores y contradicciones. Y una vida de artista en el más estricto sentido de la palabra. Tolouse-Lautrec vivió, mientras pudo, para el arte y sus pasiones: el cabaret, las mujeres, el alcohol. Se emborrachó por primera vez a los diez años, en la fiesta de cumpleaños de un amigo y, a partir de ahí no supo parar, como tampoco lo hizo antes las cortapisas del padre. Él, que supo expresar con sus manos todo aquello que no pudo hacer con sus pies ni con su  cuerpo. Su lenguaje corporal fue la pintura: en movimiento, teñida de colores fuertes y también pasteles, de retratos, bailes y momentos que más tarde se volverían universales. Una pintura pionera en su momento y que fue la expresión vital de todo aquello que la vida y sus enfermedades le arrebataron. Con el paso del tiempo, lo físico se transformó también en viral: la tisis, el alcoholismo, la tortura de su marginalidad…



En la exposición Tolouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre del Caixa Fórum Madrid, asistimos a ese universo plagado e impreso de pasión. Un universo al que acompañan las muestras de otros artistas de su época, con los que Tolouse-Lautrec compartió esa visión rupturista con lo establecido. La exposición —amplísima en el número de obras expuestas— es un fiel reflejo de la época que retrata, pues los cuadros al óleo dan paso de una forma poderosa a los carteles, las ilustraciones y los formatos más singulares, donde la expresión de los artistas en ocasiones es majestuosa y en otras minimalista. Ambas, son manifestaciones complementarias y significativas de una forma de ver el mundo que se anticipa muy bien al siglo XX y a los múltiples interrogantes y las crisis que éstos acarrean. Esa ruptura, en nuestro caso, se hace al margen de la realidad parisina del momento, aunque poco a poco se convertirá en la verdadera protagonista de la época, donde por ejemplo, las sombras chinescas serán el anticipo del cine, o los carteles, tiempo después, se convertirán en un poderoso instrumento de propaganda. En definitiva, época de transformaciones y cambios que, a través de esta exposición, asociamos a historias de cabaré, circo, sombras chinescas, sombreros de copa y marginados purgados con absenta.
  

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 13 de marzo de 2019

JESÚS MARCHAMALO.- STEFAN ZWEIG, LA TINTA VIOLETA (ILUSTRADO POR ANTONIO SANTOS): “EL PELUQUERO DE LOS HÉROES”



Zweig, buen lector, mal deportista y estudiante —como nos apunta Jesús Marchamalo en La tinta violeta, la última entrega de la colección sobre autores universales que comparte con el ilustrador Antonio Santos y publica Nórdica libros. Zweig— fue, por encima de todo, un hombre que siempre persiguió la libertad. Un mal estudiante que, sin embargo, llegó a ser un autor admirado y de éxito en vida. Un autor, que es cierto que vio recompensado su esfuerzo a nivel internacional, pero también, que sacrificó buena parte de su existencia a la escritura. Una escritura que él cultivó como ejercicio de generosidad, pues no en vano, él lo sacrificó todo en pos de su pensamiento. En su obra, como en su vida, la lucha del individuo frente al Estado y los totalitarismos fue una rebelión interior a la que él aportó inteligencia y análisis; inteligencia y análisis con los que buscó dar al resto de la humanidad la oportunidad de salvarse de ese yugo acosador que fueron los totalitarismos. Para él, Europa era el último baluarte donde el individualismo en general y su individualismo en particular, eran la máxima expresión de la libertad, el respeto hacia los demás y la manifestación más pura de la cultura y del pensamiento libres. Una forma de pensar y vivir que él expresó tanto a través de la escritura como del coleccionismo, lo que le llevó a adquirir infinidad de objetos, partituras, manuscritos y originales de aquellos autores que él consideraba únicos y cercanos a la esencia de la que surge la creación. Una creación que, como una luz, Marchamalo vierte sobre su texto en Stefan Zweig, La tinta violeta. Una vez más, el periodista y escritor madrileño vuelca su buen hacer literario sobre una de las grandes figuras de la literatura, y lo hace con esa genialidad de la frase concisa, el verbo voraz, los adjetivos únicos e inclasificables, adjetivos solo separados por sabias comas; comas reveladoras de un ritmo frenético y apaciguado a la vez, comas que, como partituras de una melodía, nos introducen en un profundo éxtasis de palabras del que es muy difícil salir. Este arte en movimiento, en el que tan bien se maneja Jesús Marchamalo, tiene su complemento y su visualización en las magníficas ilustraciones de un Antonio Santos en estado de gracia —vean si no, su magnífico retrato de Zweig, digno del mejor de los coleccionistas—. La profundidad del mensaje y su contraste en blanco y negro en imágenes, son una muestra más de la simbiosis de esta extraña pareja. Una extraña pareja que, con el tiempo —ya van seis volúmenes con éste de la colección iniciada con Pío Baroja—, se han convertido en inseparables, y no solo eso, sino también, en una magnífica muestra de lo que se puede conseguir con un texto dinámico y lírico, y unas ilustraciones impactantes y demoledoras como pocas.



Stefan Zweig, La tinta violeta es una extraordinaria semblanza del escritor austriaco que nos revela la buena faceta de periodista de Jesús Marchamalo, pues éste sabe apoderarse de esas anécdotas que hacen de sus retratos literarios un reflejo singular y único del personaje que nos muestra. Este librito, como lo tildan sus autores, es una certera mezcla de los elementos de una vida que, en sus inicios, fue feliz y muy prolífica, viajera y reconocida como pocas y, que en su última parte, devino en una huida de sí mismo y del miedo a perder la libertad propia y ajena; una pérdida de la libertad individual y colectiva de un mundo que se transformó en oscura noche. Un mundo que le llevó a refugiarse en un lugar donde solo cabían él y el terror a perder su esencia. Ese miedo metafórico a la noche fue el que le llevó al suicidio. Suicidio ordenado y muy bien pensado. No obstante, antes de marcharse, dejó escrito en una nota: «Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy de aquí antes que ellos». Una sentencia no exenta del reconocimiento de la derrota, pero también, de la fuerza de los héroes, pues no en vano, él fue bautizado como: “El peluquero de los héroes”.



Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 11 de marzo de 2019

FERNANDO PESSOA, EL MENDIGO Y OTROS CUENTOS: LA NATURALEZA DEL MÁS ALLÁ QUE TRANSITA SOBRE CAMINOS SIN ESPERANZA



Libertad, desesperanza, duda, contradicción, nihilismo desbordante que desemboca en un pensamiento filosófico distinto al heterodoxo, por tratarse de una filosofía poética que aborda la naturaleza del más allá que transita sobre caminos sin esperanza, son solo algunas de las acepciones que nos evocan estos relatos pessoanos que van desde la multiplicidad filosófica a la paradoja sin dejar a un lado la moraleja. Dios de los poetas, como le denomina Rafael Narbona en El Cultural, en un extenso y magnífico artículo que nos ayuda a explorar la multiplicidad de sin límites de un Pessoa desatado y multifacético, pues estamos ante un libro nada fácil, como mucho otros del autor portugués. En este caso, de la mano de la editorial Acantilado, y traducción de Roser Vilagrassa, asistimos a la esencia de la confusión de un Pessoa monoteísta y panteísta a la vez. A la voz de un Pessoa que, en los tres primeros relatos de este volumen, a través de las figuras de un mendigo, un eremita y un borracho, nos va desgranando las inquietudes e hipótesis metafísicas que asaltaron al poeta portugués en un período determinado de su vida. En todos ellos, Pessoa se nos muestra como un Dios creador; un Dios que da vida, no solo a ideas, sino también a universos y mundos que nada más existen dentro de sí mismo. Y lo hace, mediante una maravillosa polifonía de argumentos, conceptos y voces que superan su habitual heteronimia. Y así, en el relato titulado, La perversión de la lontananza, tenemos delante al Pessoa de la fina paradoja, a aquel que se debate y diserta acerca de lo que es real y lo que solo es fruto de su imaginación. El mundo y su reflejo es un espejo, nos dice: «Y así como he mezclado sueño y realidad, todas mis sensaciones se han mezclado y se han confundido en mí; es como si todas hubieran perdido su camino en mi interior, como si se hubiesen alejado de la idea de aquello que debías ser. Así, mis alegrías son temores, y mis desalientos, furias». O, en El peregrino, nos habla del camino como metáfora de la vida, donde el hombre de negro que se cruza en la mirada del protagonista, no es sino una transfiguración de él mismo. Esa zozobra que le produce su mera existencia y las palabras que el dirige le obligan a iniciar un viaje que va desde lo terrenal a lo inmaterial: «No mires el Camino: síguelo hasta el final». Un determinismo, que lleva a Pessoa a describirnos las renuncias que hay que asumir hasta llegar a la espiritualidad. Una espiritualidad, deseada e intrascendente, pues se nos muestra suspendida de la cuerda de la indefinición.



Fernando Pessoa, El mendigo y otros cuentos nos acerca, en su parte final, una serie de relatos más cortos, en cuanto a su extensión; unos relatos menos espirituales si se quiere, pero en los que resalta, la capacidad de autor portugués para mostrarnos diferentes moralejas en un espacio muy medido; un espacio que solo busca la necesidad de dejar marcado aquello que él quiere mostrarnos. Más cercanos a la naturaleza del relato corto, Maridos, El gramófono o El papagayo, buscan crear esa incertidumbre en el lector que le lleve a replantearse el argumento y el desenlace de estas pequeñas historias, en las que Pessoa muestra con mano firme su genio de autor polifacético e inclasificable; una multiplicidad que nos sirve, una vez más, para llegar a esa naturaleza del más allá que transita sobre caminos sin esperanza, de la mano de uno de los autores más importantes del siglo XX.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 8 de marzo de 2019

EXPOSICIÓN “PARA SER POPULAR” DE GUILLERMO MASEDO EN LA GALERÍA JC DE SANTANDER: LA GENIAL REIVINDICACIÓN DE UN ARTISTA HACIA SÍ MISMO Y SU OBRA



¿Existe algo más absurdo que vetar la asistencia a la inauguración de su propia exposición al artista que la ha creado? Todo parece posible ya en un mundo que se replantea todo, hasta el hecho de prohibir contemplar expuesta su obra al artista que la ha creado. Ahí es donde parece que se crea esa generación de espacios imaginarios y físicos a los que el artista madrileño, Guillermo Masedo, se refiere en la entrevista que hoy sale publicada en el Diario Montañés. Como dice el artista en su cuenta de Facebook: «Mañana viernes 8 de marzo, a las 19.00 h, inauguro exposición individual en Santander. Bueno, yo no, puesto que se me prohíbe la asistencia a ella y el acceso a la muestra durante toda su duración (a ver si alguno conseguís algo así). Un incumplimiento de un contrato verbal —y escrito en unas bases— por parte de la galería condujo al conflicto —crudo y divertido a partes iguales— que se arrastra desde hace ya meses, siendo desterrado de mi propia exposición desde el inicio. Pensando que no aceptaría, acepté con cortesía y con una sonrisa cachonda en mi interior. Así, y desde ese mismo momento, imaginé mi trabajo —alejado de la pintura por la cual la galería me conoció— convertido en un grito sordo e irónico de mi propia presencia, haciéndome presente en un espacio en el cual sabría que iba a estar ausente. Valiente la galería por haberse atrevido a colgar una expo que les he mantenido oculta hasta que les han llegado las obras (ayer) y cuyo único leitmotiv es la reivindicación de mi propia presencia (¿60 fotografías-autorretratos personales en distintos medios y obras serán suficientes?) enlazada con la obra de otros artistas (Wilde, Beuys, Sierra), y la crítica del tratamiento que han tenido hacia mi persona. PARA SER POPULAR. JC galería. Calle rampa de sotileza 3. Desde el 8 de marzo al 14 de abril. ¡Os esperamos (o no)!



Tras esta breve exposición de los antecedentes que han llevado a esta irónica situación, Guillermo Masedo ha sabido convertir una situación adversa en otra propicia, pues desde que hizo pública tal situación no ha parado de recibir elogios en las redes sociales en las que tiene cuenta y, convertir así, una negación en la mejor publicidad de sí mismo y de su obra. Esa expresión de valentía y hartazgo, le han visualizado como un estandarte al que seguir en el truculento mundo del arte. O eso al menos es lo que han parecido entender todos lo que son conocedores de tal situación: pintores, amigos, seguidores de su obra, e incluso el galerista. Aquí es donde parece entrar muy bien las palabras que, el propio artista madrileño, Guillermo Masedo, expresa acerca de su obra: «Un lugar sin fin es un lugar inhabitable», pues no hay nada más inhabitable que la de la imposición y la prohibición del libre movimiento de las personas por el mundo. En una globalización que, cada día más, pone más y más fronteras o muros, Guillermo Masedo sin embargo se las salta y, como un niño travieso repleto de genialidad, juega de una forma magistral, inteligente y única con la idea del: «DENTRO-FUERA», como si la obra que ha creado para la exposición “PARA SER POPULAR”, que se expondrá en la galería JC de Santander desde el 8 de marzo al 14 de abril, fuese la más libre manifestación que a día de hoy se puede dar en el mundo del arte; una manifestación de libertad bajo el título de: «La genial reivindicación de un artista hacia sí mismo y su obra». Para ello, el artista madrileño, alejándose de lo que es su pintura habitual con la que ha sido reconocido en numerosos concursos a lo largo de los años, y como por ejemplo son: El Premio Ciudad de Badajoz de Pintura 2017, o La Bienal de Artes Plásticas de Albacete 2018, por citar solo dos de sus últimos logros, ha optado esta vez en convertirse a sí mismo en el protagonista de una muestra a la que no puede asistir. Esa idea de frontera, a modo de muro de Trump impuesta por el galerista, él la burla traspasando ese límite o frontera hasta convertirlo en algo imaginario —como suponemos que hará los días que dure la exposición desde su residencia habitual en Madrid— y a la vez físico, pues la obras son una serie de montajes de sí mismo: de su cara, de sus gestos, de sus alegrías, sus odios y reivindicaciones. Una expresión, sin duda, de originalidad, genialidad y ruptura. Ruptura de fronteras, por supuesto, pero también de los límites que éstas representan, porque como dice muy bien Guillermo Masedo: «Un lugar sin fin es un lugar inhabitable». Un mundo que escarba más allá de clases o ideas políticas, porque es un mundo que grita: LIBERTAD. Y lo hace sin miedo.

    

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 1 de marzo de 2019

BALTHUS EN EL MUSEO THYSSEN BORNEMISZA DE MADRID: LA INCERTIDUMBRE QUE PROVOCAN LAS EMOCIONES PRIMARIAS



Deseo, asombro, soledad, erotismo e inocencia son solo algunas de las emociones que surgen de la incertidumbre y el caos de la obra pictórica de Balthus, un artista hecho a sí mismo y a contracorriente de todos los Ismos presentes en la cultura europea de principios del siglo XX. Atrapado por la necesidad de explorarse a través de otros, buscó refugio en artistas más clásicos como son, por ejemplo: Piero della Francesca o Caravaggio; o en obras literarias como Cumbres borrascosas de Emily Brönte donde indagó sobre la figura del señor Heathcliff. Su pintura es esencialmente vertical —si nos atenemos a composiciones como La calle— como los espacios que recorren algunos de sus figurantes que parecen ausentes del resto del mundo que les rodea. Esa especie de mimetismo se resuelve por la expresión de los ojos y el cuerpo, lo que funde la primaria condición de autómatas a sus personajes, para convertirlos en inocentes figuras de soledad. El objetivo de la narrativa pictórica de Balthus es sencilla: acompañar a su pensamiento, porque para él, la pintura lo es todo; una totalidad que abarca desde la preparación de las pinturas hasta la concepción nada circunstancial de sus cuadros, que siempre buscan la incertidumbre que provocan las emociones primarias. Como se suele decir en numerosas ocasiones, a veces lo menos es más, y sus retratos incrustados sobre fondos planos —la mayoría de las veces— así lo atestiguan. En este sentido, su poder no reside en las cercanías, sino más bien en el propio protagonista de sus pinturas. De ese modo sus figuras, casi geométricas y embutidas en perfectos cilindros, conos o trapecios, se rebelan frente al observador cuando le invitan a centrar su atención en un gesto o un objeto en principio secundario, pero que, sin embargo, es la fuente primaria de ese desasosiego tan presente en sus pintura. Algo que, por ejemplo, le ocurre al cuchillo hincado en el pan en Muchacha en verde y rojo. O a la ingenua postura de Thérèse soñando, cuando nos deja entreve su ropa interior, blanca como la luz que la alumbra e inocente como sus sueños. Ese foco de atención, no obstante, no siempre se circunscribe al solitario protagonista del cuadro, porque la figura del voyeur, a la que Balthus nos obliga a ejercer, puede estar direccionada a un lateral de su composición pictórica, en contraposición con la gama cromática del resto del cuadro, del modo en que aparece la modelo en El aseo de Cathy. Amigo de los espacios delimitados, Balthus también nos propone un arriesgado juego de naipes; un reto al que el pintor nos invita casi al final de la exposición en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, donde los tonos pastel cogen el espacio que antes solo estaba reservado a la intensidad de una paleta cromática coronada por rojos y verdes apasionados. Una palidez, la de su última etapa que no nos causa sorpresa, pues se derrumba en su famoso cuadro, La partida de naipes, quizá, porque sea la mejor expresión en su obra de la incansable búsqueda a la que el pintor se entregó acerca de la incertidumbre que provocan las emociones primarias.



Ángel Silvelo Gabriel.